Área de control del aeropuerto de Bagdad
Mujeres chiítas enlutadas en el santuario de Kerbala, al sur de Bagdad
Obscenidad: detalle del fresco del techo de la sala central del palacio de Sadam Husein eb Babilonia
Sala central del palacio de Sadam Husein en Babilonia, construido en pleno embargo (por arquitectos obligados, so pena de ejecución, de levantarlo)
Cuadro en el anexo del servicio del palacio de Sadam Husein en Babilonia
Estancias de la vivienda del personal del palacio de Sadam Husein en Babilonia
Ante el Museo de Bagdad
Edificio administrativo otomano bombardeado y rematado por un suicida-bomba
La calle de Rasheed, otrora semejante a la calle de Rívoli de París
Mercado callejero de pescado
Ministerio de justicia destruido por un suicida-bomba el miércoles negro del pasado agosto
Un cansancio espeso cae tras la salida de Bagdad. Cuesta respirar. Atosiga.
Al alivio por ya no ver más a una ciudad y un país tan devastados, se suman la tristeza por todas esas personas, amigos y conocidos (arquitectos, profesores, estudiantes, etc., como nosotros), que tuvieron una ciudad impecable hasta la primera guerra del golfo -Bagdad no fue físicamente tocada por la guerra entre Irak e Irán-, y que se quedan y se quedarán allí, sabedoras que no verán el renacer de Bagdad, sino que solo sus hijos -o sus nietos- podrán disfrutarlo, que aceptan su suerte no sin luchar por cambiarla; y la angustia ante la devastación -con las imágenes en la cabeza de cómo era Bagdad hace treinta años-, frente al inmenso trabajo de reconstrucción física y moral; ¿por dónde empezar?: ¿por las infraestructuras, la recogida de basuras, el tratamiento de las aguas, la luz, la rehabilitación, la reconstrucción de las casas, el ordenamiento del espacio público, el cableado? Si solo se pudieran retirar los muros de hormigón que trocean la ciudad y parten barrios y familias. Porque todo está por relevantar.
Congresistas iraquíes exiliados que no habían vuelto a Bagdad en treinta o más años sollozaban a volver a ver su ciudad, el estado en qué ha quedado. Una pena inmensa en la sala y las cenas, que trataban de disipar.
La calle Rasheed: hasta los años ochenta, un largo y ordenado paseo porticado, planificado entre 1910 y 1920, bordeado por casas de tres plantas de los años veinte y treinta, y excelentes ejemplos de arquitectura de los cincuenta, armoniosamente compuestas, la gran arteria comercial y festiva de Bagdad, cerca del río, punteada de plazas circulares; hoy, un amasijo de ruinas, cables, hierros retorcidos y oxidados que asoman de las paredes o los ornamentos de hormigón reventados, basura y comercios ambulantes o misérimos, bajo pisos destruidos ocupados por familias que huyeron a Bagdad de la guerra en el sur del país, o que han sido expulsadas de otros barrios, ya que van imperando la limpieza religiosa.
Nadie puede dormir la última noche en Bagdad.
Nosotros nos vamos.
Pero es posible ver a un padre reir a carcajadas, sentado en el borde polvoriento de una calzada hundida, ante las diabluras de unos niños en plena calle, en medio de la grisura. Sorprende y admira el optimismo, las ganas de vivir (y la ingenuidad, posiblemente) de los jóvenes, que salen de noche (aunque nunca más tarde de las doce) para encontrarse en calles y algunos bares, prefiriendo correr el peligro de morir (las bombas lapa proliferan y antes de subir a un coche es imprescindible echar un vistazo a los bajos), o ser secuestrados, a vivir siempre encerrados en casa, es decir, a morir enterrados.
Cuesta ver el interés de lo que nos rodea, de lo que tenemos durante los primeros días fuera de Bagdad.
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