domingo, 31 de marzo de 2019

El imaginario del agua en Mesopotamia




(Agradecimientos al arquitecto Marc Marín, de la Universidad de Filadelfia, por el envío de esta reciente filmación en el yacimiento de Lagash, en el sur de Iraq)


El hallazgo de un papiro, a mediados de los años cincuenta del siglo pasado, de un comentario a un olvidado texto mitológico griego del poeta Alcman (s. VII aC) que contenía una cosmología que se apartaba de la canónica visión de la creación del mundo de Hesíodo-aunque se barruntaba en alusiones en la Ilíada- , confirmó las crecientes pruebas de las relaciones entre Grecia y los reinos e imperios orientales. Este mito concedía el protagonismo en la creación del cosmos al dios de las aguas dulces, Okeanos, una divinidad que, por el contrario, jugaba un papel menor en la cosmogonía hesiodea.
Siempre se ha pensado que la concepción del mundo de Tales de Mileto, según el cual el elemento fundamental y fundacional –el arjé o principio- del cosmos era el agua estaba inspirada en el mito babilónico de la creación que situaba el origen del mundo en la interacción entre dos monstruos, Apsû y Tiamat (éste convertido en Grecia en la personificación del mar: thalassa) acuáticos, dueños de las aguas dulces y saladas, respectivamente –y moradores de éstas-, cuya mezcla desencadenaba reacciones tales que daban pie al surgimiento de las primeras divinidades, ascendidas de las aguas. El descubrimiento del mito griego antes citado acentuaba no solo la dependencia de la visión de los orígenes del mundo en Grecia de la de Mesopotamia, sino que concedía una gran importancia, hasta entonces secundaria, al papel de las aguas en la formación del universo.
Sabemos que, según el Génesis, la creación del mundo aconteció, de pronto, un buen día, cuando el tiempo ya discurría. Érase una vez un gran depósito de aguas quietas. No existía nada más. El mundo se originó en siete días tras el vuelo del soplo de Dios sobre la superficie de las aguas. Éstas, revueltas, animadas por el hálito divino, expulsaron a los entes y seres que se formaron en su seno a lo largo de una semana.  El mito bíblico es propio de Oriente, y revela la influencia de mitos cosmogónicos compuestos tierra adentro, en la tierra entre los dos ríos, Tigris y Eúfrates: Mesopotamia.

sábado, 30 de marzo de 2019

La impericia

Los lectores de una cierta edad quizá recuerden haber recibido -o haber ofrecido-, en los años ochenta, el regalo de una muñeca Chochona. Se trataba de muñecas "personalizadas". Cada una era distinta. Estaban hechas a máquina, eran productos en serie, que imitaban las muñecas hechas a mano. La máquina que las producía estaba programada por saltar un punto, en un momento distinto en cada caso, de manera que las muñecas fueran imperfectas y que la imperfección se produjera en sitios distintos en cada caso. La imperfección -la imprevisibilidad- caracterizan la obra humana, hecha "a mano". La perfección es, por el contrario, maquinal: no denota pensamiento o reflexión alguno.

El falsificador Elmyr de Hory comentaba que los cuadros de Matisse eran los más difíciles de imitar porque Matisse dudaba. No realizaba sus nítidos contornos de un solo y continuo trazo, sino que los interrumpía, los reemprendía cambiando levemente la orientación, la velocidad, la fuerza, acelerando y frenando, como si continuamente no supiera bien cómo ni qué dibujar. De Hory añadía que para un dibujante como él, para quien los trazos miméticos no constituían dificultad alguna, tuvo que olvidar cómo dibujar para tratar de apoderarse de las dudas , avances y retrocesos de Matisse. De Hory dudaba demasiado bien para falsear una obra de Matisse. 
La autentificación de cuadros -necesaria si valoramos la autoría, amenazada por los falsificadores- exige estudios de laboratorio. Lo que se suele buscar son los primeros trazos, el primer dibujo o boceto, a carboncillo, trazado sobre la tela o la tabla, y posteriormente corregido y cubierto por las capas de óleos y barnices -aunque no todos los artistas necesitaban este primer contacto con la tela y la composición, de ahí la dificultad a la hora de autentificar óleos de Caravaggio, pintados directamente, sin bocetos previos. Estos trémulos trazos abocetados, en los que se percibe cómo un artista aborda una obra, fija las principales líneas de la composición, acentúa, corrige, borra, repite, no siempre siguiendo un previo apunte sobre papel, son los que denotan la "mano" y, por tanto, la "visión" de un artista y la manera de plasmarla.
Un artista se caracteriza más por sus dudas, sus "errores", sus luchas con el tema y la materia, que por sus logros. La impericia, los rodeos, las vueltas alrededor de una composición que se le resiste, las dificultades que le plantea -y que pueden llevar al abandono- dan la "medida" de la capacidad "visionaria" o "creativa" de un artista. Sus temores son más significativos que su confianza. La confianza solo lleva al fracaso. En terreno llano, uno se abandona fácilmente.

Hoy en día se plantea la inquietante pregunta de la capacidad de las máquinas por producir obras dignas del mejor artista; máquinas programadas, capaces incluso de "aprender", dotadas de una "personalidad". Pero las máquinas están "pensadas" y fabricadas para producir, para realizar determinadas tareas, pronta y eficazmente, mejor y más rápido que los humanos. Que las máquinas trabajen y "piensen" -¿sientan?- como los humanos implica que las máquinas deberían ser también insensibles, lentas, y capaces de reconocer y aceptar sus derrotas, deberían detenerse, dejar de producir o "funcionar", sin que dicho "detenimiento" estuviera previsto. Deberían ser imperfectas, o producir obras imperfectas, indignas de una máquina.
Una máquina que dude, que retroceda: ¿para qué? Ya estamos los humanos, con miedos, cegueras y esperanzas. La rectificación, la superación y el abandono, sin causa alguna, la asunción de la imposibilidad de crear, o de llegar a la altura de otra obra, otro creador -y la desazón, la envidia subsiguiente, la rabia también- no son "reproducibles". Quizá las máquinas piensen, pero nuncan podrán pensar en dejar de pensar, en retirarse, aceptando la derrota.

LILI BOULANGER (1893-1914): D´UN VIEUX JARDIN / D´UN JARDIN CLAIR (DE UN ANTIGUO JARDÍN / DE UN JARDÍN ILUMINADO, 1918, 1914)



No se abre ningún apartado sobre piano y tuberculosis,
pero Boulanger, una de las mejores compositoras francesas del siglo XX, murió, al igual que Dupont, de tuberculosis, aunque mucho más joven, con veinticinco años de edad. Hoy, también olvidada.

