jueves, 17 de noviembre de 2011
Museos de San Francisco
1-5: De Young Museum
6: Vista de San Francisco desde el mirador de la torre del museo
7-8: Legion d´Honneur Museum
9-10: San Francisco; el fondo, enneblinado
11-12: maquetas precolombinas, Perú, s. II aC- VII dC, De Young Museum
13-14: Charles-André Vanloo, Architecture, 1753
Fotos: Tocho, noviembre de 2011
La calle Fell se dirige hacia el Golden Gate Park a través del tranquilo barrio de Haight Ashbury desde la gran diagonal que la calle Market abre en el juego de cuadrículas perfectas, dispuestas como en un juego de ajedrez, del plan de San Francisco. Se trata, en el plano, de un calle recta, trazada con una regla, que, sin embargo, cobra vida, y se alza, en la realidad, como solo lo pueden hacer las empinadísimas calles de San Francisco cuando rehuyen el mar. Viviendas individuales de todo tipo, de todos los estilos y materiales, la mayoría de madera pintada de tonos pasteles, punteadas de pináculos y torreones que apuntan a la luna, siguen el movimiento ascensional de la calle. El tráfico es escaso, como pocas son las personas en los pequeños cafés situados en las esquinas de la calle Fell. El barrio residencial de Haight Ashbury parece el castillo de Blancanieves.
Por encima de la copa de pinos gigantes se alza, como un oteador que estira y gira el cuello, la torre del Museo de Young. Se trata de una de las últimas obras de los arquitectos suizos Herzog y De Meuron. El edificio, compuesto de un cuerpo bajo de la que se alza un alto mirador, forrados de placas metálicas que arden al tibio sol, es demasiado grande. La planta baja es desordenada, e inútilmente amplia. El mostrador de la entrada parece de goma de tan estirado que se ha dejado. No se sabe hacia dónde ir. La distribución de las salas es confusa. Es fácil perderse, o cansarse de vagar en busca del núcleo de comunicaciones.
Y, sin embargo, se trata, quizá debido a su composición desmadejada, de un museo hecho a la medida del ser humano: caótico y próximo, imperfecto, desconcertante, pero en absoluto avallasador, pese a la altura de las salas. Recuerda una casa vivida, en que nada está en su sitio, precisamente porque el espacio se usa sin excesivos miramientos; porque se usa y no solo se mira. Grupos de estudiantes charlan distendidamente.
La colección es modesta: obras de arte moderno y contemporáneo norteamericano, en la que hasta las obras de los maestros como Rotkho son piezas pintadas fuera del registro más habitual; y piezas precolombinas, africanas y de Oceanía, sin duda correctas. Destacan dos pequeñas maquetas de arquitectura precolombinas, peruanas, de terracota, entre los siglos II aC y VII dC, y una fascinante representación del espíritu de un ancestro encarnado en una rama, de la cultura Sepik (Extremo Oriente). De algún modo, la visita se asemeja a la que se podría llevar a cabo en una buena coleccion privada, con sus altibajos. Estamos lejos de la voluntad de exhaustividad de museos más importantes, pero quizá menos vividos.
El café es el lugar más agradable. La terraza, que mira a un jardín de esculturas, se cubre con un amplísimo voladizo que constituye una proeza técnica y responde a un gesto gratuito. Pero precisamente su carácter excesivo le da un aire teatral o festivo, que no responde a nada, lo que casa bien con la función de la terraza de un bar de un museo: ofrecer un momento de olvido del rigor museístico.
La inauguración reciente de este museo ha permitido reordenar las colecciones del Museo de la Legión de Honor que acoge obras clásicas. Situado también en un parque -el Lincoln Park-, al norte del Parque del Golden Gate, domina a éste desde un acantilado que vierte sobre las inquietantes aguas del Pacífico cuando penetran lenta y poderosamente en la estrecha bahía de San Francisco. La neblina, que compone una franja blanca sobre el mar, como una zona que hubiera quedado sin pintar entre las aguas grises y el cielo añil, descompone el paisaje en viñetas mal conectadas. Los pilones del puente colgante de San Francisco parecen hincados en guata.
El Museo de la Legión de Honor se ubica en un palacio neoclásico al que se accede a través de un arco triunfal flanqueado por una doble columnata que delimita un severo patio de entrada. El conjunto es frío, exageradamente simétrico, como si quisiera contrastar con los prados y bosques pintorescos que un acantilado impide que se viertan en el mar, y controlar la irregularidad del terreno. Y forzadamente severo.
Mas, una buena colección de pintura clásica, una pequeña pero excelente colección de arqueológica (Mesopotamia, Egipto, Grecia y Roma), así como una muy buena colección de pintura impresionista, en la que Renoir, habitualmente tan relamido en las colecciones norteamericanas, no desentona, diluye la severidad impostada del edificio. Se trata de unos de los mejores museos, precisamente por la falta de pretensiones de la colección -mas que refleja un gusto seguro-, excelentemente dispuesta por las salas.
El museo es célebre pues en una de sus salas, Magdeleine, la misteriosa protagonista de la película Vértigo, de Hitchcock, se sentaba absorta en la contemplación de un retrato, a fin que Scottie, el detective encargado de seguirla, se detuviera, fascinado ante la perfección de su cuello, el moño en cuyo hoyo la mirada de Scottie se pierde, y su porte enigmático. Es en la sala situada a la derecha de la entrada que el detective iniciaba su lento descenso a las infiernos. Antes, éste se había fijado en un cuadro: una alegoría de la Arquitectura, del pintor rococó francés Vanloo (cuadro que, en efecto, se halla en el museo). Representa a unos niños que juegan con planos e instrumentos de talla y de dibujo; juegan con los fundamentos del espacio habitable, como si éste fuera el resultado de la sinrazón. El laberinto en el que Scottie se ve envuelto está creado por esos cupidos ciegos, esos niños que juegan con piedras talladas e instrumentos de precisión convertidos en instrumentos cortantes. Scottie no contempla el cuadro por casualidad. Intuye que los crueles cupidos juegan con él, que son los culpables de su desvarío. El decorado que la fachada del aislado y solitario museo -al que se accede tras una penosa ascensión- compone, en lo alto de los riscos, como unas ruinas suspendidas en el vacío, enmarcan la pérdida de referentes del detective. De algún modo, el Museo de la Legión de Honor -todo un nombre para un detective hasta entonces condecorado- da cuenta del progresivo hundimiento de Scottie.
En el bar sonaba, mientras la luz declinaba, a las cuatro y media de la tarde, "Quelqu´un m´a dit", de Carla Bruni. Tan incomprensible como Magdeleine -y, quizá, con propósitos parecidos.
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