lunes, 19 de diciembre de 2011
La casa por la ventana
Martin Creed: Sick Film. Work n. 610 (2006): http://www.martincreed.com/site/works/work-no-503
"Cuando no consigo vender una obra de arte, solo le doblo el precio"
(Ernst Beyeler, galerista suizo)
Un reciente y excelente artículo, publicado en la revista Newsweek (12/12/2011)(http://www.thedailybeast.com/newsweek/2011/12/04/why-is-art-so-damned-expensive.html), trata de ofrecer unas posibles respuestas a una pregunta que quizá mucha gente se haga.
Ésta no es la pregunta a la que se ha tratado desde hace años de ofrecer una respuesta: no sé si convincente (¿qué distingue a una obra de arte de una cosa que no lo es, si cualquier cosa puede convertirse en una obra de arte, desde los excrementos de un artista, el aire que éste respira, una sala que no contiene nada, o una bombilla que se enciende y se apaga, por citar ejemplos de obras de arte conocidas y reconocidas?), sino de la pregunta: ¿porqué gente acaudlada es capaz de gastarse fortunas -entre seis y dieciocho millones de euros, pongamos- en obras de arte que son indistinguibles de cosas que valen poco o nada: un simple globo hinchado de aire, un montón de caramelos, o dos relojes de pared comprados en una tienda de todo a cien?; o que incluso no son nada: soplo de artista, de Yves Klein, consistente en aire, es una obra mítica de finales de los años cincuenta, al igual que una orden escrita, de Dieter Roth, que ordenada que se encendiera y se apagara una bombilla: la obra era el gesto, gesto que cualquiera, en muchas partes del mundo, realiza cada día, sin que dicho gesto de lugar a la compra-venta ni mueva fortunas.
Por este precio, estos coleccionistas podrían adquirir un yate o una mansión en Hollywood o en Martha´s Vineyard. Más allá del hecho de que quizá ya posean esos bienes, lo cierto es que muestran más las piezas de arte que adquieren que ciertas posesiones. Éstas últimas pueden ser útiles: un yate sirve para navegar, y una casa ofrece un cobijo. Por el contrario, una obra de arte no sirve para nada.
Kant ya enuncio la gratuidad del arte, el que no tuviera ninguna función -o tuviera una función incierta-. Y podría ser, precisamente, esta misma inutilidad o razón de ser la que diera sentido a su compra por un precio desaforado. Comprando obras de arte, que, por definición, no sirven para nada -contrariamente a un coche de carreras, por ejemplo-, se demuestra hasta donde se puede llegar; es decir, se demuestra un inmenso poder, y la posesión de unos bienes inextinguibles que no sufren con la compra de objetos que no se sabe bien para qué sirven ni, por tanto, porque se adquieren. Se compran porque no sirven para nada: se tiene tanto que todas las necesidades están cubiertas. Se compra, así, graciosamente, sin tener ninguna necesidad.
Algunos antropólogos han comparado lo que ocurre en ciertas ferias de arte o ciertas subastas de alcance mundial -el gasto de millones para comprar peceras llenas de formol, o aspiradoras en vitrinas (aspiradoras que en tiendas de electrodomésticos valen unos pocos centenares de euros)- con lo que acaece en algunas sociedades tribales: a fin de demostrar su absoluta superioridad, ciertos jefes organizan fiestas que no parecen acabar nunca en la que se gastan todo lo que tienen. Tras la fiesta deslumbrante, en la que los invitados no se han podido creer la existencia de tantos bienes y la capacidad de gastarlos alegremente, los jefes quedan arruinados por una temporada. Todo lo que atesoraban ha sido gastado; casi se podría decir que atesoraban la máxima cantidad de bienes para poder echarlos en una fiesta memorable. Los invitados, entonces, sobre todo los que compiten por el poder del clan, están obligados a corresponder a tanta magnificencia y generosidad. No se pueden quedar atrás y gastar menos, como si tuvieran menos: por tanto, tienen que organizar una celebración aún mayor -más dispensiosa y larga- a fin demostrar que son aun más ricos, y desprendidos. Mientras, los que se acaban de arruinarse, son mantenidos por sus invitados -que menos pueden hacer- hasta que aquellos rehacen su fortuna, y la vuelven a tirar por la ventana en una nueva y aún más memorable fiesta. De este modo, los bienes cambian de mano, los jefes nunca permanecen en el poder más del tiempo necesario y, por un momento, todos, uno tras otro, han tenido la ilusión de mostrar su poder, un poder que, por otra parte, dura lo que dura una fiesta.
Este gesto, llamado potlatch, en el que la generosidad y el orgullo se mezclan, ofrece unos momentos de gloria, une a un clan y evita que unos poderosos tomen las riendas en permanencia.
Este espíritu "lúdico" quizá sea el mismo que perdura en las fiestas de arte. Se gastan fortunas en cosas que nada valen ni sirven para nada, precisamente porque así se demuestra el carácter desprendido del gesto, y la omnipotencia del que la ejecuta. Se muestra un absoluto desinterés por todo lo material, pues ya nada material podría ofrecer satisfacción alguna.Ciertamente, el multimillonario no se arruina. O si. En principio, no compra hasta quedarse arruinado. Pero sabe que su gesto sorprende y apabulla porque demuestra que nada le importa más que mostrar que compra cosas que nada valen. El dinero no cuenta. Se tiene tanto que se puede comprar cualquier cosa, literalmente cualquier cosa. Hasta que el dinero viene a fallar, y se revende las piezas que mantienen su valor, por un precio aún mayor, a coleccionistas ávidos de mostrar que son ellos, ahora, quienes mandan en el mercado.
Kant, sin saberlo, sentó las bases del mercado del arte. Las obras de arte ya no cumplen funciones religiosas o mágicas. Existen no para durar o perdurar, sino para ser consumidos, demostrando así, el estómago del propietario, capaz, como los ogros de antaño, o los personajes de cuento, de gastar en una noche todo lo que tienen. Tirar el dinero por la ventana: la suprema manifestación de omnipotencia. Solo los dioses gastan sin contar, pues no tienen que rendir cuentas a nadie (más que a sí mismos). Contar es tarea de quien teme el prvenir. mas el tiempo está en manos de los dioses.
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