GABRIEL DUPONT (1878-1914): LA MAISON DES DUNES (LA CASA DE LAS DUNAS, 1910)



Olvidado compositor moderno francés -hoy reivindicado-, muerto muy joven de tuberculosis, que compuso casi toda su obra desde el hospital, carente de tristeza o amargura, acaso con algo de rabia fugaz, o de deseo de ir hacia donde sabía que nunca llegaría

AGNÈS VARDA (1928-2019): L´OPÉRA-MOUFFE (1958)

Agnès Varda - A Ópera Mouffe [legendado] from Revista Usina on Vimeo.

Una extraordinario muestra de las relaciones entre cine y ciudad.
A contemplar casi de rodillas, maldiciendo el tiempo que siega (vidas como las de Varda), asumiendo que sin el tiempo, el cine no existiría....

jueves, 28 de marzo de 2019

La diosa de la destrucción de la ciudad (Enio)

Todas las ciudades de la antigüedad estaban bajo la protección de la divinidad "políada", es decir estrechamente asociada a aquélla. Esta divinidad podía incluso haber fundado la urbe; y desde luego, a menudo conjuntamente con otros dioses, velaba, desde su santuario, por la salvaguarda de la comunidad, siempre que ésta cumpliera con los rituales establecidos.
La cultura (o la "teología") helenística concibió un tipo distinto de divinidad: una diosa -se trataba siempre de una figura femenina- que personificaba a la ciudad. No llevaba el nombre de la urbe -se llamaba, por el contrario, Tiqué -que significa Buena Suerte, en griego- o Fortuna-, pero la Fortuna de cada ciudad, representada por una figura femenina coronada, portadora de un cuerno de la abundancia, cuya corona era distinta en cada caso, ya que simbolizaba, de manera detallista y precisa, la muralla de la urbe. Se trataba, por tanto, de una divinidad que era, a la vez, la misma y diversa, una y con tantas manifestaciones como ciudades existían.

Todas la culturas antiguas sacrificaban a unas divinidades temibles: los dioses y las diosas de la guerra. Solían ser divinidades principales, caracterizadas por su presencia o su aspecto terrorífico. Divinidades implacables, sedientas de sangre, cuyo paso por la tierra dejaba un reguero de víctimas, hubieran o no suplicado clemencia. En algunos casos, estas divinidades eran también diosas del deseo, en una clara alegoría de la ceguera que la pasión desata llevando a sus víctimas, manejadas como marionetas, a la perdición. Tal era, por ejemplo, la diosa Inana o Ishtar en Mesopotamia, representada a veces como una hermosa y seductora mujer apoyada sobre garras afiladas de ave de presa.

Grecia poseía una diosa única, que combinaba los rasgos de los dos tipos de deidades anteriormente descritas. En efecto, Enio (o Enyo) era una diosa, hija o esposa de Ares, el dios de la guerra. Formaba parte del séquito de divinidades aterradoras, como Deinos y Fobos (el Terror y el Temblor), que acompañaban al violento Ares. Se confundía a veces con Eris, la diosa de la violencia. Diosa con las manos manchas de sangre, se caracterizaba por su peculiar, casi exclusiva función: Enio era la diosa destructora (saqueadora, en palabras de Homero) de ciudades. Se presentaba como un súbito y devastador torbellino que arrasaba desde el corazón de las comunidades. Según algunos autores antiguos, Enio era hija de Forcis, un viejo hombre del mar, y de un monstruo marino, Ceto, imponente como un cetáceo, padres también de las terribles Gorgonas, cuya mirada petrificaba, y de las Sirenas, cuyo canto engañoso y seductor llevaba a los marineros encantados al naufragio contra los arrecifes. Troya cayó cuando Enio entró en la ciudad, y la toma de Tebas en manos de sus siete enemigos aconteció cuando la diosa se puso a la cabeza del ejército atacante. Troya no volvió a la vida, y Tebas casi desapareció.
Parece lógico que una cultura como la Grecia que tenía en tanta estima a Apolo, dios fundador -dios destructivo, también- tuviera clara conciencia de la fragilidad de las construcciones humanas, siempre a la merced del soplo devastador -Enio echaba fuego por la boca- de una diosa de la que había que protegerse accediendo a todas sus demandas.

martes, 26 de marzo de 2019

Ante el espejo

"El mundo es un espejo que devuelve a cada uno sus propios rasgos; si arqueáis las cejas mirándolo, os echa una golpe de vista refunfuñado. Reid, por el contrario, con él, y se mostrará como un buen amigo."
(W. M. Thackeray: La Feria de las vanidades. Una novela sin héroes, 1845-1848)

domingo, 24 de marzo de 2019

MARCEL DETIENNE (1935-2019)

Junto con  Jean-Pierre Vernant, ya fallecido, y sus trabajos sobre el imaginario espacial y urbano, y la relación entre la planificación y las estructuras sociales) en la Grecia antigua, y con Françoise Frontisi-Ducroux y su estudio sobre la figura del artesano y constructor mítico griego, Dédalo, autos de estatuas engañosas y de edificios-trampa como el laberinto, Marcel Detienne ha sido el antropólogo cultural que más ha contribuido al estudio del imaginario arquitectónico y urbano,  desvelando las luces y sombras de nuestra manera de entender el hábitat.
Detienne fue el primer estudioso que puso el acento en una faceta olvidada del dios Apolo: además del dios del canto, la justicia y la mesura -lo que Detienne cuestionaba- y de su tardía equiparación con el dios solar Helios, convirtiéndose así en el dios que echaba luz sobre las sombras de los asuntos humanos, Detienne mostró que Apolo era ante todo un dios violento, más violento que el resto de los dioses olímpicos (y, en general que todos los dioses). Caracterizado no solo por el arco y las flechas de los que nunca se desprendía -hasta, en el colmo de la audacia o la irresponsabilidad, llegar armado en la asamblea de los dioses donde, precisamente, las diferencias se solventaban-, sino también por un afilado cuchillo, Apolo fue el dios que ordenó el espacio, marcó para siempre, a cuchilladas, abriendo profundas heridas o profundos surcos en la tierra, las directrices espaciales, determinó un centro (Delfos) a partir del cual estructurar el mundo, y fue el primero en dotar de cimientos a los edificios (su primera obra, tras un altar en honor de su padre, el dios Zeus, fue el primer templo que dedicó a sí mismo, aunque acogió a Dionisos, en Delfos), mostrando a los primeros arquitectos (aún míticos) como asentar profundamente un edificio. Un dios salvaje ordenando el mundo: la habilitación del espacio conllevaba heridas: la partición, la segregación de terrenos, el levantamiento de muros que sellaban diferencias, la penetración en la tierra de fundamentos que maltrataban a la diosa-madre tierra (a quien Delfos también estaba dedicado), una parte de cuyos bienes perdía en favor de los primeros poseedores de la tierra. Los sentamientos tenían lugar no sin violencia.

