martes, 25 de octubre de 2011
NASIRIYA, 25 de octubre de 2011
1: vehículo militar norteamericano en retirada cerca de Nasiriya
2 y 3: Museo de Nasiriya
4: Nuestra seguridad en Nasiriya
5: Zoco de Nasiriya
6: Terraza al aire libre cabe el Éufrates al anochecer
Fotos: Tocho, octubre de 2011
Nasiriya es una ciudad de provincias del sur de Irak, en el centro de la mayor concentración de asentamientos arqueológicos de la historia. Desde ella, se accede a Ur, Uruk, Eridu, Tello, Obaid, Larsa, Lagash, es decir a los restos de las principales ciudades sumerias, todas ellas situadas al borde de unas marismas que han retrocedido centenares de quilómetros a causa de la bajada de las aguas del golfo Pérsico, desde hace cuatro mil años.
Nasiriyia es considerada una ciudad segura, hoy. Pensábamos que podríamos movernos libremente. Pero las autoridades iraquíes, al igual que las personas que nos acompañan, tienen demasiado miedo que algo nos ocurra, aunque tratan de darnos las sensación que podemos actuar como queremos.
Hasta 2003, fue una ciudad donde las mujeres tenían plena libertad, y vestían como querían. Hoy, desde la invasión, la presión de los clérigos obliga a las mujeres a llevar el chador. La tela es sintética. En verano hace cincuenta y cuatro grados. Ahora, en noviembre, unos treinta y cinco aún. Operación Libertad.
Una rama extremista del chiísmo controla la ciudad. Milicias del temible clérigo Al-Sadr velan armadas. La cerveza, incluso sin alcohol, está prohibida, y su venta y consumición pueden convertir a uno en un blanco.
La infraestructura de la ciudad quedó muy dañada. La central eléctrica, que funciona, es un inmenso complejo destartalado, humeante y oxidado. Fue ocupada por el ejército italiano que trató de proteger los yacimientos arqueológicos.
Pero el museo -un edificio modesto, agradable y digno, compuesto por salas bien proporcionadas que giran alrededor de un pequeño patio arbolado-, y del que las mejores piezas fueron llevadas a Bagdad cuando el inicio de la invasión del 2003, está devastado interiormente. Las salas, vacías, solo acoger a algunas vitrinas sucias y rotas, cubiertas de telarañas, entre las que se alzan dos de las cuatro obras originales que permanecen en pie: unas estatuas de piedra, de tamaño natural, que representan reyes partos, del siglo III dC, hallados en Hatra, y que hoy parecen ejercer su poder sobre nada. Un hermoso ladrillo estampillado neo sumerio, cubierto de polvo sobresale de una vitrina que ha perdido los cristales.
Sin embargo, todos los iraquíes con los que hemos hablado comentan una noticia hecho pública: el presidente de Iraq pidió y obtuvo dos millones de euros para desplazarse a Nueva York durante unos pocos días para asistir a la inauguración de la asamblea de la ONU; un millón para billetes de avión, y medio millón para pequeñas compras, regalos, etc.; devolvió el último medio, añaden sarcásticamente. Todo perfectamente contabilizado.
El hotel en el que nos alojamos tiene la orden de no dejarnos salir sin enunciar detalladamente dónde queremos ir. Salimos acompañados; el jefe de policía de la ciudad, junto con cinco soldados armados hasta los dientes, con cascos que parecen de astronauta y extrañas gafas amarillas, nos siguen en un vehículo militar, con las sirenas luminosas encendidas, que circula a nuestro paso. Un policía habla de cortar la calle central comercial, que se adentra en el zoco, para que paseemos, sin que circule ningún vehículo. Nos impiden alejarnos. Cualquier compra es efectuada por los miembros de la Universidad de Baghdad que han decidido, lo queramos o no, acompañarnos. Es cierto, sin embargo, que el zoco, que bulle de compradoras enlutadas, nos mira de reojo, con aspecto muy serio. Hace decenas de años que los únicos extranjeros que han permanecido en la ciudad sin recorrerla andando son soldados norteamericanos e italianos, y personal de las refinerías de petróleo cercanas.
El noventa por ciento de la población está más o menos enferma. Las bombas de uranio empobrecido (las llamadas bombas sucias), que el presidente Saddan Hussein utilizó contra las moradores de las marismas, en pleno embargo -bombas vendidas por industriales norteamericanos con el consentimiento de su gobierno, violando el embargo- y, durante la Segunda Guerra del Golfo, en 2003-2004, por la coalición encabezada por el ejército norteamericano, han disparado la tasa de cánceres mortales. Los enfermos suelen fallecer a los seis meses. Desde hace un par de años, un pequeño hospital especializado trata los enfermos de la ciudad y de los alrededores. Un gran número de consultorios médicos, con colas en la puerta, están abiertos de par en par entre los comercios del zoco. Hay momentos en que uno tiene la sensación que se ahoga, y querría llorar.
Una velada, en una terraza cabe el Éufrates, de noche, frente a la otra ribera festoneada de luces de colores, para fumar una pipa de agua y tomar un té, mientras hablamos con los profesores de Bagdad que nos acompañan, revela algunas verdades, que no se perciben a primera vista, si bien cuando uno observa con cierto detenimiento descubre que mucha gente en la calle presenta insólitas marcas de heridas.
Uno de los profesores que nos acompañan ya no vive en Bagdad. Partió apresuradamente en 2007, después que, en medio año, fuera secuestrado y su chofer asesinado, cumpliera tres meses de cárcel en el sur, acusado por la familia del chófer de ser el causante indirecto de la muerte de éste, y fuera herido, con secuelas físicas, en una devastadora explosión en un puente metálico.
El otro profesor también presenta heridas. Fue tiroteado por dieciséis hombres armados, en su casa. Tuvo suerte: varios colegas suyos fueron asesinados horas antes por la misma banda.
Hoy, saben que no verán nunca el nuevo Iraq, aunque solo tengan unos cuarenta años.
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