Ocurrió un mediodía de la segunda mitad de los años ochenta: el telediario abrió con el rostro lloroso de Mariscal, en primer plano, confesando su falta y pidiendo perdón: días antes, dijo a un "amigo" periodista valenciano, durante una conversación privada, de madrugada en un bar, que el presidente de la Generalitat catalana era insoportable, o algo así. La conversación se divulgó. El cielo se rajó.
Mariscal era el diseñador de la mascota de los Juegos Olímpicos de Barcelona. Ciertos partidos políticos exigieron que se le retirara el encargo millonario. No podía representar a Cataluña. Se le debía echar, se tronaba, como a un perro. Y a Cobi, de paso. Hasta que, por fin, como ha acontecido y aún acontece en determinados regímenes, teocráticos o dictatoriales, confesó, en llantos, sus pecados, ante todo el mundo, la cámara enfocándole el rostro mojado, como a un reo, en hora de máxima audiencia. Fue absuelto.
La imagen, inaúdita, aún no se me ha borrado.
Veinte años más tarde, las autoridades invitan a una cantante israelí a dar un breve concierto con motivo de una fiesta patriota. Se trata de una artista conocida y popular, que vende. El lustre está asegurado. El día de la actuación, sin embargo, la cantante tiene dificultades en mantenerse en el escenario. Una pitada, una lluvia de silbidos acompaña el concierto.
Pitar durante una actuación no es novedoso. Es signo de desagrado. Puede ocurrir que el intérprete tarde en llegar, como si de un divo se tratara; o que no se sepa la letra, esté borracho, desafine, o se comporte como un exhibicionista; el sistema de amplificación quizá no funcione; o el concierto, cuyas entradas valen el sueldo de un mes, dura lo que un pitillo.
Sin embargo, en aquel caso, no se produjo ningún incidente similar. La cantante, sobria, atinaba. La pitada monumental era causada porque la artista no había condenado los bombardeos de Palestina por parte del ejército de Israel, y porque había criticado a Hamas.
SI noa es una artista y lo que canta es arte, se trataba de la puesta en escena de una obra. Las críticas, sin embargo, no iban dirigidas a la interpretación. No eran de orden estético. Tampoco moral. Eran exclusivamente políticas. Expresaban la voz de quien manda (a un subordinado).
Bien. Las opiniones políticas de la cantante son lo que son. No nos incumben (nos incumbiría más lo que canta y cómo canta, pero las críticas no se dirigían a su saber hacer). También podemos pasar por alto que resulta extraño (¿grosero, quizá?) que se invite a una artista para luego ponerla a bajar del burro por sus ideas (que no parece que hubieran cambiado), o que si se impidieran a ciertos artistas cantar por lo que han dicho o no han dicho, las fiestas populares y patrióticas serían mucho más silenciosas.
Lo interesante es lo que la actitud de algunos políticos -o de los partidos- revela acerca de la concepción del artista. Éste puede ejercer su trabajo si comparte los valores de quienes le contratan; es decir, si piensa y hace lo que se le dice que tiene que pensar y hacer. Este tipo de artista es conocido: se le llama un artista del régimen. A menudo, no le cabe más que bajar la cabeza, si no quiere perderla.
El intérprete es considerado un títere; un elemento decorativo, que no molesta porque dice lo que le dicen que tiene que decir.
Esta figura (y esta concepción del papel del artista) existían en las sociedades esclavistas: Fidias escapó por los pelos a la condena a muerte. Sócrates no (no se convirtió en la voz de su amo, sino de su conciencia). También en las dictaduras, teocráticas o no. Y en las bandas de matones.
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