Detienne fue también quien echó luz sobre sombras en sombra del imaginario urbano griego. Frente a la imagen de la ciudad democrática, de la parcelación equitativa y de gobiernos que velaban por el bien común -una imagen que la existencia de esclavos, y las guerras constantes entre ciudades, ya habían empañado- Detienne puso de relieve dos nociones, bien articuladas, que definen lo que era la ciudad griega: las nociones de impureza (de miasma) y de autoctonía. Ambas conllevaban a la exclusión de la comunidad. La impureza, causada por la presencia de un "agente" nocivo, exigía su detención y destierro para siempre. Se sostenía que los males de la ciudad -hambres, epidemias, problemas sociales- siempre estaban causados por un mal ciudadano: una figura que cargaba con todas las culpas, hallado por su "mal" comportamiento, su figura y su comportamiento desviados, su rechazo de las normas impuestas de convivencia. En la ciudad solo cabían los puros, los "bien" nacidos, es decir, aquellos que podían justificar que su linaje estaba en el origen de la ciudad: no eran extranjeros, metecos, recién llegados, sino que sus antepasados fueron los padres fundadores de la ciudad.
La noción de impureza llevaba a la de autoctonía. Ésta determinaba que los habitantes de la ciudad (Atenas, en particular) que podían gozar de plenos derechos, de voz y voto, eran quienes habían "nacido" de la tierra -tal es el significado de autóctono-. No venían "de fuera". Tenían raíces que se remontaban a los orígenes del mundo. La tierra -y los derechos- les pertenecían, porque eran los hijos o los frutos de la tierra. Existían incluso antes que los dioses. Un derecho "divino" les autorizaba a poseer la "tierra prometida" -la tierra que las diosas del destino, que manejaban incluso a los dioses olímpicos, les habían destinado, haciéndoles nacer de las entrañas de la tierra. ¿Cómo aceptar a quienes no eran ni pensaban como ellos? La ciudad, lejos de ser un lugar de encuentro, de convivencia, se constituía como un coto cerrado, marcado por las fronteras que se alzaban entre "ellos" -los otros- y "nosotros".
Detienne mostró como esta ideología no había infectado solo a la Grecia antigua.
Hoy, ya no verá y mostrará -por desgracias para nosotros- los estragos que aún causa. Falleció hace dos días.   



viernes, 22 de marzo de 2019

Lazos de sangre

La democracia ateniense era imperfecta. El buen gobierno de la ciudad-estado se sustentaba en el trabajo de esclavos y la exclusión del espacio y las decisiones públicos de una parte, quizá la más numerosa- de los habitantes: mujeres, esclavos y foráneos. Pese a poseer un sistema democrático (de demos: pueblo) -que no todo el mundo apreciaba: Platón lo criticaba por los riesgos del populismo o de la satisfacción concedida a los deseos del pueblo, suscitados por el propio gobierno-, Atenas tuvo visos imperiales. Sometió y maltrató a estados más pequeños y débiles e hizo pagar caro su protección. Finalmente, cayó en su lucha con Esparta en su intento de someter a toda Grecia.

El gobierno comprendía varias asambleas legislativas y ejecutivas amén de judiciales. El número de participantes era muy elevado, en algunos casos -aunque existían cámaras más manejables, compuestas por representantes de representantes. Los cargos eran electos, salvo en tiempos de crisis. La duración del cargo era breve. En algunos casos, un día. Todas las decisiones se votaban. Y se prohibía el nepotismo, considerado un sistema imperial oriental.

Pero lo cierto es que el nepotismo no imperaba en las monarquías y los imperios mesopotámicos, como tampoco lo hizo en el imperio romano, al menos en los inicios y en ciertos periodos. Los reyes o emperadores eran nombrados, no entre los descendientes directos de los monarcas precedentes, sino entre los candidatos más aptos, cercanos al círculo imperial, pero no necesariamente miembros de la familia gobernante, cuyos hijos podían ser apartados del poder. La sucesión paterno-filial en las monarquías occidentales no se impondría hasta la época moderna.
Hoy, en algunas comunidades, hemos vuelto a tiempos anteriores a Atenas: hijos, esposas, y miembros cercanos, sin ninguna preparación ni experiencia políticas, que conforman una gran familia calabresa, son nombrados candidatos, sucesores a dedo. Ah, los lazos de sangre. El tiempo es cíclico pese a las tentativas por imponer una visión lineal y no fatalista de aquél.

VIRGINIA WOOLF (1882-1941): LA MUJER DEL ESPEJO: UN REFLEJO (1929)


