martes, 7 de diciembre de 2010
Lady Gagarchitecture
Lady Gaga lo tenía claro: bienvenidas las hombreras (la estructura ostentosa del traje o del disfraz).
Ésta era su exigencia para filmar el videoclip para el tema Poker Face, de Ray Kay, en 2008.
Es un tópico: el final de la primera década del tercer milenio revisa el arte de los años ochenta del pasado. Ya Madonna lo intuyó en 2006 con Confessions on a Dance Floor.
La ciudad y las casas (que se mostraban al público, y que servían de cebo, o de modelo), en los ochenta, eran el escenario de vidas que eran una fiesta permanente. El dinero corría de parejo a toda clase de sustancias. Los trajes, que eran disfraces, brillaban, los pelos se freían y se barnizaban de laca.
Sin embargo, una atmosfera de amenaza rondaba. La risa siempre bordeaba la mueca (de miedo). Fríos asesinos urbanos impecablemente vestidos con sus mejores galas de marca urdían refinadas torturas. Un accidente que truncara la fiesta esperaba al torcer la calle. La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe, ha retratado este mundo. La ciudad, siguiendo la estela que Malas Calles, de Scorcese, ya marcara en los años setenta, daba cabida a toda clase de perversiones, sin la redención final que todavía se aguardaba en la década precedente. Solo se reía, mientras se asesinaba. Los nuevos novelistas no se cansaron de retratar estos escenarios urbanos y sus jóvenes protagonistas, amorales más que inmorales (como aconteció en los sesenta y setenta), que acaban pagando por sus crímenes -la caída siempre llegaba-, aunque no se arrepentían ni se redimían.
De vuelta a los ochenta, hoy. ¿De vuelta?
Poker Face: Ante un cielo de tormenta, Lady Gaga, celada tras una máscara veneciana de ojos gatunos, compuesta por diminutos espejos, sale, como Venus, de las aguas... de una piscina. Los mares, hoy, son balsas. Dos dálmatas, sentados de perfil como esfinges, al borde del agua, la aguardan y la enmarcan, componiendo la imagen de Cibeles, la diosa de las bestias y de la selva. Ladu Gaga se agacha como un felino. Al lado, una lujosa villa aterrazada sobre un promontorio, abierta al mar; su fachada se refleja en estanques, cuyos surtidores de agua vaporizada, de noche, desdibujan los rectos contornos pintados de blanco. La villa existe. Está situada en Poker Island, es decir: Ibiza. Un anuncio describe la casa como "la mansión del póquer más lujosa y espectacular del Mediterráneo". Puro años ochenta.
La mansión acoge una partida de strip-poker, en la que no se desnuda el alma. Del espacio interior, solo se descubre una terraza, semi-cubierta por una pérgola, de la que cuelga una cortina formada una cascada de perlas de cristal que enmarca una mesa de juego, en la que está escrita la palabra: Gana (Win -en verdad bWin, el nombre de una casa de juegos multinacional)). Quizá sea el único espacio que compone la villa (no tiene un interior, o no se muestra y, por tanto, no existe), que parece estar concebida solo para el juego de dinero. Al mismo tiempo, solo jugando dinero es posible obtener semejante morada.
No hace falta el vídeo-clip de Lady Gaga para saber de las relaciones entre el dinero que juega y la arquitectura. De Berlusconi en Cerdeña, y Lady Oréal, hasta Millet y sus arquitectos, arquitectura y dinero ganado jugando -en un tapete o con las leyes- han ligado su suerte. No es nuevo. Ya Fouquet, el ministro de finanzas de luis XIV, arruinó el reino con la construcción de su palacio en Vaux-le Viconte.
Pero lo curioso del vídeo-clip de Lady Gaga es que muestra que no existe ni remordimiento ni pena (y lo muestra sin sermonear). Corrobora una obviedad (que hoy vivimos), pero introduce un matiz. Juguemos conm dinero, sucio o negro. No ocurre nada. Lo único que ocurre es que la mansión se construye (para que siga la partida). No es una casa sino un escenario; de fiestas donde se juega a fin de construir más. Lady Gaga, enfundada en un traje metálico que parodia los vestidos de hace cuarenta años de Paco Rabanne, y que astilla la luz, con un anillo coronado por un enorme diamante falso, actúa ante una pupila gigantesca bien abierta y retro-iluminada. Las terrazas están dispuestas como unas tarimas, abiertas al público, y la villa parece concebida solo para actuar de telón de fondo. Chorros y cascadas de agua, vapores y humo, luces deslumbrantes, cristales y espejos, impiden ver nada. La villa está poblada, excesivamente poblada: enmarca una fiesta, y los espejos multiplican a los figurantes. Las personas son muñecos, o robots: unos desalmados. Los ojos de la misma cantante son dos pequeñas pantallas de ordenador en las que se inscribe en verde la expresión Pop Art: el culto a la imagen. Hacen ver que se relacionan, pero no miran a los demás sino a la cámara, que simboliza al público. Lady Gaga se frota reiteradamente la cara con una mano como si no creyera lo que está viendo y que ha generado. La casa del deseo (del dinero) parece el camarote de los hermanos Marx.
En este escenario, lo privado y lo público se confunden. Finanzas y sentimientos (o sexo) alternan los papeles. Al final de juego, LadyGaga tiene que escoger entre su amante y el público. No duda.
Así como La República platónica era una metáfora del alma que informa tanto sobre el alma como sobre la ciudad, Pokerisland es una perfecta metáfora sobre la arquitectura moderna y los negocios que la rondan y la generan, sobre las figuras que la pueblan, que solo se desean a sí mismas. Negocios bajo los focos, a la vista de todos. Se bailan, incluso.
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