Transcribo casi íntegramente unos comentarios del gran asiriólogo Mario Liverani (agradezco al Dr. Joaquín Sanmartín la transmisión de esas observaciones).
La relación entre el centro y la periferia ha dado lugar a un tipo de imágenes casi coincidentes en múltiples culturas de diversas épocas.
Si las primeras ciudades fueron instauradas en el Próximo Oriente antiguo y, en concreto, en el sur de Irak, el imaginario de la capital se oponía al de los márgenes, si bien ambos estaban relacionados.
Las ciudades eran centros de poder y de orden. Los dioses, especialmente la divinidad protectora de la ciudad, sacerdotes y el monarca moraban en ella. La seguridad, el control de ésta y de los pueblos y asentamientos cercanos, el orden impuesto a un territorio circundante considerado caótico y poblado de bárbaros, nómadas, y foráneos,emanaban del centro, de la capital.
Ésta se creía aureoladas con todas las virtudes. Captaba los materiales aún no manufacturados y exportaba bienes. La ley y la civilización estaban íntimamente asociados a la urbe. La luz, la fertilidad, la vida eran valores e imágenes consustanciales con la vida urbana, opuestos a los de la oscuridad, la esterilidad y la muerte que campaban por los márgenes.
Éstos estaban definidos, visualmente señalados en el espacio por infranqueables cadenas montañosas y por océanos. Incluso en el caso de que ningún hito natural delimitara el espacio controlado por la ciudad, se suponía que ríos u océanos infranqueables rodeaban la tierra habitable y habitada, organizada alrededor de un núcleo urbano. Estas aguas, siempre oscuras e insondables comunicaban con los océanos, las aguas subterráneas y el país de los muertos. Así, al menos en algunos mitos mesopotámicos, los infiernos no se hallaban debajo de la tierra visible, bajo los cimientos de los edificios urbanos, sino más allá de la frontera que, en el horizonte, las aguas que circundaban el mundo visible trazaban. Los muertos se hallaban más allá de los océanos o los ríos infernales.
Monstruos y almas en pena vagaban por los confines. Se oponían a los ciudadanos. Eran una constante amenaza. Ponían la vida en peligro. No se hallaban integrados al orden urbano, ni podían estarlo. Es más, las bondades del orden sobresalían más ya que se contraponían a los valores negativos o destructivos asociados la la vida, que no era vida, marginal. Los solitarios, los dejados de la mano de los dioses y los condenados al destierro eran los únicos seres vivos -pero ya eran muertos en vida- que circulaban, sin detenerse, ni asentarse jamás, por las tierras de los confines. Eran sombras, figuras sin rostro ni entidad. Ningún ciudadano de pleno derecho hubiera podido morar en los confines; ni hubiera querido. Hubiera muerto de soledad. Las comunidades, la vida en común, bajo un mismo techo, eran imposibles en los márgenes, siempre bajo la amenaza de sombras y alimañas. Por el contrario, el diálogo claro, a cara descubierta, solo se producía en el limitado y mesuraba ámbito de la ciudad.
Esta nítida contraposición entre los valores de la centralidad urbana y de la desordenada y oscura periferia, se enfrenta, al menos en apariencia con alguna excepción, empero.
Un ser excepcional, sabio y bondadoso, sí estaba recluido en los márgenes lejanos. Era un anciano que había sobrevivido, por designio divino, al diluvio con el que el dios de los cielos había decidido castigar a una excesivamente tumultuosa humanidad. Utnapishtim -tal era su nombre- había sido trasladado, al concluir su vida, a estos parajes, donde seguía viviendo en paz. Hasta él acudió el héroe Gilgamesh para conocer los secretos de la vida y la muerte, y dónde se hallaba la planta de la inmortalidad. Utnapishtim vivía, y vivía en paz. Su estancia no era consecuencia de un castigo. Su casa marginal no era una cárcel. Vivías como se vivía en una ciudad. Con una diferencia, fundamental. Vivía solo. Nadie se atrevía a acudir para visitarle (salvo un desesperado Gilgamesh, deseoso de logar la resurrección de su escudero Enkidu, sumido en las tinieblas, pobladas de gusanos, de los infiernos -que, el mito no lo precisa, no se sabe si se hallaban más allá del río de la muerte, o en las profundidades-). Utnapishtim vivía, ciertamente, en tierra de nadie. Mas, ¿era ésta una vida plena? De algún modo, vivía allí porque su vida terrenal había concluido, porque ya no podía compartir nada con sus semejantes. Estaba fuera de la vida y el orden humanos.
Del mismo modo, en el imaginario griego, los difuntos partían hacia las entrañas de la tierra, o hacia los confines oceánicos. Cuando Ulises quiso conocer el porvenir, la maga Circe le aconsejó que navegara hasta el horizonte, hacia los límites del mundo visible, donde se hallaba la boca de los infiernos. En este caso, la doble ubicación infernal, en la periferia y en las profundidades, coincidían: el país de los muertos se hallaba debajo de los vivos, pero se accedía desde los márgenes de la vida terrenal -que era la única vida concebible por los griegos-.
Sin embargo, en dichos confines marinos se ubicaba una isla: la isla de los bienaventurados. A ella nadie acudía: ningún ser vivo, ni ningún difunto. Dicha isla solo estaba disponible para un limitado número de héroes, todos pertenecientes a otra edad, la Edad de Oro. A su muerte, en efecto, los héroes de otrora fueron "perdonados". Pudieron proseguir su vida después del tránsito. Mas dicha vida prolongada para siempre no se llevaría a cabo en la tierra sino allende los mares, en una isla. Proseguirían con su vida dichosa, pero aislados, sin contacto posible con las generaciones de vivientes venideros. La isla de los bienaventurados se parecía al espacio de Utnapishtim: un lugar donde algunos seres excepcionales, es decir favorecidos por los dioses (sin que su valía ni sus valores hubieran necesariamente sido tenidos en cuenta), podían seguir viviendo, mas como muertos vivientes: sin el contacto con la vida diaria terrenal.
Por este motivo, son esos seres los que ponen de manifiesto, la verdadera vida que la ciudad encerraba. Mientras en la urbe se debatía, ne negociaba, se comunicaba, en los márgenes, la vida, si vida había, era la vida aletargada de quiénes habían renunciado a la vida: los eremitas, los sabios, los perdonados, aquéllos que, de algún modo, habían sido apartados, quizá por sus excesivas, es decir, por sus inhumanas virtudes, de la vida verdadera: la vida urbana, siempre enmarcada por un horizonte construido: una perspectiva alzada para el punto de vista, y las aspiraciones humanas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario