La saga del rey mesopotámico Gilgamesh, de la ciudad sumeria de Uruk, sumadas las versiones sumerias y acadias del relato mítico, se construye a partir de la oposición entre la memoria y el olvido, que se resuelve o se simboliza en la figura del propio Gilgamesh. Éste posee una parte de divinidad y dos de humanidad. En tanto que dios es inmortal, mas el peso de su condición humana lo convierten en un ser mortal. Es esta dualidad, o este desgarro, que Gilgamesh trata de resolver, no solo para sí mismo, sino en tanto que representante de todos los seres humanos. En Mesopotamia -como ocurrirá también en Grecia-, los mortales eran considerados unas sombras: seres evanescentes, creados solo para servir penosamente a los dioses. Mas los humanos, moldeados con barro, poseían una espurna divina. La suerte de la humanidad estaba ligada a la de Gilgamesh y simbolizada por la de este rey.
Gilgamesh trata de perdurar para siempre, cultivando su lado divino. Sabe, empero, que deberá esforzarse, pues su destino es la muerte. Tiene, pues, que torcer el hado funesto.
Una primera tentativa pasa por la preservación del cuerpo, sede del lil, el espíritu o soplo. Parte, pues, en busca de la planta de la inmortalidad. No la busca para si mismo, ciertamente, sino para devolver a la vida a su fiel amigo y escudero Enkidu, recientemente fallecido por culpa de las ambiciosas aventuras de Gilgamesh. pero también sabe que esa planta podría redimir a todos los hombres: una planta dotada de espinas de la que Gilgamesh desconfiará -podría devolver los muertos a la vida, o envenenar- y que perderá para siempre.
Pero Gilgamesh también busca que su nombre perdure. Busca "hacerse un nombre", alcanzar el renombre.
Su partida hacia el intrincado Bosque de los Cedros, situado más allá de las siete montañas y los siete desiertos, donde moran los dioses, encabezados por el Dios del Espíritu (Enlil), vigilado por el monstruo divino Humbaba, solo tiene una finalidad: colocar (gar) su nombre (mu), emplazarlo (gub). Algunos intérpretes piensan que lo que Gilgamesh trata es de erigirse un monumento en el Bosque de los Cedros que celebre y recuerde su gesta: su enfrentamiento a muerte con Humbaba, y su victoria final. La búsqueda de la fama, que redima del olvido en el que le conduce su condición humana, impregna toda la saga. Una y otra vez, Gilgamesh trata de emprender acciones heroicas que sean dignas de ser recordadas para siempre.
A la vuelta de sus aventuras, cansado, tras haber perdido a Enkidu, y haber temido los efectos de la planta de la inmortalidad, Gilgamesh descubre que el monumento gracias al que su buen nombre perdurará ya existe: son las espléndidas murallas de la ciudad de Uruk, donde reina, levantadas bajo sus órdenes. Esta obra es como una estela funeraria. Recordará para siempre a todos los mortales la existencia de Gilgamesh, impedirá que su nombre caiga en el olvido, nombre, que una vez pronunciado o recordado, devolverá, por un momento a Gilgamesh a la vida. Su imagen aparecerá, se destacará de la penumbra infernal que atenaza a todos los mortales.
Las murallas de la ciudad se asentaban sobre unas sólidas fundaciones o cimientos. En éstos descansaba un texto. Unas tablillas de lapislázuli habían sido depositadas durante el ritual de fundación de la ciudad. en éstas estaba escrita la vida de Gilgamesh, el Poema que los lectores tienen aún en las manos. El texto está incluido en el texto. La narración cuenta o recuerda un ritual fundacional que contiene esta misma narración. Se trata de una narración circular, como el cuerpo de una serpiente inmortal cuando se vuelve sobre si misma.
Es, por tanto, el Poema de Gilgamesh lo que preserva para siempre el nombre de Gilgamesh, que lo mantiene en vida. Gilgamesh vivió para contar su vida. Y contándola, contando lo que vivió, alcanzó la inmortalidad.
La ficción venció a la realidad. El poder de la ficción es lo que nos mantiene en vida.
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