"Te escribo en una pausa de lluvia, entre gotitas
luminosas y polvo alborozado,
desde una balaustrada de cemento
crujiente,
de este parque que escala el promontorio
sobre el mar rechazado por los vientos de la tierra.
He visto muchas tablas y algunos Grecos falsos.
¡Qué lugar tan extraño!
Al frente se ven ruinas, lavadas carreteras
y una ciudad muy amplia que se pliega en colinas
y luego por el llano se derrama
en la orilla brumosa, y altas torres
oscenas, como guantes calados, cuatro juntas,
y agujas como en Rotterdam y esbeltos
campanarios rurales, y, junto, chimeneas
de penachos escuálidos,
y un verde seno tierno de tierra cultivada
que un faro chato guarda de la mar
muy lejos.
Y aquí, más inmediato, casas como cuarteles
y edificios rosados de vítricas escamas
y techos retorcidos y brillantes
y raras cresterías,
hecho todo con trozos de vajilla
y fragmentos de vidrios y desperdicios
de loza decorada.
Estuve en la ciudad, vi sus recodos
cristianos de piedra polvorienta,
sus avenidas de Rubén, sintaxis
preciosa de sus barrios mercantiles.
Gente afanosa, dicen con aire muy urbano,
en general no feos. Muchachas recelosas
que esconden las rodillas en el metro,
itálicas, al gusto de Giorgione
-como el Maillol del Louvre, más bien graves.
Gente que mira poco.
No hay viejos en los parques.
(...)
Una ciudad discreta, noble, hospitalaria.
Rectilínea y sin plazas. Tal vez interesante.
Una ciudad, querida, en que tú y yo
no viviríamos a gusto, Y, sin embargo,
por la que no me importa haber pasado."
(Carlos Barral: "Parque de Montjuich", Carmen Riera (ed.): Carlos Barral. Poesía, Cátedra, Madrid, 1991, ps. 145-147)
No hay comentarios:
Publicar un comentario