Hermes crioforo, Museo del Louvre
El tema y la iconografías de Cristo portando una oveja sobre sus espaldas deriva de Hermes crioforo: el joven dios griego protector de los caminos y guía de los viajeros, buen pastor (los rebaños se desplazan seguros bajo su mando), representado con un cordero a los hombros.
A su vez, la iconografía griega deriva de un modelo oriental: un juvenil dios mesopotámico, sumerio en concreto, un ternero o un carnero a hombros: la imagen del perfecto cuidador, cuyos animales no se pierden gracias a sus desvelos.
Los orígenes iconográficos greco-orientales de Cristo portador del animal parecen evidentes.
La relación de Cristo con un cordero es más intensa si cabe: Cristo es representado como un cordero, es un cordero, el cordero pascual que se sacrifica o es sacrificado para la redención o salvación de la humanidad, como lo muestra, por ejemplo, un conocido cuadro de Zurbarán.
Dicha relación no sigue los modelos paganos: no se trata de una representación teriomorfa de la animal (un dios-animal, como ocurre en Egipto), ni de que el cordero sea un atributo o símbolo de la divinidad habitualmente antropomórfica, sino de que Cristo, en tanto que divinidad que se ofrece para ser sacrificada, se muestra como un cordero (o es percibido como tal), asume las virtudes del cordero que acepta su suerte. Cristo es un cordero en tanto que divinidad sacrificial. Por otra parte, la diferencia abismal entre el animal y la divinidad acentua el misterio del sacrificio divino.
Esta relación entre Cristo y el cordero o, mejor dicho, el transvase de los valores o virtudes del cordero sacrificial a la divinidad que entrega su vida, no es extraña en el Próximo Oriente, ya que, mientras en Grecia y Roma, las víctimas sacrificadas en honor de los dioses eran sobre todo bóvidos, los mesopotámicos ofrendaban principalmente carneros, corderos y ovejas bien alimentados -como se descubre en detallada enumeración de ovejas carnosas, gruesos corderos y grasos carneros destinados al sacrificio del rito fundacional del templo de Ningirsu, el dios de la ciudad de Lagash (Cilindro A de Gudea, VIII, 8)-.
Sin embargo, es posible que la relación entre Cristo y el animal tenga un entronque con Oriente más profundo y al mismo tiempo más sencillo.
Un signo cuneiforme compuesto por un cuadrado en cuyo centro se inscribe una cruz se leía lu y significaba udu: cordero.
Un signo muy distinto, en el que se reconoce la figura erguida de un hombre de pie, se leía y significaba lú: hombre.
Lu y lú eran, muy posiblemente (pues no se sabe a fe cierta cómo se pronunciaba el sumerio) términos homófonos. Se escribían con signos distintos, se referían a entidades que en principio nada tenían que ver, pero que sonaban probablemente igual.
Los sumerios gustaban de los juegos de palabras. La homofonía entre términos establecía conexiones o correspondencias entre realidades inconexas, y desvelaba posibles misteriores relaciones que no se podían detectar ni siquiera imaginar a simple vista, Las palabras evidenciaban la compleja estructura del mundo y el juego de miradas entre los entes.
Así, la autobiografía del rey Gudea recurre reiteradamente a un juego entre el sustantivo o nombre propio gù-dé-a (el rey Gudea) y la expresión gù-dé-a-ni (su voz fuerte, su grito), como si la voz fuera una metonimia del rey, si su verbo lo representara (Cil. A de Gudea, II, 17).
Hacía dos mil años que el sumerio ya no hablaba en tiempos de Cristo. Seguramente tampoco se escribía ni se leía ya. Por otra parte, el sumerio nunca se habló en la franja mediterrénea oriental, aunquer sí llegó el imaginario que aquél vehiculaba. Sin embargo, es posible que algunas relaciones que la homofonía había establecido (o desvelado) hubieran cruzado el tiempo y el espacio, y que, por ejemplo, hombres y corderos fueran entes sustancialmente idénticos (aunque formalmente diversos) -una relación, por otra parte, que no era extraña, dada la unidad que un pastor y su rebaño constituían. Eran o tenían que ser mansos; civilizados.
Jesús fue una gran figura literaria. Los milagros -literalmente, maravillas dignas de verse-, las apariciones, ocultaciones y desapariciones, y la confusión entre el deus ex máquina y la figura protagonista que acontece al final de su vida cuando Cristo asciende apoteósicamente, revelan que Jesús era un complejo personaje en las cuatro tragedias que constituyen los Evangelios.
Al mismo tiempo, Jesús gustaba del humor, de los juegos verbales. Recurría a parábolas, a metáforas -"he aquí mi carne", mientras alzaba un mendrugo, quizá cargada de ironía, o de distanciamiento-, a cortas frases enigmáticas y cortantes, magistralmente esculpidas -"tú lo has dicho", "dad al César lo que pertenece al César...", "Padre, por qué me has abandonado", "perdónalos porque no saben lo que hacen", "noli me tangere"-, a atrevidas comparaciones -"soy un templo", "los que me siguen son santuarios"-, a irónicos juegos de palabras -"tú eres Pedro, y sobre esta piedra...". Los evangelios son la más gran obra barroca, un verdadero auto sacramental
Concedía la primacía a la palabra; una palabra creadora que componía el mundo y mostraba sus múltiples facetas, los más recónditos y absurdos aspectos, la fluidez de la materia y las formas (el agua deviene vino, el pán ácimo carne, y la muerte, vida), los juegos de espejos que iluminaban el mundo y a los humanos y los deslumbraban. La primero era el Verbo, y el mundo, un complejo mundo propio que legó a los humanos, fue creado por la palabra.
Fue la palabra la que estableció que un hombre (que era un dios: lú es hombre, y lugal, señor, un término con el que el rey Gudea nombra a su dios protector Ningirsu) era también un cordero. El cordero de dios. Un hombre entregado.
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