Todo empezó cuando Quirino, gobernador de Siria, siguiendo las órdenes César Augusto de Roma, mandó establecer un nuevo censo. todos los habitantes de Israel debían ser censados. Es decir, contados, controlados, asignados en un lugar determinado. Cada ciudadano debía acudir a su ciudad para ser identificado. La ciudad era la que identificaba a los habitantes, convirtiéndolos en ciudadanos romanos. Era la ciudad la que determinaba el estatuto de cada persona, cuyo control se efectuaba en y gracias a la ciudad. Se trataba del primer control sobre la población que el poder romano efectuaba, cuenta Lucas.
Cristo nació en tierra de nadie. Entre las ciudades de Nazaret y Belén. Escapaba así al control de Roma. No pertenecía a ninguna ciudad. No tenía, pues, el título o la condición de ciudadano. No era contado. No contaba para nada. Se trataba de un ser errante, capaz, entonces, de fundar un nuevo orden (urbano).
Su nacimiento se produjo en una cueva, o en un establo. El simbolismo del lugar es claro. Se trataba, no solo de espacios marginales, sino de lugares primigenios. La cueva era el espacio de los inicios, un vientre o una hondonada, una falla, una apertura en la tierra; en el establo, asimismo, cohabitaban hombres y animales; como en el Edén. Espacios edénicos o de los inicios, postergados por la nueva cultura urbana. Dejados de la mano de dios. Que Jesús hubiera optado por uno de estos espacios anunciaba la re-fundación del espacio y de la vida que proponía (y que su nacimiento anunciaba).
La reconquista del espacio urbano debió ser emprendida. Jesús no se oponía a la ciudad -como podría pensarse de un conocedor de la Biblia (aunque el que Yavhé se hubiera presentado al menos una vez como un constructor de ciudades y que hubiera circundado las aguas -quizá con un compás- ya matizaba la oposición urbana que el Antiguo Testamento manifestaba). Lo que planteaba era un cambio de concepto. La ciudad ya no iba a ser un lugar y un medio de control, que reprimía o encerraba la vida; sino, por el contrario, la condición misma y plena de la vida.
Jesús -o Cristo, más bien- se presentó como un constructor ("tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia"); como un material de constructor (fue comparado tanto con una piedra de ángulo como con una clave; o, mejor dicho, fue considerado como una piedra. Piedra posada sobre una piedra); y, finalmente, como un edificio (la iglesia, el espacio de encuentro -que no de control-, de intercambio, por excelente. Arquitecto, material y obra. Su figura aunaba al creador, a la materia y a lo creado en una misma figura o imagen poética. También al habitante. Cada fiel fue equiparado a Cristo; y cada fiel era tanto miembro de la iglesia, cuanto parte de este mismo edificio. Cristo habitaba en el edificio que era y había construido. Al igual que cada uno de sus seguidores, a los que invitaba a que se dispersasen siguiendo los cuatro puntos cardinales. Algunos llegarían hasta Roma, y la India.
La ciudad, entonces, se dispersaba. Cada edificio se ubicaba en un sitio distinto. Los caminos que seguían los fieles eran las vías (de acceso a la luz y la verdad) que estructuraban este nueva ciudad universal. No tenía lugar. Estaba dónde estaban todos los fieles. O, mejor dicho, ocupaba todos los lugares. La tierra, entonces, se convertía en un único espacio urbano, es decir, habitable. Ciudad que carecía de centro y de periferia; de monumentos; de espacios de poder; ciudad disgregada, una y múltiple, mudable, móvil, que se asentaba donde se instalaban los fieles, sus habitantes que eran, al mismo tiempo, sus creadores y sus edificios. Ciudad anti-monumental, sin jerarquía, que ya no ejercía presión alguna, que no obligaba a fijarse en sitio alguno, encerrando entre vías y paredes; ciudad que se ampliaba y se contraía en función de los desplazamientos y los agrupamientos de los fieles, los ciudadanos que la constituían. Sólida, formada, bien edificada, como todo ser humano formado.
La separación entre edificio y habitante, entre hábitat y habitante, continente y contenido, se disolvía. Cada uno era un morador y una morada. La ciudad ya no tenía lugar, puesto que acontecía en cualquier parte. Se configuraba como una verdadera comunidad capaz de albergar o de incorporar a quienquiera deseara entrar a formar parte de ella, de construirla y ampliarla. Ciudad invisible, y, sin embargo, presente allí donde habitaba el ser humano. Ciudad que era el ser "humano" -si es que "existe" el ser no humano.
Ciudad utópica, sin duda, o, mejor dicho, ubicada en cualquier topos (lugar), que es el espacio de los habitantes. Ciudad de fábula o de ensueño. Fabulosa; ciudad siempre ubicada en el futuro; un espejismo. Ideal, por tanto.
Nota: el que el censo nunca se encargara ni tuviera lugar (no existe ningún documento romano que trate este tema, que ni siquiera Marcos ni Mateo citan) -y que fuera solo un motivo literario, como los acontecimientos narrados que construyen la vida de Cristo- no altera la "realidad" de la revolución arquitectónica que Cristo introdujo. Se trata de una revolución teórica, contada, aplicada posteriormente, quizá a partir de Pablo o ya en el s. I dC.
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