El museo del Prado (Madrid) ha realizado un relieve a partir del retrato de la Gioconda (la Mona Lisa) de Leonardo a fin que los invidentes puedan descubrir, palpando, la obra, puedan "verla".
Este trabajo plantea una serie de cuestiones sobre teoría del arte.
¿Qué "vemos" cuando contemplamos una pintura? ¿vemos la materialidad de la obra -un lienzo tendido sobre un bastidor, unas capas de pinturas-, o vemos una imagen? Desde los años cincuenta, pintores han intentado que veamos lo que hasta entonces no se veía, a lo que no se prestaba atención, partiendo del principio que una pintura es un objeto, y no un plano que acoge o produce una ilusión. Pintores, incluso, como Fontana o Miró, laceraron o quemaron la tela, o expusieron la tela al revés, a fin que el espectador se de cuenta de lo que tenía realmente delante. No es necesario en este momento plantearse si estas tentativas tuvieron éxito.
Cuando contemplamos un retrato hermosa -como el de la Mona Lisa-, ¿que vemos? ¿La imagen de una persona hermosa, o una hermosa imagen de una persona? Si la primera afirmación fuera (siempre) cierta, no podríamos disfrutar de, por ejemplo, el retrato de una anciana desdentada de Giorgione, o de los retratos del Hechizado (Carlos II) de Carreño de Miranda, o de un sifilítico (Retrato de Gerard de Lairesse, 1665), por Rembrandt. Sin embargo, ya Aristóteles había observado que el arte es capaz de transfigurar la realidad y permitir que el espectador disfrute de la imagen de un cadáver, cuya vista, en la realidad, le resultaría repulsiva.
Lo que disfrutamos pues, es de una imagen. Disfrutamos del prodigio de la pintura que produce una ilusión de tridimensionalidad -amén de la transfiguración de un modelo-. Una parte del disfrute que la pintura (naturalista o abstracta) produce es, precisamente esa ilusión. Ya Pacheco había observado que el encanto o la fascinación del cuadro las Meninas de Velázquez, procedía del contraste entre la visión cercana -al alcance de la mano- que no permitía distinguir más que manchas en apariencia inconexas, y la visión lejana que daba pie a un prodigio: las manchas se convertían en un retrato de una persona o un animal, que parecían más vivos, tenían más presencia que los propios retratados.
Un retrato no se puede tocar. Solo se puede contemplar. Si se toca, solo se roza una tela y unos pigmentos. Un retrato, por otra parte, no son solo líneas -que en Leonardo no existen- ni volúmenes -que, en la pintura, solo existen en la imaginación del espectador-; el color y la luz definen también la imagen.
Lo que les ciegos descubren -ni pueden descubrir- no es un retrato: no es lo que pintó Leonardo. Porque el atractivo de la Mona Lisa nace del hecho que no se puede tocar. No hay nada, no e descubre nada más que la rugosidad de la tela o la dureza de la tabla. La Mona Lisa existe porque es impalpable. Flota sobre la tela, entre la tela y nosotros; es, en verdad, una creación conjunta del artista y del espectador que contempla. Porque solo existe para ser apreciada de lejos.
En cuanto la mano se apoya sobre la tela, el encantamiento, como ya había observado Platón, se disuelve, y solo quedan unos pobres materiales que pretenden hacernos creer en algo que no existe pero que, paradójicamente, tiene más viveza que los seres vivos, y cuya vida no está al alcance de la mano.