La Fundación Alexander S. Onassis de Nueva York, de reciente creación, acaba de inaugurar una de las exposiciones más sugerentes y enriquecedoras de las últimos años, que muestra que la historia del arte es más compleja de lo que los profesores pensamos y enseñamos, y que presenta datos inéditos que deben ser reinterpretados.
The Origins of El Greco Icon Painting in Venetian Crete, con piezas procedentes de un gran número de colecciones griegas y norteamericanas, documenta todo lo que este pintor debe a su isla natal donde se formó y en la que se produjo una revolución artística que marcó tanto Oriente como Occidente.
Hace ya mucho tiempo que se ha descartado la influencia, defendida a principios del siglo XX, de la mística castellana (Teresa de Jesús, Juan de la Cruz) en las figuras religiosas elongadas y con los ojos en blanco, transidas de fervor religioso, de El Greco -que no era precisamente un místico- y, desde hace algunos años, se debate y se polemiza sobre sus raices biazantinas.
Esta exposición explora a fondo, de manera casi concluyente, esta vía.
La presión creciente otomana sobre Constantinopla, casi asediada, obligó a los pintores de iconos a emigar a Venecia -donde entraron en contacto con un tipo de arte muy distinto al que practicaban -y a Creta. Los viajes entre Creta y Venecia se multiplicaron a principios del siglo XV. Los pintores de gusto bizantino empezaron a recibir encargos de ricos patricios y mercaderes occidentales (venecianos, principalmente), familiarizados con el gusto bizantino (la bulbosa catedral de Venecia es de tipo y decoración orientales).
Paralelamente a la llamada pintura alla greca, empezaron a producir obras alla latina, en las que confluyeron estilos bizantinos, hieráticos, principalemente, en las figuras, y fondos casi naturalistas tomados de la pintura veneciana, de los Bellini, por ejemplo (un pintor copiado literalmente por los pintores de iconos cretenses). Los temas, religiosos, también se ampliaron para satisfacer un gusto que ya no era entera o necesariamente bizantino.
Los pintores de iconos cretenses se fijaron en la representación de las figuras de la pintura manierista occidental: elongadas (un rasgo, por otra parte, similar al de las efigies de los santos bizantinos) y contorsionadas. Esas poses fueron interpretadas y traducidas mediante un juego de formas triangulares plegadas que mantenían la planimetría de la pintura bizantina, adaptada a un gusto por formas complejas. Además las formas serpentinas de las pinturas manieristas occidentales (de Parmigiano, por ejemplo, admirado por El Greco) evitaban o rehuían el naturalismo, temido por Bizanzio. La adaptación no fue dificultosa: la pintura veneciana fue difundida por toda Europa, y en Creta, a través de grabados (un medio de reproducción cuya importancia no ha sido aún plenamente estudiada) en los que los volúmenes coloreados de las pinturas se reemplazaban por planos rayados cuyos contornos lineales, bien marcados, eran imprescindibles si no se quería caer en composiciones torpes, confusas o irreconocibles.
Por otra parte, los pintores cretense recurrieron a la perspectiva -proscrita en la pintura de iconos-, no porque permitiera una representación más ilusionista, ni ofreciera un punto de vista personal sobre la naturaleza, sino porque expresaba la superioridad de la geometría sobre el mundo material, de la mente y las formas ideales (platónicas, bien conocidas en Bizancio, al contrario que en Occidente hasta el siglo XV)) sobre la materia bruta, de Dios sobre el mundo sensible. Las razones por las que los cretenses utilizaron la perspectiva fueron distintas -u opuestas- a las de los pintores renacentistas occidentales, pero el resultado fue similar: la imagen se acercó al modelo representado.
El Greco, inicialmente, fue un pintor de iconos alla latina. Tras su partida a Venecia y luego a Toledo -tras una estancia en Roma-, mantuvo la estructura formal que aprendió en Creta -enriquecida con el colorido veneciano, no muy distinto del color de los iconos bizantinos, en los que el rojo y el blanco dominan-. Las figuras retorcidas, las nubes sólidas como rocas, las figuras encajadas unas junto a otras, como si fueran piezas de un mosáico, las extrañas perspectivas, revelan su adscripción a la fusión de los estilos bizantinos y venecianos que pintores como Miguel Damasceno o Jorge Klontzas practicaron -no solo para satisfacer el gusto de mecenas occidentales sino también para manifestar su oposición al arte otomano musulmán que proscribía la representación naturalista.
El Greco fue el último pintor bizantino, y el que logró la plena y acertada fusión de dos maneras de ver y de representar el mundo.
La exposición documenta admirablemente los entrecruzamientos entre Oriente (Bizancio) y occidenter (Venecia, Florencia) en los siglos XV y XVI, y revela que la historia el arte renacentista no puede encorsetarse en una visión que solo atiende a lo que acontecía en la Europa occidental, y tiene que tener en cuenta otros centros artísticos como Creta en los que se forjó parte del lenguasje manierista.
El Greco, en este sentido, aparece como una figura clave, en el que confluyen dos tradiciones, platónica (bizantina) y aristotélica (florentina y veneciana), que forjaron una de las obras más singulares de las tradicciones oriental y occidental, recuperada a principios del siglo XX (desde Proust hasta los expresionistas).
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