Una obra de arte no es un meteorito.
No proviene de ninguna parte y no se interpreta fuera de todo contexto. Una obra de arte única, sin referentes ni referencias, sin conexiones discernibles, tras un detallado estudio, no es de recibo: no puede ser considerada, no apreciada como una obra de arte, a menos de nuevas investigaciones que den una respuesta acerca del qué, el cómo y el porqué de la creación. Las cuatro causas aristotélicas sobre lo que es una cosa siguen vigentes, siguen siendo modelos de aproximación a la creación humana.
Uno de las obras más fascinantes de la historia, una talla, un retrato sigue siendo una piedra en el zapato. Se trata de un rostro humano en piedra, de pequeño tamaño. Fue hallado casualmente en Makapansgat, en el desierto de África del Sur. Se ha podido hallar la cantera de donde procede el material.
La dificultad para evaluar la obra viene dada por la época y el lugar. No existe ninguna otra obra lejanamente parecida en quilómetros a la redonda, y hasta millones de años más tarde. La “obra” tiene tres millones cuatrocientos mil años de antigüedad.
No existen otras piedras alrededor suyo. Pero tampoco se documentan, ayer y hoy, cursos de agua ni huracanes que hubieran podido desplazar la obra de la cantera a centenares de quilómetros de distancia.
La obra fue sin duda transportada, casualmente o no.. Pero no existían humanos entonces, sino homínidos (australopitecos). Y los hominidos no tallaban aún piedras y menos cincelaban retratos. Faltarían un millón de años para las primeras tallas y tres millones trescientos mil años para los primeros retratos.
¿Qué ocurre pues?.
El guijarro fue desplazado durante centenares de quilómetros y meses o años. Solo cabe una única razón imaginable. Un homínido se fijó en él. ¿Vería acaso un rostro? ¿Se vio reflejado? Desde luego, no talló ni manipuló la piedra. La cara es fruto de la erosión natural. O mejor dicho, la cara estaba en la mente de quien la descubrió -y en nosotros.
¿Puede ser considerada una obra de arte? Los humanos hemos convertido y convertimos elementos naturales, sin intervenir difícilmente en éstos, tales como conchas, guijarros, tierras utilizadas como pigmentos, en elementos mágicos, dotándolos de significado, y ligándolos a nuestra vida.
Este criterio ¿puede retrotraerse al tiempo de los australopitecos? No se ha encontrado ningún otro ejemplo. Quizá existan y no se han hallado aún. Pero desconocemos la mente de estos homínidos que no poseían un lenguaje articulado. ¿Cómo reaccionaban ante el mundo? No lo sabemos ni lo sabremos.
Ante estas dudas, y pese a la fascinación que ejerce el rostro fantasmagórico que percibimos -que proyectamos- en el guijarro de Makapansgat, éste, en ausencia de todo contexto, y de obras parecidas, no puede ser considerado como la primera obra de arte de la historia; una primera obra que seguramente nunca existió. Las primeras intervenciones humanas en la naturaleza fueron poco a poco conformando elementos naturales transformándolos en objetos. Nada de esto se produjo con el guijarro antes citado. No tuvo descendencia. El mundo no cambió tras su descubrimiento -si es que fue descubierto.
Una obra de arte no está aislada. Su sentido, su importancia, su razón de ser reside en las relaciones que mantiene con otras obras, en cómo parte de unas obras previas y cómo inspira la creación de nuevas obras.
Una obra, por otra parte, descubre un mundo; permite entenderlo mejor. Una obra media entre los humanos y entre estos, los seres imaginarios y los muertos convertidos en otros seres soñados; media entre los humanos, la naturaleza, los animales y los cuerpos siderales ; entre el mundo exterior y el mundo interior. Una obra de arte es un espejo. “En sí”, una obra no es nada más que un conjunto de materiales manipulados. Su necesidad viene dada por la manera como ha sido concebida, recibida, preservada y transmitida.
Si no poseemos dato alguno sobre el entorno, sobre el imaginario, sobre el mundo en el que la obra se inscribe, el mundo que la obra desvela, no podemos juzgar una obra. Nada nos puede decir.
El amalgama de obras de culturas no occidentales, de ayer y de hoy, que no guardan ninguna relación, sobre las que nada se cuenta, obras desvalidas, desarraigadas, como caídas del cielo, que se exponen en la bienal de arte de venecia de 2024, no tiene sentido.
Nada pueden aportar, pues carecemos de las claves con las que apreciarlas y visualizarlas, más allá de percibirlas como objetos decorativos con mayor o menor fortuna.
La bienal se compone, finalmente, como un salón de los rechazados decimonónico parisino, con unas obras cuya única relación entre ellas reside en el desconocimiento que tenemos de ellas, un desconocimiento que la exposición se cuida en mantener . Las obras nos “hablan” si conocemos su lenguaje. Sino, son mudas como el guijarro de Makapansgat.
https://www.labiennale.org/it/arte/2024