Los frances se extasían ante "le beau temps" (el tiempo "bello"); los españoles, cuando el estío aprieta, se refieren , por el contrario al "buen" tiempo.
Toda una concepción del mundo....
El tiempo bello: el mundo como un espectáculo sensorial; las playas atlánticas infinitas, en las que la arena -cuando baja la marea- parece alcanzar el horizonte, y ninguna roca, colina alguna coronada de pinos, ni calas cerradas interrumpen la visión de una extensión indefinidamente horizontal de una materia polvorosa que solo las insidiosas cenefas de las olas separan del mar. Francia tiene playas mediterráneas, pero no son playas verdaderamente francesas, italianizantes, ruidosas, más bien, demasiado marsellesas, casi orientales, un harén de cuerpos apretujados. Las playas francesas soin proustianas. El agua, intocable -demasiado fría, demasiado lejana, siempre en retirada, cuando no ataca abruptamente-, el aire, fesco, el cielo lechoso, velado, como un espactáculo entrevisto, o soñado.
En la playa, y los cafés de la costa, se va a mirar como el tiempo pasa. El placer de los sentidos. Un día de "bello" tiempo se ofrece a la vista, para ser devorado por los ojos, los sentidos, conscientes que se trata de un placer escaso y fugaz, bello puesto que raro, una aparición más que algo real. Los días de sol y calor son la exteriorización de un deseo, que solo se mira para que la ilusión no se disuelva. Se mira, se huele, se saborea, siempre desde una cierta distancia, como si a cada momento la ensoñación pudiera quebrarse. Los días de tiempo "bello" ofrecen estampas de postal, ante las que uno se abandona, sabiendo que pronto, el cielo se encapotará, vaciándose la playa y las calles que, unos instantes aún, encuadraban jóvenes entregadas al sol, dejando paso de nuevo a la realidad: al tiempo gris, de los humanos vestidos de gris. El "bello" tiempo suspende el tiempo. Todo se olvida, las buenas intenciones, los planes minuciosamente trabajados. Los cuerpos se ofrecen. La vida se detiene.
En España, por el contrario, los días de sol -de "buen" tiempo- son aceptados porque son morales. No son bellos sino buenos. No existen para ser contemplados, despreocupadamente, sino para activar la renovación, la purificación: la hoguera de san Juan aguarda la purgación de los trastos viejos. Son días a plena luz. Nada puede esconderse. Todo se ofrece a la vista, inmisericordemente. En cuanto despunta el buen tiempo, se activan las procesiones. Son días de confesión. Las casas se airean, se limpian. Nunca se trabaja tanto como con la llegada del "buen" tiempo. De sol a sol, las espaldas dobladas por el sol. Como si se quisiera huir de la invitación a no hacer nada que los días hermosos brindan, de la molicie que un tiempo que fuera bello, y no bueno, acarrearía. Pero no lo es. Es bueno. Bueno porque invita al bien, a hacer el bien. Bueno porque es un símbolo del bien que el ser humano tiene que perseguir, doblando el espinazo, ganándose el cielo (cielo que nunca se ofrece sino que se merece) con su trabajo. Los sentidos tienen que aquietarse. El "buen" tiempo, en Españo, es riguroso. Exige templanza, y cuidados ante las tentaciones. Se trata de un tiempo rudo, que apela a la rudeza.
La siesta, de la que tanto hablan los extranjeros, solo es una interrupción momentánea de la actividad, una imposición casi divina, o una imitación de dios que también tuvo que descansar antes de volver a la acción.
Proust escribió A la sombra de las muchachas en flor, flotando en las gasas del estío normando; Sánchez Ferlosio, El Jarama, en el que se expone qué ocurre cuando se confunde el buen con el bello tiempo. La expiación, implacable.
Para los ingleses, un deseado día de sol es tanto un (improbable) "good" cuanto un (inesperado) "beautiful" day.
Quizá sepan combinar indolencia y labor. O quizá no haya quien entienda a los ingleses.
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