"La gente no debiera dejar espejos colgados en sus habitaciones, tal como no debe dejar talonarios de cheques o cartas abiertas confesando un horrendo crimen. En aquella tarde de verano, una no podía dejar de mirar el alargado espejo que colgaba allí, afuera, en el vestíbulo. Las circunstancias así lo habían dispuesto. Desde las profundidades del diván en la sala de estar, se podía ver, en el reflejo del espejo italiano, no sólo la mesa con cubierta de mármol situada enfrente, sino también una parte del jardín, más allá. Se podía ver un sendero con alta hierba que se alejaba por entre parterres de altas flores, hasta que, en un recodo, el marco dorado lo cortaba.
 La casa estaba vacía, y una se sentía, ya que era la única persona que se encontraba en la sala de estar, igual que uno de esos naturalistas que, cubiertos con hierbas y hojas, yacen observando a los más tímidos animales —tejones, nutrias, martín pescadores—, los cuales se mueven libremente, cual si no fueran observados. Aquel atardecer, la habitación estaba atestada de esos tímidos seres, de luz y sombras, con cortinas agitadas por el viento, pétalos cayendo —cosas que nunca ocurren, o eso parece, cuando alguien está mirando. La silenciosa y vieja estancia campestre, con sus alfombras y su hogar de piedra, con sus hundidas estanterías para libros, y sus cómodas laqueadas en rojo y oro, estaba llena de esos seres nocturnos. Se acercaban contoneándose, y cruzaban así el suelo, pisando delicadamente con los pies elevándose muy alto, y las colas extendidas en abanico, y picoteando significativamente, cual si hubieran sido cigüeñas o bandadas de pavos reales con la cola cubierta de velo de plata. Y también había sombríos matices y oscurecimientos, como si una sepia hubiera teñido bruscamente el aire con morado. Y el cuarto tenía sus pasiones, sus furias, sus envidias y sus penas cubriéndolo, nublándolo, igual que un humano. Nada seguía invariable siquiera durante dos segundos.
 Pero, fuera, el espejo reflejaba la mesa del vestíbulo, los girasoles y el sendero del jardín, con tal precisión y fijeza que parecían allí contenidos, sin posibilidad de escapar, en su realidad. Constituía un extraño contraste; aquí todo cambiante, allá todo fijo. No se podía evitar que la vista saltara, para mirar lo uno y lo otro. Entre tanto, debido a que por el calor todas las ventanas y puertas estaban abiertas, se daba un perpetuo suspiro y cese del sonido, como la voz de lo transitorio y perecedero, parecía, yendo y viniendo como el aliento humano, en tanto que, en el espejo, las cosas habían dejado de alentar y se estaban quietas, en trance de inmortalidad.
 Hacía media hora que la dueña de la casa, Isabella Tyson, se había alejado por el sendero, con su fino vestido de verano, un cesto al brazo, y había desaparecido, cortada por el marco dorado del espejo. Cabía presumir que había ido al jardín bajo, para coger flores; o, lo que parecía más natural suponer, a coger algo leve, fantástico, con hojas, con lánguidos arrastres, como clemátides o uno de esos elegantes haces de convólvulos que se retuercen sobre sí mismos contra feos muros, y ofrecen aquí y allá el estallido de sus flores blancas y violetas. Parecía más propio de Isabella el fantástico y trémulo convólvulo que el erecto áster o la almidonada zinnia, o incluso sus propias rosas ardientes, encendidas como lámparas en lo alto de sus tallos. Esta comparación indicaba cuan poco, a pesar de los años transcurridos, una sabía de Isabella; por cuanto es imposible que una mujer de carne y hueso, sea quien sea, de unos cincuenta y cinco o sesenta años, sea, realmente, un ramo o un zarcillo. Estas comparaciones son peor que estériles y superficiales, son incluso crueles, por cuanto se interponen como el mismísimo convólvulo, temblorosas, entre los ojos y la verdad. Debe haber verdad; debe haber un muro. Sin embargo, no dejaba de ser raro que, después de haberla conocido durante tantos años, una no pudiera decir la verdad acerca de lo que Isabella era; una todavía componía frases como ésas, referentes a convólvulos y ásteres. En cuanto a los hechos, no cabía dudar de que era solterona, rica, que había comprado esta casa y que había adquirido con sus propias manos —a menudo en los más oscuros rincones del mundo y con grandes riesgos de venenosas picadas y orientales enfermedades— las alfombras, las sillas y los armarios que ahora vivían su nocturna vida ante los ojos de una. A veces parecía que estos objetos supieran acerca de ella más de lo que nosotros, que nos sentábamos en ellos, escribíamos en ellos y caminábamos, tan cuidadosamente, sobre ellos, teníamos derecho a saber. En cada uno de aquellos muebles había gran número de cajoncitos, y cada cajoncito, con casi total certeza, guardaba cartas, atadas con cintas en arqueados lazos, cubiertas con tallos de espliego y pétalos de rosa. Sí, ya que otra verdad —si es que una quería verdades— consistía en que Isabella había conocido a mucha gente, tenía muchos amigos; por lo que, si una tenía la audacia de abrir un cajón y leer sus cartas, hallaría los rastros de muchas agitaciones, de citas a las que acudir, de reproches por no haber acudido, largas cartas de intimidad y afecto, violentas cartas de celos y acusaciones, terribles palabras de separación para siempre —ya que todas esas visitas y compromisos a nada habían conducido—, es decir, Isabella no había contraído matrimonio, y sin embargo, a juzgar por la indiferencia de máscara de su cara, había vivido veinte veces más pasiones y experiencias que aquellos cuyos amores son pregonados para que todos sepan de ellos. Bajo la tensión de pensar en Isabella, aquella estancia se hizo más sombría y simbólica; los rincones parecían más oscuros, las patas de las sillas y de las mesas, más delicadas y jeroglíficas.
 De repente, estos reflejos terminaron violentamente, aunque sin producir sonido alguno. Una gran sombra negra se cernió sobre el espejo, lo borró todo, sembró la mesa con un montón de rectángulos de mármol veteados de rosa y gris, y se fue. Pero el cuadro quedó totalmente alterado. De momento quedó irreconocible, ilógico y totalmente desenfocado. Una no podía poner en relación aquellos rectángulos con propósito humano alguno. Y luego, poco a poco, cierto proceso lógico comenzó a afectar a aquellos rectángulos, comenzó a poner en ellos orden y sentido, y a situarlos en el marco de los normales aconteceres. Una se dio cuenta, por fin, de que se trataba meramente de cartas. El criado había traído el correo.
