El seminario a dos bandas -mesopotámica, griega- que el IPOA (Institut del Pròxim Orient antìc) de la Universidad de Barcelona cada año, organiza estuvo dedicado, el 16 de diciembre, a la noción del extranjero en el mundo antiguo.
Se analizó, minuciosamente, el vocabulario, acadio y griego, que designaba al "otro", a fin de descubrir qué imagen se tenía del que no es como nosotros, y que valor se le atribuía.
Se descartó voluntariamente la aportación de la lengua sumeria. ¿Algo puede decirnos acerca de la construcción del otro?
Extraño, extranjero se decía u-bar. Literalmente, significa "fuera (bar) de la tierra (u)", o de la "tierra (de) fuera". La noción de extranjería se traducía, no solo o no tanto social, sino espacialmente. El extranjero (la partícula ex ya denota, hoy, la lejanía, y el estar más allá de los límites de un lugar y de un grupo) era el que se ubicaba más allá de ciertos límites reconocibles y asumidos. Su distancia, o su distanciamiento no lo sitúa necesariamente en otro grupo, clan o ciudad, sino fuera de todo grupo humano. De este modo, se trataba de un ser difícilmente perceptible o reconocible: bar también se traduce por "detrás", "espalda" y "extraño". El otro era quien nos da la espalda, o a quien le giramos la cara, impidiendo verle el rostro o que nos descubra el nuestro. Se señala así, una radical otredad. Un extranjero no es como nosotros. Por eso, no nos miramos en el, no lo reconocemos. Vive fuera de nuestro espacio, siendo radicalmente distinto.
Posiblemente no sea humano. ¿Una alimaña o un animal, quizá?
Algunos textos en los que se señala que el extranjero no sabe vivir como un ser civilizado, da a entender la degradación del extranjero, convertido en una bestia. Relatos acerca de pueblos salvajes venidos allende las montañas (los límites naturales de las tierras bajas civilizadas, urbanizadas) inciden en esta consideración del otro.
Mas es posible que el extranjero, el morador allende el mundo civilizado, no fuera solo o tanto un salvaje.
Los límites de las tierras habitadas y habitables eran las altas montañas (que separaban el fértil valle del Tigris y el Éufrates de las ardías estepas centro asiáticas las cuales, por el contrario, parecían solo tener el límite del horizonte). Montaña o zona montañosa se decía kur, y kur-kur era el infierno. Éste no se ubicaba siempre en las profundidades sino en las alturas: entre los riscos o más allá de ellos. Los pueblos de las montañas, cuando descendían y causaban estragos, parecían emisarios de la muerte.
Los pobladores de las montañas eran algo así como unos muertos vivientes. Habitantes de las sombras, perdidos en las nubes que coronan los cumbres.
Es por eso que los u-bar, los extranjeros fueran, por un lado, los incivilizados (los no-civilizados), y los que se han alejado para siempre del espacio civilizado: los muertos (u, de u-bar, es la tierra que pisamos, en la que vivimos, la tierra que nos alimenta y en la que nos enraizamos, precisamente para no perdernos). Un u-bar es un desterrado o un desarraigado.
En este sentido, el imaginario griego es ilustrativo: el desterrado prototípico era Edipo. Tras ser expulsado de Tebas por las faltas cometidas, por las manchas que causaba, Edipo, cegado, se convirtió en un muerto en vida. Se sabía muerto puesto que no tenía dónde caerse muerto.
Los difuntos son como nosotros. Pero no los vemos ni podemos mirarlos. Preferimos no tenerlos delante. Nos recuerdan nuestra condición. El otro, el radicalmente otro, es el humano que ya no es humano, su imagen inversa u rota; el que no vive ni puede vivir entre nosotros. Se ha apartado y lo hemos apartado, aunque lo tenemos siempre presente, precisamente porque no podemos verlo claramente; su presencia fantasmagórica ronda siempre.
Sabemos que pertenece a(l) otro mundo, un lugar al que estamos yendo, aunque no lo queramos "ver". El extranjero, el extraño, el otro es aquél que nos recuerda nuestra frágil condición: un ser humano que ha perdido su humana condición: una sombra, un fantasma, una pesadilla.
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