La ciudad sumeria de Uruk, a mitad del cuarto milenio aC, tenía unos ochenta mil habitantes; un milenio más tarde, la ciudad vecina de Ur acogía quizá a 350000 habitantes. Se trataba de la mayor ciudad de la historia, en todo el mundo, hasta Roma en el siglo I dC.
Sin embargo, el número de habitantes no es un dato a tener en cuenta para distinguir entre una ciudad y un pueblo. Ni siquiera la estratificación social y profesional, propia del mundo urbano, es un criterio decisivo. En efecto, el tejido social y laboral de la ciudad mesopotámica se asemejaba a la de un pueblo. No se practicaba la "zonificación" -la división por clases y labores-. Viviendas extensísimas cohabitan con modestas moradas, junto a lo que parecen talleres. La ciudad se componía de una serie de barrios o distritos, en los que distintas clases sociales y profesionales vivían juntos, sin separación manifiesta. La división física no se trazaba entre pudientes y necesitados, sino entre barrios multiclasistas.. Canales que se adentraban en la trama urbana, y murallas aislaban cada barrio. Solo el puerto, siempre presente en ciudades marismeñas o fluviales, cumplía al mismo tiempo las funciones de mercado, y alguna larga calle, que atravesaba varios barrios, acogía tiendas y negocios de distintos artesanos y profesionales (lo que corrobora la ausencia de especialización de los barrios): se trataba de una arteria comercial en la que todo tipo de comercios se distribuían.
Lo que, en verdad, caracterizaba a una ciudad, era la posesión de los me.
Los me: un término plural difícilmente traducible, pues los significados que posee son excesivamente heterogéneos entre sí para nosotros. Me es el verbo "ser". Algunos especialistas consideran que los me son las esencias, pero también los fundamentos, las leyes, las reglas de cualquier tipo de acción, función, organización. Los me, de algún modo, son los fundamentos de la cultura. Los me son activos, efectivos. Inciden en la vida humana y divina. Regulan la vida entre el cielo y la tierra, y la vida en común. Son los me los que dan sentido a la vida.
Los me se hallan protegidos en el templo de la divinidad principal de la ciudad. Los mitos cuentan como los dioses compiten entre sí para apoderarse, para hacerse con el "poder" de los me y llevárselos a la ciudad que presiden.
La ciudad que pierda los me cae. Deja de ser un espacio fundamental, que da peso a lo que se hace y se dice.
Los fundamentos del mundo no se hallan en el empíreo -ni en la mente divina (o humana)- sino en el templo principal de la ciudad; templo que solo existe porque acoge a una divinidad que vive en la tierra porque la ciudad existe.
Sin ciudad, entonces, el mundo se convierte en un sin-sentido, o una ilusión. La ciudad es un centro, es lo que centra el mundo, aporta estabilidad. Las cosas y los hechos se enraízan, se asientan sólidamente solo porque la ciudad existe. Sin la cultura urbana, el mundo retorna al caos de los inicios.
La ciudad sumeria no mancilla el edén, como en la Biblia, sino que lo instituye: dibuja un espacio donde acciones y decisiones adquieren el peso necesario para ser efectivas, creadoras. El mundo es creado o recreado desde y en la ciudad.
Esta es, probablemente, la gran aportación teórica y práctica sumeria.
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