Desde las primeras excavaciones en el yacimiento de Tello (Iraq), por parte del arqueólogo Sarzec, el Museo del Louvre posee fragmentos del que quizá sea el mapa más antiguo del mundo.
Olvidados en los almacenes, fueron montados, como un puzzle, en 1992, si bien el mapa completo, sobre una tablilla de barro de unos 20x20 cm, no pudo completarse. Algunos fragmentos, que quizá acabaran en Istambul (la capital del Imperio otomano al que estaba adscrito lo que hoy es Iraq), no se han hallado.
De nuevo, el conjunto cayó en el olvido.
En 2013, empero, tras su primera presentación pública en una exposición sobre arte sumerio que Caixaforum (Barcelona., Madrid, diciembre 2012-junio 2013) organiza, este mapa será incluido en la colección permanente del Departamento de Antigüedades Orientales.
El mapa ha sido estudiado con detenimiento por Béatrice André-Salvini. Se diría que es un plan cadastral. Muestra una parte del territorio que circundaba la ciudad de Girsu, la capital del estado de Lagash, la tierra del dios Ningirsu. Aparece un canal, llamado el Canal de las Carpas, que se sabe mandó abrir el rey Ur-Nanshe, hacia el 2500 aC; de este modo, se puede deducir la fecha de este documento, al menos la fecha más lejana en la que pudo ser trazado. Incluye canales laterales, mucho más estrechos, divisiones parcelarias, un montículo (hoy, los montículos artificiales, que tanto destacan en la planicie del sur de Iraq, y que resultan de la acumulación de los restos de edificios derribados por las inclemencias y las guerras, sobre los que se edificaban nuevas construcciones, se llaman, en árabe, tell, una palabra que proviene del acadio tillu, que significa colina, sin especificar si se trata de un alto natural o artificial), y palabras: nombres de algunos propietarios, y los nombres de hitos que permiten orientar el plano.
Estos nombres no se refieren al curso del sol (este-oeste, contrapuestos al norte y al sur), sino al lugar de donde soplan los vientos. Son los vientos (en sumerio, IM, un signo que también se lee como lluvia, y barro), y no los astros, los elementos celestes utilizados por los sumerios para orientarse y orientar sus planos.
Las puertas de los vientos huracanados eran abiertas por el dios Enlil (cuyo nombre, tradicionalmente, ha sido interpretado como Señor del Aire -lil es aire, también espíritu o fantasma-, aunque hoy se piensa que es el nombre, emparentado con el bíblico Elohim o el musulmán Alá, del violento dios de las tormentas, creador del mundo, en nombre de su padre An, el dios del cielo).
Los vientos dirigían el destino de los hombres. Los soplaban lo que les iba a acontecer. Por ese motivo, los vientos eran los elementos que indicaban o trazaban el camino, que ayudaban a no perderse, en el espacio y en la vida. Según un proverbio, "el viento norteño era satisfactorio; el sureño, dañino para el hombre; el viento del este traía las lluvias (...) traía la prosperidad; mientras que el viento del oeste era aún mayor."
Esa importancia del viento como elemento que guiaba -o que llevaba a la perdición, cuando borraba las huellas en la arena- quizá no fuera casual. No sé cómo era el régimen de vientos hace seis mil años, mas hoy, en lo alto de los montículos artificiales coronados por las ruinas barridas por los vientos, éstos se manifiestan violentamente. Es imposible dibujar, mantener un plano, aunque es fácil saber por dónde sopla el viento, a fin de refugiarse cuando se desata, de súbito, sin previo aviso, la tormenta, seca, y mortal, casi siempre.
ANDRÉ-SALVINI, Béatrice: "Une carte topographique des environs de la ville de Girsu (Pays de Sumer)", Geographia Antica, 1, 1992, ps. 57-66
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