 Reposaban en la mesa de mármol, todas ellas goteando, al principio, luz y color, crudos, no absorbidos. Y después fue extraño ver cómo quedaban incorporadas, dispuestas y armonizadas, cómo llegaban a formar parte del cuadro, y recibían el silencio y la inmortalidad que el espejo confería. Allí reposaban revestidas de una nueva realidad y un nuevo significado, y dotadas también de más peso, de modo que parecía se necesitara un escoplo para separarlas de la mesa. Y, tanto si se trataba de verdad como de fantasía, no parecía que fueran un puñado de cartas, sino que se hubieran transformado en tablas con la verdad eterna incisa en ellas; si una pudiera leerlas, una sabría todo lo que se podía saber acerca de Isabella, sí, y también acerca de la vida. Las páginas contenidas en aquellos sobres marmóreos forzosamente tenían que llevar profuso y profundamente hendido significado. Isabella entraría, las cogería, una a una, muy despacio, las abriría, y las leería cuidadosamente, una a una, y después, con un profundo suspiro de comprensión, como si hubiera visto el último fondo de todo, rasgaría los sobres en menudas porciones, ataría el montoncito de cartas, y las encerraría bajo llave en un cajón, decidida a ocultar lo que no deseaba se supiera.
 Este pensamiento cumplió la función de estímulo. Isabella no quería que se supiera, pero no podía seguir saliéndose con la suya. Era absurdo, era monstruoso. Si tanto ocultaba y si tanto sabía, una tenía que abrir a Isabella con el instrumento que más al alcance de la mano tenía: la imaginación. Una debía fijar la atención en ella, inmediatamente, ahora. Una tenía que dejar clavada allí a Isabella. Una debía negarse a que le dieran más largas mediante palabras y hechos propios de un momento determinado, mediante cenas y visitas y corteses conversaciones. Una tenía que ponerse en los zapatos de Isabella. Interpretando esta última frase literalmente, era fácil ver la clase de zapatos que Isabella llevaba, allá, en el jardín de abajo, en los presentes instantes. Eran muy estrechos y largos y muy a la moda, del más suave y flexible cuero. Al igual que cuanto llevaba, eran exquisitos. Y ahora estaría en pie junto al alto seto, en la parte baja del jardín, alzadas las tijeras, que llevaba atadas a la cintura, para cortar una flor muerta, una rama excesivamente crecida. El sol le daría en la cara, incidiría en sus ojos; pero no, en el momento crítico una nube cubriría el sol, dejando dubitativa la expresión de sus ojos... Qué era ¿burlona o tierna, brillante o mate? Una sólo podía ver el indeterminado contorno de su cara un tanto marchita, bella, mirando hacia el cielo. Pensaba, quizá, que debía comprar una nueva red para las fresas, que debía mandar flores a la viuda de Johnson, que había ya llegado el momento de ir en automóvil a visitar a los Hippesley en su nueva casa. Ciertamente, esas eran las cosas de que hablaba durante la cena. Pero una estaba cansada de las cosas de que hablaba en la cena. Era su profundo estado de ser lo que una quería aprehender y verter en palabras, aquel estado que es a la mente lo que la respiración es al cuerpo, lo que se llama felicidad o desdicha. Al mencionar estas palabras quedó patente, sin duda, que forzosamente Isabella tenía que ser feliz. Era rica, era distinguida, tenía muchos amigos, viajaba —compraba alfombras en Turquía y cerámica azul en Persia. Avenidas de placer se abrían hacia allí y allá, desde el lugar en que ahora se encontraba, con las tijeras alzadas para cortar temblorosas ramas, mientras las nubes con calidad de encaje velaban su cara.
 Y aquí, con un rápido movimiento de las tijeras, cortó un haz de clemátides que cayó al suelo. En el momento de la caída, se hizo, sin la menor duda, más luz, y una pudo penetrar un poco más en su ser. Su mente rebosaba ternura y remordimiento... Cortar una rama en exceso crecida la entristecía debido a que otrora vivió y amó la vida. Sí, y al mismo tiempo la caída de la rama le revelaba que también ella debía morir, y la trivialidad y carácter perecedero de las cosas. Y una vez más, asumiendo este pensamiento, con su automático sentido común, pensó que la vida le había tratado bien; incluso teniendo en cuenta que también tendría que caer, sería para yacer en la tierra e incorporarse suavemente a las raíces de las violetas. Y así estaba, en pie, pensando. Sin dar precisión a pensamiento alguno —por cuanto era una de esas reticentes personas cuya mente retiene el pensamiento envuelto en nubes de silencio—, rebosaba pensamientos. Su mente era como su cuarto, en donde las luces avanzaban y retrocedían, avanzaban haciendo piruetas y contoneándose y pisando delicadamente, abrían en abanico la cola, a picotazos se abrían camino; y, entonces, todo su ser quedaba impregnado, lo mismo que el cuarto, de una nube de cierto profundo conocimiento, de un arrepentimiento no dicho, y entonces quedaba toda ella repleta de cajoncitos cerrados bajo llave, llenos de cartas, igual que sus canteranos. Hablar de «abrirla», como si fuera una ostra, de utilizar en ella la más hermosa, sutil y flexible herramienta entre cuantas existen, era un delito contra la piedad y un absurdo. Una tenía que imaginar —y allí estaba ella, en el espejo. Una tuvo un sobresalto.
 Al principio, estaba tan lejos que una no podía verla con claridad. Venía despacio, deteniéndose de vez en cuando, enderezando una rosa aquí, alzando un clavel allá para olerlo, pero no dejaba de avanzar. Y, constantemente, se hacía más grande y más grande en el espejo, y más y más completa era la persona en cuya mente una había intentado penetrar. Una la iba comprobando poco a poco, incorporaba las cualidades descubiertas a aquel cuerpo visible. Allí estaba su vestido verde gris, y los alargados zapatos, y el cesto, y algo que relucía en su garganta. Se acercaba tan gradualmente que no parecía perturbar las formas reflejadas en el espejo, sino que se limitara a aportar un nuevo elemento que se movía despacio, y que alteraba los restantes objetos como si les pidiera cortésmente que le hicieran sitio. Y las cartas y la mesa y los girasoles que habían estado esperando en el espejo se separaron y se abrieron para recibirla entre ellos. Por fin llegó, allí estaba, en el vestíbulo. Se quedó junto a la mesa. Se quedó totalmente quieta. Inmediatamente el espejo comenzó a derramar sobre ella una luz que parecía gozar de la virtud de fijarla, que parecía como un ácido que corroía cuanto no era esencia, cuanto era superficial, y sólo dejaba la verdad. Era un espectáculo fascinante. Todo se desprendió de ella —las nubes, el vestido, el cesto y el diamante—, todo lo que una había llamado enredaderas y convólvulos. Allí abajo estaba el duro muro. Aquí estaba la mujer en sí misma. Se encontraba en pie y desnuda bajo la luz despiadada. Y nada había. Isabella era totalmente vacía. No tenía pensamientos. No tenía amigos. Nadie le importaba. En cuanto a las cartas, no eran más que facturas. Mírala, ahí, en pie, vieja y angulosa, con abultadas venas y con arrugas, con su nariz de alto puente y su cuello rugoso, ni siquiera se toma la molestia de abrirlas.
 La gente no debiera dejar espejos colgados en sus estancias."



