Debe de ser una casualidad que las primeras expediciones arqueológicas en Egypto, y un poco más tarde, en el Próximo Oriente, a la búsqueda de obras antiguas singulares, empezaran cuando el arte en Europa dejara de tener sentido, o se convirtiera en algo decorativo o que tenía que ser contemplado desde cierta distancia, como un cuerpo un tanto extraño y un tanto prescindible.
Hasta finales del siglo XVIII, en Europa, el arte, tal como lo entendemos hoy, no existía; no existían obras de arte que tuvieran que ser apreciadas por sus cualidades (superficiales). Las grandes obras de arte, religiosas o mitológicas (incluso las obras de género como los bodegones) eran considerados como unos fetiches. No importaba demasiado cómo habían sido manufacturados; fueran hermosos o feos (calificativos en los que pocos pensaban), lo importante era la capacidad de las obras de ser lo que representaban. Los crucifijos sanguinolentos, las pinturas de santos y mártires, eran, no admiradas, sino adoradas. Es cierto que lo que hubiera tenido que suscitan devoción era, no la imagen, sino la figura representada; ella era la que hubiera tenido que despertar pasiones; pero las obras más apreciadas eran las que eran capaces de transportan al espectador (o, más bien, al fiel) hasta los santos y los mártires, o eran capaces de que éstos se encarnasen ante los angustiados devotos. La obra era idéntica al modelo figurado. Tocando la estatua o la pintura, el devoto tenía la sensación de entrar en contacto con el cuerpo dolorido o transfigurado del santo, que se mostraba, como Cristo, ante los sentidos de los hombres, para redimirlos. El que la talla o la pintura hubiera sido habilidosa o hermosamente representada contaba poco a la hora de valorar la imagen. Ésta tenía que transportar al devoto, dándole la sensación que estaba ante el cuerpo presente del ser sobrenatural.
Esta creencia en la magia de la imagen decayó desde el Siglo de las Luces (aunque los vídeos de Lady Gaga y Justin Bierbier, como hace poco, los de Hannah Montana -que Dios la preserve- siguen suscitando el delirio, como si aquellos se hubieran materializado). Las imágenes, los fetiches, más bien, se convirtieron en obras de arte. Dejaron de estar imbuidos del poder, el aura de las figuras representadas (o, mejor dicho, encarnadas). Las obras ya no se podían tocar: eran inertes. Frágiles bibelots que se quebraban y se quiebran con el solo roce. ¿Cabe imaginar que los rudos fetiches tenían que vivir entre algodones? Su fuerza no aminoraba ante los ocasionales desperfectos. Si los fetiches no se tocaban no era porque se temiera dañarlos sino porque inspiraban terror: si se tocaban, sin la debida preparación, uno podía caer fulminado. Las efigies, los fetiches mataban; las obras de arte solo podían ser observadas, distraidamente y desde lejos (de cerca se descubría la superchería: eran falsos idolos, sin poder alguno, meros objetos planos) de modo que la factura, ahora sí, se convertía en un elemento que cualificaba la creación.
La creencia en el poder efectivo e inmemorial de las imágenes había disminuido o cesado. De algún modo, hacía falta hallar sustitutivos. Las imágenes de los astros (de la música y del deporte) aun no existían. Los nuevos fetiches no podían ser contemporáneos de los espectadores. Ya nada creía en la fuerza de las imágenes. Por necesidad, tenían que proceder de la antigüedad, de la remota antigüedad. El arte greco-latino era demasiado parecido al arte neoclásico. Pocos poderes, escaso magnetismo parecían poseer las estatuas de divinidades como Venus o Apolo, apreciadas mas bien por su belleza, no por su capacidad de reflejar la irradiación divina. El arte greco-latino eras eso, arte: poco tenía que ver con la magia.
Por ese motivo, los occidentales partieron en busca de imágenes que les devolvieran la inquietante prestancia de lo invisible. Excavaron en Egipto, en Oriente y, pronto, en África.
Exploraron las colonias. Conquistaron tierras, crearon colonias para extraer bienes (y obtener esclavos) y abrir mercados,. Pero también buscaron lo que los fetiches occidentales, reducidos a obras de arte, ya no podían ofrecerles: el temor, y el temblor, ante lo desconocido.
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