lunes, 17 de mayo de 2010
Muerte en Venecia (El léon de Venecia, o la Serenísima): Mary Lambert: Madonna, Like a Virgin (1984)
La luna llena, deslumbrante, cubre la fachada maritima de Nueva York, velada por la neblina, a lo lejos. Los rascacielos, moteados de luces, dibujan un fondo recortado que se refleja en las aguas grises y azules. Una barca con un puente bajo cubierto avanza. El ruido sordo del motor se mezcla con un eco portuario y un líquido rumor. La imagen se nubla. Repiquetean graves campanas.
Parece una versión del inicio de la Muerte en Venecia de Visconti. Malher no suena.
Sino Madonna.
La chica deja Nueva York, que se aleja al atardecer, en barca. Pasa por debajo del puente de Brooklyn: los fanales que cuelgan de los cables, ya de noche, componen un cielo estrellado bajo la que asoma la cabeza de la chica que mira hacia lo alto.
La vista de la ciudad despunta de nuevo, tras cruzar el arco del puente: Venecia. La chica recorre la ciudad por angostos canales, pasando una y otra vez por debajo de puentes cada vez más bajos. El pelo recogido, como de una púdica Madona, se transforma en una melena leonina, castaño claro. La góndola surca y se desliza bajo húmedos arcos. Huye, quizá, la chica.
Unas patas animales moteadas de negro caminan silenciosa, eléctricamente. La parte trasera y la cola de una fiera desaparecen tras un muro. El león, de pardo pelaje, ronda rozando columnas erguidas, torciendo con su lomo elástico y potente. Pero no busca, hambriento, a la chica. Ésta canta, mientras se contonea como una llama azorada y mira fijamente con su ojos rasgados de felino: "te busco a tí".
Un salón dieciochesco, de gran altura, de un palacio veneciano, inundado de luz marina que espejos multiplican. Los muebles están cubiertos por sábanas blancas. Como si hubieran sido aún deshojados. Hace tiempo, sin duda, que el palacio está cerrado. La chica entra, vestida de novia. Su rostro, velado por una gasa, se descubre lentamente, al tiempo que avanza tras los cristales faceteados de un ventanal de varias hojas emplomadas, como si el agua de los canales lo empañaran. Avanza segura, descorre el sudario que envuelve una sillón, se acuesta sobre un piano que una tela blanca esconde, y lo expone mientras arruga y frunce la funda.
Un rostro masculino, celado tras una máscara de león se entreve, visto y visto, mientras un reflejo vestido de novia se le acerca. El acercamiento se descubre en un espejo veneciano: una sombra humana avanza, recorre el cuerpo de la chica y se desvanece.
La búsqueda sigue. La chica se desplaza en barca. El agua es su medio. Se retuerce estirada en la proa como una gata en celo. La góndola no cesa de penetrar los arcos de los puentes, entre fachadas de edificios de viviendas (el húmedo espacio femenino), de ladrillo enmohecido; decorados decrépitos. Mientras, el león camina inquieto por muelles soleados. Ronda monumentos de piedra. Gira por un paso cuyo hueco está delimitado por dos esferas. Asciende por unas escaleras. La chica, al fondo, apoyada contra una columna, como una mártir. El león avanza nervioso. Atraído.
El león humanizado y la chica se encuentran sobre el puente. Ella le domina con su mirada. Y se sube a él.
La chica ha venido al encuentro del león, el emblema de la ciudad; ha llegado para hallarse en y con la ciudad misma, para poseerla, mas que para ser poseída (por su celado magnetismo). De algún modo, ha atracado para despertarla, desenfundarla, desenmascararla. Poner al descubierto su rostro. Para darle, otorgarle sentido. Como una moderna personificación de la antigua diosa Fortuna, protectora (impredescible) de las urbes. Ha penetrado sus venas recónditas (la góndola que se mece es el lecho de los esposales de la diosa y la ciudad). Y la ciudad se somete, se rinde a y ante ella.
El hombre enmascarado porta a la chica en volandas, vestida de novia, y la introduce en el palacio y se dirigen hacia una ventana que centellea como un retablo. La nocha cae.
Es hora de que el hombre y la chica salgan del palacio que vierte, a través de un pórtico, a un canal, y suben a una góndola. La chica viste de negro. Traje largo de duelo. Guantes de rejilla enlutados y un sombrero de plumas fúnebre. Como una viuda negra. ¿Consumación o consumición? Ha desenmascarado al hombre -y a la ciudad. El león de Venecia es un juguete, una máscara ridícula. Un decorado (para vídeos). Venecia no existe (salvo en los sueños, pronto desvanecidos). Inservibles. Los deja. O los tira al agua turbia.
Nueva York reaparece. Reaparece en Nueva York. Sola.
Vuelta a la realidad. Los leones, aquí, van con el rostro descubierto.
(Se cumplen veinticinco años de la canción que cambió el mundo. Y hoy es tema de estudio(s))
http://www.gseis.ucla.edu/faculty/kellner/papers/SAGEcs.htm
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