sábado, 2 de abril de 2011
Hermes, explorador espacial
Como un ave de centelleante plumaje de fuego, como el brillante ojo de Horus, desde el horizonte, se alza, cuando el alba despunta apenas: Hermes, el benjamín, el hijo predilecto de Zeus, surca el empíreo desde el amanecer hasta que la luz declina.
Su despuntar anuncia el día. Hermes es el mensajero de los dioses, su portavoz. Las decisiones divinas, y el fruto de las acciones del cielo -activando, por ejemplo, la rueda del tiempo- llegan a los seres humanos gracias a la mediación de Hermes. No existe frontera que se interponga en su veloz desplazamiento; ni siquiera la falla entre el mundo de los vivos y el abismo de los muertos, ante la que todos los dioses, ya provengan de lo alto, ya asciendan de los infiernos, se detienen inexorablemente. Hermes franquea los límites del mundo sin detenerse ni perderse.
Su sentido de la orientación es prodigioso. El alba que arrastra ilumina su camino. Serpentea en las tinieblas. Las alas de su calzado y las que despuntan del casco le ayudan a surcar los espacios vacíos. La oscuridad ni los misterios no le frenan, porque sabe hallar el camino hasta lo más hondo del mundo infernal, y encontrar la senda de vuelta hacia la luz. Por eso, las almas de los difuntos le siguen presurosas a fin de no perderse en su descenso hacia el Hades, su nueva y postrera morada.
Los caminos que unen las ciudades y organizan el territorio están punteados por unos mojones de piedra coronados por el busto del dios, llamados precisamente hermai. Pautan el espacio, impidiendo que los viajeros (comerciantes, ladrones, viajantes) se pierdan o no sepan qué dirección tomar. Con la protección de Hermes la senda es segura.
Siendo así que Hermes está familiarizado con lo ignoto, una segunda barrera, quizá incluso más infranqueable, que separa el mundo real del mundo de la ficción -barrera que un espejo dibuja-, salta al paso de Hermes. Detrás de él, los hermeneutas (los intérpretes del arte) se adentran en las profundidades del texto o de la imagen. Ésta aparece como un mapa que Hermes recorre en profundidad. Circula por la carta de las imágenes ayudándose de las mismas. Son las imágenes quienes lo orientan, ya que es capaz de percibir señales, que le indican el camino hacia los mensajes más inexpugnables, con la ayuda sola de su luz. Desde la superficie de la imagen, se adentra en los incontables significados de la obra de arte. Ésta constituye un espacio arquitectónico, compuesto de una infinidad de estancias, cada más oscuras puesto que cada vez más alejadas de la luz que reverbera en la superficie del espejo, la apariencia, imagen o forma de la obra de arte. Todos los cerrojos que el creador ha dispuesto saltan. Hermes prosigue su camino. La luz que trae ilumina las más recónditas esquinas. La imagen adquiere profundidad. Los sentidos, que habitan en la obra, fluyen a la superficie. Hermes en un arqueólogo del sentido, un explorador de la cara oculta de la imagen -por eso mismo, Hermes ayuda a cifrar los mensajes que no se quieren divulgar gracias a una apariencia o imagen engañosa. Sin duda, Hermes aún se ríe de las cadenas que dispuso en las Meninas de Velázquez.
Toda imagen es un mapa de un mundo, interno o externo. Mapa que se tiene que leer. Los signos que lo pueblas, las líneas que lo recorren son indescifrables a primera vista. Como Beatriz -guiando a Dante por los enrevesados caminos que atraviesan el cielo y los infiernos-, Hermes es la única divinidad capaz de ayudar a explorar los múltiples niveles del sentido de la obra de arte, las capas sucesivas de mensajes, las distintas grafías, el sin número de pliegues que se interponen al avance del intérprete -protegiendo aquellos sentidfos que no pueden ser desvelados impunemente, y que solo la luz de Hermes desgarra o disipa. Hermes ve en la imagen un mundo estructurado -pero inexpugnable- allí donde solo percibimos superficies vanas o planas. Gracias a Hermes, el mundo del arte se dota de sentido, de espesor. Se configura como un universo complejo cuyos secretos no podrán ser desvelados nunca.
Porque Hermes es también un dios burlón. Así como engañó a Apolo (el dios de la poesía y la arquitectura, dios que levanta los mundos que poesía y arquitectura definen), haciéndole creer que iba en una dirección cuando caminada -de espaldas- en dirección contraria, así puede llevarnos hacia el abismo, dejándonos que nos abisbamos en las profundidades, oquedades u oscuridades de un texto o una imagen, y ya no sepamos hallar el camino de vuelta hacia ese lado del espejo. Por eso, las sendas que Hermes traza no son siempre seguras. Llevan a la verdad -o a su negación. La misma verdad de la obra puede ser tan luminosa que nos ciegue. Con hermes quizá acabemos confundiendo la realidad y la ficción; mas sin él, el mundo se amputa de la ficción, en la que el mundo se transfigura. Y la vida, entonces, deja de ser esperanzada. Hermes construye espacios dotados de sentido. Mas que pueden dejarnos sin sentido. Las obras de arte´y, más precisamente, las de arquitectura, han sido siempre castillos encantados. Habitados por hadas. Y ogros.
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