Maravilloso cuento, aún mejor concluido.
Para VG, lectora de Woolf, y para TS que cree en la felicidad

jueves, 21 de marzo de 2019

Arte y realidad (o el curioso caso de la estatua de Carlos V)





Desde que Picasso y Braque introdujeron objetos reales, junto a imágenes pintada, en un cuadro -en vez de representarlos- a principios del siglo, y desde que los dadaístas no se molestaron en reproducir objetos sino en declararlos directamente esculturas, la diferencia esencial entre modelo e imagen, y la existencia de un doble mundo, el mundo real y el de la imaginación, ficción o ilusión (o el mundo ideal), se ha difuminado. La barrera aún existe -y existirá siempre- pero ya no podemos saber, a simple vista, ni siquiera tras cierta reflexión, si un objeto pertenece al mundo profano o al mundo del arte, i es real o es una imitación.
Este problema -o esta cuestión- no se plantea solo en el arte moderno y contemporáneo occidental. Se ha dado también en otras épocas.
Es conocido el curioso caso -no único, aunque escasean ejemplos parecidos- de la estatua de Carlos V, del escultor manierista italiano Pompeo Leoni. La escultura, de bronce, a tamaño superior al natural, representa al emperador pisoteando a la personificación del Furor encadenado. El porte altivo y sereno, recto del monarca, sobre una alegoría de las bajas o tumultuosas pasiones. La contención frente a la desmesura.
El conjunto parece no presentar problemas "ontológicos". Cae dentro del arte mimético. Se trata de un retrato idealizado del monarca, quizá tomado del natural. Imitación detallista, pero que ennoblece a la figura. Es cierto que la obra conjuga un retrato de una figura real, existente, con una imagen de un ser inexistente, de un ser que no s un ser, sino la plasmación de un estado o movimiento anímico. La obra compone pues el porte externo del emperador, que expresa su contención anímica, con la figuración de una pasión violenta, que bien pudiera ser la suya si no se contuviera. Si así, fuera, la obra mostraría dos estados anímicos del monarca, o su figura externa y su estado de ánimo interno.
Se trataría, desde luego, de una obra mimética más compleja de lo que parece, pero el arte nos ha acostumbrado desde casi siempre, a contemplar seres existentes con figuras imaginarias (dioses, héroes, monstruos) en una misma composición, si bien es cierto que estas figuras que nos parecen imaginarias o inexistentes hoy, eran consideradas, en la antigüedad -y hoy en día, en el arte religioso- tan reales como los seres de carne y hueso. 
La complejidad, sin embargo, reside en otro aspecto de la obra. El monarca porta una coraza. El problema se plantea cuando inquirimos sobre ésta. ¿Es una imitación? Leoni pidió que se le autorizara a dotar a la estatua de una coraza: una "verdadera" coraza, que se pudiera poner y sacar. La estatua, por tanto, se compone de una figura desnuda revestida que se puede desvestir. Este hecho, en sí, no es singular. Las tallas barrocas están en ocasiones vestidas con ropajes o telas auténticos. Ya la estatua de culto de Atenea, en la antigüedad, portaba una túnica tejida y bordada por las jóvenes atenienses. La conjunción de una imagen y de un vestido idéntico al que portan los humanos, no es un hecho extraordinario.
Lo singular, sin embargo, en el caso de la estatua de Carlos V, es que la coraza fue ejecutada, cincelada por Leoni. Éste no reprodujo ningún objeto existente, sino que lo creó, con el mismo material con el que se forjan las corazas. ¿A qué mundo pertenece este objeto? ¿Al mundo de los seres y enseres, o al de las imágenes? La coraza elaborada por Leoni bien podría ser portada por cualquier ser humano. Carlos V hubiera podido llevarla. Lo curioso es que no existe diferencia alguna entre una coraza y una imitación de coraza. El procedimiento, el material, las medidas son las mismas en un caso y en otro. Pero en un caso, la coraza es un útil al servicio de un ser humano, y en otro, de la imagen de aquél. Por lo que no se acaba de saber si, como en el arte religioso, o en los cuadros cubistas, estamos  ante la conjunción de dos mundos en un mismo plano, o si la coraza deviene una imagen al arropar a la imagen del monarca, imagen que se vuelve realidad cuando la estatua es desvestida. ¿Cambia el estado o el estatuto de la pieza cuando abandona el mundo real para arropar una ficción? Una pregunta que quizá no tenga respuesta. En todo caso, un ente que cambia de naturaleza según dónde se ubique, es un ente prodigioso que no solo existe en la magia y la religión, sino también en el arte, un mundo que tiene la capacidad de alterar sustancialmente todo lo que cruza el espejo, siendo y no siendo.

miércoles, 20 de marzo de 2019

THEASTER GATES (1973): ARTE Y ARQUITECTURA












De formación urbanista (ceramista y estudioso de las religiones -que son prácticas que "religan" a los miembros de una comunidad en una proyecto esperanzador común), la obra más conocida del artista de Chicago Theaster Gates - los Dorchester Projects , a través de la Rebuid Foundation que ha creado- consistió en la adquisición, renovación o reconstrucción, mediante fondos obtenidos gracias a la venta de obras plásticas, compuestas a partir de materiales de derribo obtenidos de las casas en restauración -losetas de mármol, por ejemplo- de casas de madera, o de edificios que fueron importantes para la vida de un barrio, como cines, abandonados, en vecindades marginadas del sur de Chicago, para convertirlas en centros de arte, archivos y bibliotecas que ayuden a la revitalización del barrio. Su obra suele evocar cómo volver a tejer relaciones en comunidades devastadas.
Las acciones para la mejora de los barrios, llevadas a cabo de común acuerdo con los vecinos, tienen cierto aspecto ritual o "performativo" que dan "sentido" a los gestos y acciones efectivos, que logran modificar tanto la realidad cuanto la imagen que se tiene de ella, la realidad, el talante y la imaginación, logrando que, poco a poco, nuevos vecinos se sumen a los proyectos.


domingo, 17 de marzo de 2019

LA VERONAL: PASIONARIA (2018-2019)


LA VERONAL // P A S I O N A R I A from Crystal Lake on Vimeo.
LA VERONAL // PASIONARIA from Crystal Lake on Vimeo.

Hoy concluyen en Barcelona las representaciones de lo que es sin duda el mejor espectáculo de danza contemporánea desde la llegada del Nederlands Dan Theater y la irrupción de la bailarina francesa Sylvie Guillem, todo hace más de veinte o treinta años: Pasionaria, de La Veronal, con la danza (de pasos y gestos casi imposibles), la puesta en escena  (como un cuadro de Oskar Schlemmer en movimiento), la escenografía y la música excepcionales y la actuación deslumbrante de Sau Ching Won, seguramente una de las mejores bailarinas del mundo en este momento.
No se lo pierdan.

BERENICE ABBOTT (1898-1991): COCTEAU (O EL AMOR POR LOS MANIQUÍS)




La gran exposición dedicada a la fotógrafa norteamericana Béatrice Abbot, en la Fundación Mapfre de Barcelona, permite descubrir uno de los tres retratos que tomó del poeta, pintor y cineasta Jean Cocteau, en los años 30, en unas imágenes turbadoras que revelan la fascinación que las estatuas naturalistas y, en concreto, los maniquís -que atrajeron tanto a los artistas metafísicos como de Chirico-, suscita(ba)n, y la ambigüedad que se establece entre la imagen -quieta y muda- de un ser vivo -cuando duerme, además-, y la imagen de una imagen -con los ojos bien abiertos.

viernes, 15 de marzo de 2019

HARQUITECTES: CENTRO CÍVICO LEALTAD SANTSECA 1214 (2012-2018)






















Fotos: Tocho, 2019

Rehabilitación de una sede obrera de finales de los año 20 -un palacete vagamente neo-barroco-, en el barrio de Sants de Barcelona, y transformación en un centro cívico.
Trabajo quizá manierista -que pone al descubierto, de manera elegante pero insistente, las capas que lo componen, mostradas ostentosamente como heridas- pero hermoso y seguramente funcional, en el que los elementos estructurales añadidos, de hierro y madera, parecen andamios que sujetan lo que una vez fue, como si quisieran preservar o apuntalar un sueño desvanecido.
Esta obra obtuvo merecidamente el Premio Ciudad de Barcelona de Arquitectura de 2018

jueves, 14 de marzo de 2019

JOAN BORRELL (1990): HIMNO A NIKKAL (2019)



Nueva interpretación del Himno a Nikkal, hallado en Ugarit (Siria), la canción más antigua conocida (s. XIV aC), a cargo del arquitecto, músico y barítono Joan Borrell, en la librería Documenta de Barcelona, el 7 de marzo de 2019, con motivo de la presentación pública de la nueva colección de revistas académicas Barcino Monographica Orientalia, del Institut del Pròxim Orient Antic (IPOA) de la Universidad de Barcelona (UB).

