lunes, 9 de mayo de 2011
Espacios escénicos (el espacio, según Marcel Borràs y Nao Albert, en la obra Hamlet 3.0)
La nueva obra teatral, recién estrenada, que los autores y actores teatrales Marcel Borràs (1989) y Nao Albert (1990) han escrito, interpretado y dirigido para el ciclo Radicals, en el Teatre Lliure, en Barcelona (7,8, 14 de mayo de 2011), refleja una compleja concepción o visión de las relaciones del teatro y la vida que ya han mostrado en alguna obra anterior.
Marcel Borràs se refiere a menudo a la "cuarta pared", esa pared invisible que separa el escenario del patio de butacas, el espacio de la interpretación del espacio "real" o cotidiano. Los juegos entre la realidad y la ficción son contantes, no siempre discernibles a "simple vista": la historia se basa en historias, creencias o experiencias de un familiar de uno de los artistas, el cual se interpreta a sí mismo en la obra. Los actores representan papeles y se representan a sí mismos, sin que se sepa bien en qué mundo se encuentran. Cruzan, en ambos sentidos, la "cuarta pared". Algunos diálogos podrían ser improvisaciones, sin que se sepa bien -ni se tenga que saber- quienes dialogan: personajes o actores.
La obra se titula Hamlet 3.0: el desconcierto, la sensación de no saber donde uno se halla, si en un escenario de teatro, o de pesadilla, embarga, no a los personajes, sino a los espectadores. Hamlet son todos los que asisten al espectáculo. No saben -no sabemos- si vemos fantasmas o seres de carne y hueso. La duda que embarga a Hamlet atraviesa la cuarta pared.
Es la concepción del espacio escénico, sin embargo, que más intriga. Éste no se presenta como un único espacio, sino que se ve sometido a una continuaa metamorfosis, confundiéndose a veces con el espacio real, antes de volver a ser el lugar extraño de una ficción.
No existe una barrera física entre el escenario y la platea. Cuando la obra empieza, todos los elementos escenográficos están ya en escena. Ésta diría una instalación de Paul MacCarthy o de Thomas Hirschhorn. Cuando la obra empieza, el espacio de la ficción oscila entre un escenario y la directa prolongación de la platea: es y no es -tal es un tema hamletiano- un escenario: los actores representan a unos personajes que son ellos mismos, estando sin estar en un escenario. De pronto, la puesta en escena se vuelve más convencional: un decorado transporta la acción a un lugar remoto. Ya no estamos en un teatro, sino en el Lejano Oeste norteamericano. Pero, poco a poco, el espacio se desagrega. Como en un retablo medieval, se subdivide en múltiples espacios: una casa del siglo XIX, una pradera, un cuatro de estudiantes. Todas las acciones que acontecen en estos espacios se representan simultáneamente sin que presten a confusión. Constituyen viñetas que el ojo recorre una a una, sin perder de vista el conjunto.
Uno de los decorados plantea problemas acerca de su entidad: se representa o se simboliza un cuarto de estudiantes de ciencia gracias a un invernadero. Este invernadero es "de verdad": no se trata de una reconstrucción o imitación de un invernadero sino de uno trasplantado a la escena. Invernadero "real" que cohabita con un decorado que representa una casa decimonónica del Oeste norteamericano. Dos "verdades" se hallan en escena, dos representaciones: la nueva presentación de una estancia, traída del exterior -es la realidad que penetra en escena- y la representación de una estancia de otro tiempo -aquí el decorado transporta el espectador hacia una realidad lejana en el tiempo y el espacio-. Dentro del invernadero (impoluto como un laboratorio de una plantación experimental) quienes actúan son estudiantes, y no actores, que se llaman por sus verdaderos nombres, que no actúan, sino que se interpretaban a sí mismos. Son su propia imagen. Se muestran como son: la escena revela su verdadera entidad: el teatro dice su verdad. Y las obsesiones de Hamlet reaparecen.
A medida que la obra se desarrolla, el escenario se vuelva a transformar: es ahora un escenario de conciertos. Quienes tocan son los actores, convertidos en personajes, sin dejar de ser ellos mismos. Nuevo cambio: el escenario se vuelve una pantalla: lo que vemos es un anuncio. No se sabe si asistimos a la grabación de un anuncio, su representación teatral, o si se muestra como si se proyectara en la cuarta pared, convertida en pantalla. El espacio tridimensional se reduce a un plano. Más tarde, acabada la obra, Marcel Borràs contaría el cuidado con el intentan que, en este caso, lo que acontece en el escenario quede perfectamente detrás de la cuarta pared, sin "salpicar" a los espectadores: la pantalla muestra sangre, pero está lisa.
Las luces se ensombrecen. Casi todos los actores desaparecen. Algunos no volverán. El ruido, la música disminuyen. Se diría que la obra acaba. El escenario vuelve a transformarse. Ya no es el lugar de una acción tomada de la realidad, sino el espacio de un sueño: el sueño de uno de los personajes que no es un personaje ni un actor sino una persona de la calle en escena se va a "hacer realidad": sus sueños cobran vida o entidad. Pero no sabemos si sueña, son alucinaciones o ensueños suyos. No sabemos si lo que acontece acontece "de verdad" o solo son figuraciones del actor-no actor. La sombra de Hamlet vuelve a rondar: ¿acaso vio al espectro de su padre?
Y, de pronto, uno de los actores, sin sacarse la máscara, se levanta, se presenta como un actor -cuyo rostro no vemos- y anuncia el fin de la ilusión. La realidad tarda en imponerse. Los juegos entre la realidad y la ficción han sido tan constantes y cambiantes que nadie cree al actor cuando "dice la verdad": lo que cuenta parece parte de la obra, una ficción, un juego. Y nadie, mientras sale lentamente, sabe a fe cierta si se ha convertido en un personaje, como si la salida no implicara el fin de la obra, sino que hiciera parte de su desarrollo. Pocas veces el barroquismo de Shaskeapare ha sido llevado hasta sus últimas consecuencias.
Lo que sí queda claro es que Marcel Borràs, sea quien sea, un actor, una persona o un personaje, es un intérprete deslumbrante. Un simple monólogo de unos pocos segundos, pronunciado por un personaje que quizá sea el actor que se ha sacado la máscara, ha dejado a los espectadores mudos. Les ha enfrentado a lo que son sin querer reconocerlo.
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