El alcalde de Barcelona ha pedido a quienes les "gusta la ciudad en la que vive(n)" que le "apoye(n)". Siendo así, los que no le apoyen, es decir, no le "den" su voto, estarían a disgusto en la ciudad o sentirían disgusto por ésta; de algún modo, lo que les desagradaría, sería, no lo que el alcalde haría o hubiera hecho en y por la ciudad, sino la misma ciudad. Unos verdaderos desagradecidos, a quienes se debería declarar como ciudadanos indeseables; y expulsarlos del seno de la urbe. Condenarlos al destierro.
Esa opinión significa o denota que el alcalde liga su suerte (política y laboral) a la ciudad. El disgusto que se pueda sentir por él o por su labor refleja el disgusto por Barcelona. El alcalde y la ciudad son, entonces, lo mismo. La identificación es absoluta. Quien no está conmigo está contra la ciudad: es un mal ciudadano. La personificación de la ciudad es el alcalde. No solo la representa, sino que la encarna. El alcalde, pues, se presenta como el protector de Barcelona, algo así como la divinidad tutelar, lo que antiguamente se conocía como la diosa Tique o Fortuna. El alcalde se muestra o se cree como un dios. El dios de la ciudad. Ésta descansa en él. Su destino está unido al suyo. Si desaparece (políticamente), si no se le elige o se le aclama, la ciudad está en peligro. Nadie ni nada la defenderá. Como una esfinge, la mala fortuna se instalará.
Después de Madonna, hacía tiempo que no se había asistido a la reciente divinización de un ser humano, un gobernante por añadidura.
Pero a los dioses no se les vota. Se les rinde culto; se les adora; o se les derriba. La caída de los dioses. Y no levantan más la cabeza.
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