Joan Borrell ya ha interpretado este tema, con o sin acompañamiento musical, en Caixaforum (Barcelona y Madrid), Fundación Joan Miró (Barcelona), Museo Guggenheim de Nueva York y el Institute for the Study of Ancient World, de Nueva York.

Otra interpretación suya, considerada entonces la mejor de las que se han grabado, formó parte de la exposición sobre música antigua Musiques! Échos de l´Antiquité, en el Museo del Louvre de Lens y en Caixaforum de Barcelona y Madrid en 2018.

miércoles, 13 de marzo de 2019

La libertad del arte

La concepción de creación humana como un medio educativo o mágico, para conformar mentes y transmitir ideas y creencias, para condicionar la vida o para incidir directamente en personas y comunidades, favoreciéndolas o dañándolas a través de efigies y encantamientos, llegó -temporalmente a su fin- gracias al filósofo Emanuel Kant, a mediados del siglo XVIII. Una concepción que se remontaba al neolítico, quizá, dejó de ser de recibo.
A partir de entonces, la obra de arte ya no fue un instrumento servil, dotado de una función claramente enunciada: un instrumento de poder a través de imágenes y de rituales.
Ya no se pudo saber porqué las obras existían, ni a qué respondían. Tenían sentido, sin duda; no eran el fruto de una decisión y una acción caprichosas; no eran entes decorativos o gratuitos. Respondían a una necesidad o una motivación, mas ésta ya no se sabía. Atendían a un fin que no estaba indicado, que no se sabía ni se podía saber. La obra de arte tenía entidad y entereza. Contenía un mensaje, traducido plásticamente, pero no se alzaba para comunicarlo. Su razón de ser iba más allá de la mera educación o el condicionamiento. La obra era, en parte, enigmática. Se intuía que podía ilustrarnos, aunque no se sabía sobre qué ni cómo. Por otra parte, nadie estaba obligado a atender a los mensajes y las formas de la obra de arte. Su escucha o lectura ya no era de obligado cumplimiento. La obra no nos ordena nada.
La relación entre la obra y el espectador es educada. Ambos se mantienen a distancia, sin ser distantes; dialogan, pero no imponen. El silencio se respeta. La obra no está obligada a revelarnos un mandato, que ya no debemos atender. El espectador cuida las formas, tiene buenas maneras. La obra no educa, sino que parte del presupuesto que obra y espectador son educados y se respetan. La obra invita a la contemplación. La vida activa se detiene, aunque solo sea por un momento.
En verdad, la obra abre un espacio de libertad. Obra y espectador entran en contacto, pero nadie se impone, ni impone su punto de vista. Se puede pasar de largo o prestar atención, siendo atento, atendiendo a lo que la obra tiene a bien expresar. No se espera nada de ella, ninguna revelación. Se admira su presencia, su porte, su entereza, sin que se deba cantarla o repudiarla. La libertad es siempre cuestión de dos. Ser libre implica respetar la libertad de los demás seres y entes. Dicho ejercicio se práctica sobre todo cuando se puede escuchar, si se quiere- sin tener que decir nada. La contemplación estética permite atender a nuestras impresiones, a reflexionar sobre lo que tenemos delante y sobre nosotros. La reflexión conlleva una pausa. El tiempo se detiene. Los condicionantes cesan. Solo entonces, abriéndonos a la obra, nos descubrimos, y nos conocemos. Antes de olvidarnos de este momento de introspección en que atendemos a la obra. Tan solo su presencia, la vida se vuelve, por un momento, más grata o más compleja. La obra es una vida que nos llena sin que tenga la misión de hacerlo. Se trata de un acto de generosidad, como generosos somos si no pasamos de largo -aunque nada nos obligue a detenernos.         

martes, 12 de marzo de 2019

CATHY CLARET (1963) CON RAIMUNDO AMADOR (1959): RAYO (2019)



Este videoclip fue rodado en el barrio de la Mina de Barcelona en diciembre de 2018. Más concretamente, la estatua de Nacho Falgueras, dedicada a Camarón de la Isla, centra la filmación del tema de la cantante de flamenco del sur de Francia, Cathy Claret, con la colaboración del músico y cantante gitano Raimundo Amador..
El presidente del Centro Cultural Gitana de la Mina, D. Rafael Perona, realiza un acto muy habitual en el video: una ofrenda floral a la estatua, que no es sino una versión más contenida de lo que suele acontecer alrededor de esta obra, objeto de una intensa devoción, cuando "fieles" venidos de todas partes del mundo, rezan, de rodillas, a la estatua o, como puede comprobar, dan vueltas alrededor suyo, en Harley Davidson, por ejemplo, mientras la música de Camarón suena a todo volumen, una estatua que se ha convertido en un referente de la comunidad -a menudo abandonada por los poderes públicos.

lunes, 11 de marzo de 2019

Catalonia in Venice, Biennale: To Lose Your Head (Idols)


Cartel del próximo pabellón de Cataluña en la Bienal de Arte de Venecia, que se inaugura el 8 de mayo, obra de los diseñadores gráficos Quim Pintó y Montse Fabregat (pfp disseny).
A partir del 9 de abril, Tocho informará con más detalle de la exposición.

domingo, 10 de marzo de 2019

LUCIANO DE SAMOSATA (120-180 ó 92): EL MENTIROSO


Leamos y recordemos cada día los escritos del mejor escritor de la antigüedad -junto con Sófocles y Platón- y, sin duda, de todos los tiempos, el escéptico, incrédulo, cínico, satírico romano (que escribía en griego) Luciano de Samosata, cuya obra El mentiroso, sobre la mentira y la credulidad, sobre el engaño político, deberíamos guardarla como una biblia: 


Tiquiades.- ¿Puedes decirme, Filocles, cuál es la causa que induce a muchos al deseo de mentir, hasta el punto que gozan contando falsedades y prestando especial atención a quienes narran cosas de este tipo?

        Filocles.- Muchas son las causas, oh Tiquiades, que, por razones de interés, inducen a algunas personas a mentir.

        Tiquiades.- "Eso nada tiene que ver con el asunto" -como dice el refrán-; yo no te pregunto por aquellos que mienten interesantemente, ya que esos individuos merecen cierta disculpa, y algunos, incluso, son dignos de elogio, como los que burlan al enemigo y aquellos que, para salvarse en un trance apurado, utilizan esta clase de medios. Así obró muchas veces Ulises "para proteger su vida y conseguir el retorno de sus compañeros". No, mi pregunta se refiere, excelente amigo, a aquellos que, sin necesidad alguna, aman la mentira por si misma y se complacen en emplearla sin que nada lo justifique. Es respecto a esos individuos, pues, que quisiera saber qué pretenden ganar con su conducta.

        Filocles.- ¿Has conocido a muchas personas que tienen como una afición innata por la mentiras?

        Tiquiades.- Sí, existen muchos de ésos.

