viernes, 30 de abril de 2010
El arte, entre la ventana y la mirilla
Kant distinguió cuidadosamente entre el acto de mirar y el "acto" del mirón. En el primer caso, se trataba de mirar desapasionadamente, con indiferencia o indolencia (Kant utilizaba el adverbio desinteresadamente); en el segundo, con avidez y fruición. Quienes miraban lo hacían desganados -miraban sin ver, sin tener necesidades-, mientras que los mirones fruncían los labios de gusto y achinaban los ojos.
Hasta entonces, salvo en épocas de temor ante el arte (en Bizancio, bajo el influjo del temeroso islam ante las seducciones idolátricas, en el siglo VIII, y en paises calvinistas y luteranos, en el XVI, como reacción a la voluptuosa seducción del arte católico en el que las santas torturadas por las flechas de los ángeles tenían orgasmos) el arte había sido una ventana: una apertura hacia otro mundo, mucho más atractivo que el habitual. Un mundo transfigurado, poblado de ninfas y héroes -que ocasionalmente guiñaban el ojo a los espectadores-, en paisajes idílicos.
Pero Kant puso fin a tanta turbación. Y sentenció: el arte tenía que ser lo que no despertaba pasiones; la contemplación estética debía ser tibia, sin estar motivada por (o sin revelar, al menos) intereses particulares. Como si el arte no fuera verdaderamente con nosotros -aunque matizó algo esta ducha fría: las impresiones tenían que elevar el espíritu y hacer pensar (sin pretenderlo) a quienes no se disponían a reflexionar. La reflexión surgía de improvisto. Una manera, en el fondo, de seguir enfriando el entusiasmo casi físico que una obra de arte pudiera suscitar.
La vía para el arte moderno estaba abierta. Aunque el Romanticismo apareciera como una airada y pasional reacción a la tibieza kantiana (el arte tenía que sacudir, y era de buen gusto ponerse trágico ante las obras de arte), el arte, como fuente de placer, fue decayendo.
La abstracción, el arte sin cualidades -como Duchamp lo definió astutamente, que simbolizó el arte con una "Fuente", precisamente, consistente en un urinario público- por un lado, y el arte que no actúa como señuelo seductor (para llevar al espectador a otra parte, para arrebatarle los sentidos), que solo es lo que se ve en el lienzo (pigmentos y una tela, nada más), estaban cantados. El arte del siglo XX estaba marcado. La puritana anunciación kantiana -el arte que turba o que satisface tenía que cesar- se cumplió poco más de un siglo tras la Ilustración.
Sin embargo, en los años sesenta, algunos artistas (pop, principalmente) se rebelaron contra esta orden moral; donde se produjo una revolución pasional (e irónica, a lo Wilde, siguiendo el modelo de los relatos cortos decimonónicos -que se burlaban, aveces cruelmente, de las reacciones en boquita de piñón ante el arte de la sociedad victoriana-, Alicia en el País de las Maravillas y, sobre todo, A través del espejo, de Lewis Carroll) fue en la fotografía y el cine.
De esta época son películas como Peeping Tom -1960- o Blow Up -1966-, en las que un observador mira fascinado y obsesionado -hasta llegar a donde sea-, a través de no de una amplia ventana -la pintura como una ventana al mundo había dejado de ser creíble-, sino de un agujero, que le obliga a forzar la vista (y no solo la vista) para ver lo que no debería mirar pero que se escenifica para su gusto -culpable o no.
El arte recuperó temporalmente su caracter feriante: obra de un juego de manos, de prestidigitadores, de totiriteros ambulantes (que plantan sus bártulos en la plaza pública, y atraer y turban el orden público, según Platón), capaces de hacer creer en la existencia de cortinas de humo.
Entre estas obras de los años sesenta (1968) destaca una semi-olvidada (aunque premiada en Cannes) película de Joe Massot, Wonderwall (el Muro de las Maravillas), según un guión de Guillermo Cabrera Infante, con la nínfula Jane Birkin, y la extraña o "exótica" -de "otro" lugar- música de Georges Harrison (lo que dió lugar al primer disco en solitario de un miembro de los Beatles). Tras la recuperación y restauración de la película, en 1998, incluyó una canción -la "última" canción de los Beatles publicada-, "In the First Place", -en el primer lugar, el lugar donde se situa el protagonista para otear, a través de un agujero en el muro de las maravillas de su apartamento, lo que acontece y se despliega ante su ávida -y vergonzante- mirada "detrás de la pared -o el espejo".
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