viernes, 24 de febrero de 2012
Miércoles de ceniza (o un monumento urbano, de Michael Arad -1969-)
El número de paseantes con una borrosa cruz negra marcada en la frente crece a medida que nos acercamos al monumento a las víctimas del atentado de las Torres Gemelas, el 11 de septiembre de 2001, en Nueva York.
Todo el área está en construcción. mediocres rascacielos espejeados, de formas pesadas y caprichosas se alzan al rededor de un curioso parque de piedra.
Evoca vagamente un cementerio. El suelo es de granito, con placas de distintas formas, acabados y texturas. Algunas zonas están cubiertas de gravilla granítica; otros, por el contrario, con placas de caucho negro, que amortiguan el ruido de los pasos. Bancos, compuestos por pétreos monolitos irregularmente cortados, y árboles están dispuestos ordenada, regularmente en el inmenso camposanto de piedra gris.
A los lados dos inmensas fuentes, cuyo rumor invade el recinto. Se componen de dos inmensos agujeros de piedra negra, de planta cuadrada, de unos setenta metros de lado y más de una veintena de metros de profundidad. Las paredes están cubiertas por cascadas de agua, cuyos chorros, idénticos, caen dibujando cortinas perfectas que brillan al sol. Cada línea de infinitas gotas se distingue nítidamente. El efecto es extraño. Forma un velo translúcido de agua, pero, al mismo tiempo, cada chorro, cada gota, se destaca. El agua alza una pequeña nube blanca antes de correr por el fondo hacia un segundo agujero negro, más negro incluso que los muros de la fosa, de planta cuadrada, un verdadero agujero negro abierto en lo hondo del vacío, un sumidero sin fondo, cuyo fondo no se distingue, que engulle, en medio del fragor, los constantes remolinos de agua.
Estas dos insólitas fuentes se descubren desde la parte superior. Un murete las delimita, que un amplio apoyabrazos inclinado encuadra. Los nombres de las víctimas están grabados en este soporte. Cada letra es un hueco, una ausencia.
Es necesario apoyarse e inclinarse para ver las cortinas de agua. El efecto vertiginoso es inmediato. El espectador se siente caer, y se ve arrastrado por las aguas hacia un pozo insondable. La atracción del abismo es irresistible. Es necesario retirarse pronto. La fascinación de las aguas y el vacío, la pérdida de sí que el inmenso hueco y el discurrir de las aguas que desaparecen hacia no se sabe nada, son sensaciones demasiado intensas y turbadoras para no dejar de retirarse de pronto y alejarse, no sin volver la mirada, y los pasos, hacia la turbadora falla.
Ya no creemos en la "bondad" de los monumentos, en su poder por suscitar la presencia de lo que evocan, y los sentimientos que el tema representado despertaba. Al igual que el monumento a las víctimas de la Guerra de Vietnam -de la artista y arquitecta Maya Lin-, en Washington, Reflecting Absence, del arquitecto Michael Arad (ganador de un concurso en 2004) conjura, sin levantar la voz, la presencia ausente de las torres gemelas -cuya planta y cuyo emplazamiento recuerdan- y, sobre todo, es capaz de hacer sentir lo que su caída suscitó, lo que la caída evoca: quizá el ciclo de la vida, hermoso y terrible, por su implacable fugacidad. movido, arrastrado por fuerzas incontrolables.
Este monumento ha generado opiniones diversas. Fascina y provoca rechazo. Algunas víctimas del atentado (que perdieron a amigos y familiares, y estuvieron en primera línea durante los atentados y el derrumbe) sostienen que dos mil personas -o sus familiares y allegados- no puede "secuestrar" la ciudad de Nueva York e imponer su voluntad. Las víctimas no eran héroes: murieron porque estaban en su puesto de trabajo. No son víctimas de una guerra, sino de un accidente o un atentado. Fueron "solo" dos mil víctimas, un número que empalidece (si nos atenemos solo a números) ante las decenas de miles de muertos en ciudades del mundo destruidas, por ejemplo durante la Segunda Guerra Mundial en Asia y Europa, o ante los muertos en Bagdad. Estas ciudades, empero, no exigieron una reparación simbólica. Estas personas piensan que las inmensas fosas hubieran tenido que ser cubiertas de inmediato, dando lugar, quizá, a un bosque, necesario en la parte baja de Manhattan. Por otra parte, el coste del monumento, que requiere complejos sistemas hidraúlicos, ingentes cantidades de agua, y mecanismos muy precisos que regulan la temperatura del reborde de bronce sobre el que se inclinan los visitantes para abocarse al vacío, se considera desproporcionado, al servicio de un número mínimo de habitantes.
¿Se trata de un monumento para toda la ciudad, o solo para satisfacer a los familiares de las víctimas? Es curioso, sin embargo, que hasta los que no perdimos nada quedemos turbados por la catarata de imágenes que las cascadas cayendo en las profundidades son capaces de despertar, sin que el conjunto parezca efectista ni un despliegue tecnológico. La perfección de las altísimas cortinas de agua recuerda la perfección de la estatuaria clásica, animada, en este caso, por la los juegos irisados de luz, y matizada por la fragilidad del material: tan solo gotas agua clara.
Pese a que ya estamos lejos del monumento, entrando en Greenwich Village, el número de paseantes con una cruz en la frente no disminuye. Un oriental, con el signo marcado, preguntado al fin, nos recuerda que responde a un antiguo "rito" cristiano, símbolo del miércoles de ceniza.
La división o manifestación de la persona a través de su adscripción religiosa, incluso cristiana, vuelva con fuerza en Nueva York. De pronto, kepis, hijabs, y cruces cenicientas constituyen los únicos signos vivientes en la mecánica de Nueva York. Al parecer, sostienen algunos, es la caída la que despertado esta necesidad. El signo actúa como refugio. Cubre y revela. La pertenencia a la comunidad ha quedado reemplazada por la pertenencia a una comunidad determinada, religiosa o tribal. La caída derribó la creencia en una comunidad ciudadana. Quizá el monumento la restablezca. O acreciente la falla.
Fotos: Tocho, Nueva York, febrero de 2012
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