JIRI KOVANDA (1953): CASA DE AZÚCAR (1989)





(Foto: Tocho, marzo de 2019)


Quizá la obra más sugerente y poética de la gran exposición 1989, dirigida por Sergio Rubira, en el Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM, Valencia) sea esta pequeña y frágil escultura del artista checo Kovanda, presentada sin vitrina, compuesta por terrones de azúcar dispuestos como si fueran ladrillos o sillares de una casa: un abrigo amable y deseable, sin duda, blanco incontaminado aún, con un perfil que se asocia a la imagen de una casa particular, con un tejado a dos aguas y, seguramente, con tan solo un piso, pero frágil, tan frágil que unas pocas gotas de lluvia la disuelven irremediablemente. Una hermosa y sugerente metáfora de las férreas convicciones modernas, y de la seguridad que buscamos.
Recordemos, también, que la casa en la que se refugian los niños Hansel y Gretel, en medio del bosque, de noche, es una casita de azúcar -habitada por una ogresa que la utiliza como cebo.

sábado, 9 de marzo de 2019

MARTIN LE CHEVALLIER (1968): RÉALITÉ (REALIDAD, 2019)


Realidad es una obra sencilla del artista canadiense Martin le Chevallier: una simple placa metálica, legible, clavada en una puerta siempre cerrada, en la que está escrita, en mayúsculas, la palabra RÉALITÉ.
Las placas indican lo que se encuentra en el interior, detrás de la puerta. Sirven para saber hacia donde dirigirse, y qué nos espera.
Si la realidad estuviera, no aquí, entre nosotros, de este lado del umbral -como si fuera un sueño, o una ficción-, sino tras la puerta infranqueable, la realidad sería -o ¿es?- invisible. pero la señal nos aboca a la realidad. Allí justo detrás de la puerta. Tan solo una puerta nos separa del despertar del sueño (o la pesadilla). ¿Aguantará?  ¿Sabremos aguardar -o daremos la espalda a la realidad?
Pero es posible que la puerta mantenga a la realidad encerrada, y nos proteja de ella, a fin que tengamos la ilusión de vivir en un sueño.

jueves, 7 de marzo de 2019

¿Sueñan los androides con obras de arte?

¿Puede darse una obra de arte sin "raíces", sin pasado? ¿Una obra de arte que no se inscriba  en una trayectoria? Es cierto que se conocen artistas que solo llevaron a cabo una sola obra, sin que ésta carezca de interés ni explicación: si así no fuera, A la búsqueda del tiempo perdido, de Marcel Proust, no tendrá sentido ni razón de existir. Una obra, una sola obra, fruto de una vida, apenas concluida justo antes de morir.
Una obra de arte no existe sin obras que la preceden, a las que da réplica. Una obra dialoga con obras del pasado, las interpreta. Su forma y su contenido depende de los rasgos formales e ideales de obras que ha escogido como modelos, a los que ensalza o critica, a las que se enfrenta; obras que son acicates, que invitan a sobrepasarlas, o tan solo -a modo de admiración- de homenajearlas, por extrañas que parezcan las formas de honrar que se hayan escogido.
Una obra se inscribe en una trayectoria personal, así como en la historia del arte. Actualiza o denuncia formas de pensar, de actuar, de crear del pasado, remoto o cercano.
Una obra de arte se inspira de historias personales, de visiones íntimas o del mundo, sin que la obra sea un simple reflejo de lo que piensa o siente el artista. La obra no es autobiográfica, y se "explica" -y se tiene que interpretar- sin tener en cuenta la biografía del artista (la obra no es una proyección de la vida de éste, ni deriva directamente de la personalidad y las vivencias del creador), pero ofrece un punto de vista personal sobre su concepción del arte -de la función del arte- y su visión del mundo (laudatoria, despreciativa o crítica).
Aunque la obra de arte deba ser juzgada (interpretada, valorada, analizada) por si misma, no se puede explicar fuera de todo contexto. Su sentido depende de la época en la que ha sido creada. En tanto que mirada al mundo (exterior o interior) o al mundo del arte, dichos mundos no pueden obviarse. La obra de arte es una fuente de conocimiento; por lo que es necesario saber sobre lo que nos ilustra. La manera de ilustrarnos, el punto de vista adoptado se dirimen juzgando la obra, pero tenemos que saber hacía donde enfoca su mirada crítica.
Es por eso que para que las máquinas puedan crear obras de arte, al igual que los humanos, deberán tener un conocimiento directo de obras de arte que las inspiren y capacidad para escoger las que las motiven, así como deberán vivir como vivimos, tener experiencias y recuerdos, curiosidad por el mundo, por el mundo interior, y sentimientos de amor, rabia, indignación o entrega que impelen y alimenten la creación. Deberán tener ojos para tener puntos de vista propios.
Quizá acontezca un día. Pero quizá entonces se hayan convertido en seres humanos o nosotros en máquinas.

(Dedicado a los estudiantes de la asignatura de Teoría II, de la Escuela de Arquitectura de Barcelona, tras un intenso debate propiciado por Lucas Dutra, a quien agradezco la propuesta. Gracias a todos los participantes por las reflexiones)   

martes, 5 de marzo de 2019

Barcino Monographica Orientalia

Sobre todo, no se pierdan la interpretación del Himno a la diosa Nikkal, la canción ( el himno religioso) más antigua de la historia llegada hasta nosotros (s. XIV aC, cuya letra no está descifrada aún), hallada en Ugarit, a cargo del joven barítono, músico y arquitecto Joan Borrell, el mejor arquitecto y músico de España.

JOAN FOLDES (1924) & PETER FOLDES (1924-1977): A SHORT VISION (1956)



Uno de los dibujos animados más influyentes de la segunda mitad del siglo XX, de los cineastas húngaros, afincados en Gran Bretaño, Peter y Joan Foldes.

KAZIMIR MALÉVITCH (1879-1935): ARQUITECTONES (1920)









Fotos: Tocho, marzo de 2019

Las pequeñas maquetas "arquitectónicas " de yeso -un juego de volúmenes verticales y horizontales- originales de Malévitch raramente se incluyen en exposiciones debido a su fragilidad. Se suele optar por réplicas modernas.
La extraordinaria exposición sobre las vanguardias rusas y soviéticas, en la fundación Mapfre, en Madrid, muestra una serie de estas piezas acompañadas, lo que es singular, de estatuillas antropomórficas, que cambian la "percepción" de las evocaciones urbanas que las maquetas constituyen. Lejos de la frialdad de la ciudad inhumana, dichas estatuillas, también de yeso, aún más frágiles y diminutas que las maquetas, pero bien asentadas en la base, otorgan al conjunto, blanco, monolítico, un aspecto terrenal, casi cotidiano, casi como si dichas figuras fueran más importantes o necesarias que los rascacielos y los desmesurados edificios industriales, que dan la medida de la ciudad futura que Malévitch proyecta: una ciudad donde la imperfección humana tiene aún cabida.