domingo, 8 de enero de 2012
La nueva Babilonia
Era a finales de los años cincuenta. Los daños de la Segunda Guerra Mundial habían sido reparados. Las ciudades y las infraestructuras (carreteras, vías de tren, etc.) europeas se habían reconstruido. No había paro. La economía era boyante. El futuro estaba despejado.
Algunos jóvenes occidentales de países ricos se aburrían mortalmente. La aventura había concluido. El destino estaba prefijado. Se estudiaba, se trabajaba, se retiraba. La suerte, como las calles y las autopistas estaba nítidamente trazada. No cabía el azar, el misterio. La técnica solventaba dificultades, la ciencia esclarecía enigmas. El horror quedaba lejos. No había nada qué hacer (salvo lo que estaba prefigurado).
La ciudad no era la lúgubre, extraña, desconocida estructura que Victor Hugo describió en Los miserables. En el París anterior a la Guerra cabía la sorpresa y el peligro. En la ciudad de los cincuenta, la iluminación solo anunciaba lo predecible. Las callejuelas habían sido rectificadas, la mugre barrida. La vida estaba cronometrada.
Un joven artista holandés, Constant Anton Nieuwenhuis (1920-2005), decidió recrear un escenario de aventuras incesantes. Proyectó una nueva ciudad donde todo fuera posible. Las leyes, las regulaciones saltaban por los aires. Es decir, la ciudad dejaba de ser una ciudad. El orden urbano se trastocaba en caos. Pretendía volver a un estadio primigenio, cuando todo estaba por hacer.
La nueva ciudad no se apoyaría en el suelo: hubiera sido una ciudad pedestre, previsible. Por el contrario, los edificios, las calles estarían suspendidos. La ciudad se convertiría en un bosque tupido, y los ciudadanos vivirían en los árboles, en las alturas. Desde lo alto las perspectivas se multiplicaban, y la sensación de peligro despuntaba. Serían como dioses. Inmortales, aéreos, ingrávidos. Habrían escapado al peso de las convenciones, la absurda ley que mantiene a los hombres aferrado al duro suelo, sin posibilidad de soñar, de alzar la mirada y el vuelo.
La ciudad que se oponía a la ciudad, lo contrario al orden luminoso y regulado, tenía un nombre en el imaginario occidental: Babilonia, la urbe donde todos los excesos eran bienvenidos.
Se trataba entonces de recrear Babilonía, una ciudad desmesurada (cuyo templo principal era la torre de Babel, en la que la comunicación estereotipada estaba proscrita, donde cada palabra encerrada un misterio, y en la que era imposible un comportamiento gregario, pues nadie entendía nada: las órdenes dictadas eran imposibles. Cada uno se expresaba a su manera).
Babilonia, que simbolizaba, todos los vicios, se anunciaba ahora como el espacio donde todo era posible. Babilonia se oponía a Atenas y a Roma. Babilonia carecía de estructura. Era un conjunto desconjuntado que se extendía hasta el infinito, y que invadía incluso el cielo. En el imaginario medieval, Babilonia se extendía desde Mongolia hasta el Mediterráneo; algunos incluso la imaginaban como una ciudad aérea que impedía que la luz llegara a la tierra. Babilonia echaba sombra sobre el mundo.
Nueva Babilonía nunca fue construida. Quedó a nivel de bocetos, de frágiles maquetas (que hoy tanto fascinan a los responsables de museos de arte contemporáneo). Mas el caos sí invadió la ciudad, y la aventura se convirtió en una pesadilla.
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