Menipo decidió conocer a fondo el más allá. Sabía que cada país, cada ciudad tenía su propia visión del inframundo y de la suerte que aguardaba al ser humano; todas, menos una, tenían que ser erróneas.
Puesto que los caldeos eran unos sabios, los más sabios del orbe, el griego Menipo se dirigió, desde Atenas, a Babilonia. Estaba seguro que encontraría quién le llevaría hasta las puertas del Hades para que pudiera preguntas a sabios, poetas y filósofos de tiempos remotos, como Sócrates, Homero o el adivino Tiresias, cual era el camino más recto hacia la virtud y cómo se tenía que compaginar los ideales con la vida diaria. Bien sabía Menipo que los que se presentaban a sí mismos como los más espartanos eran los que llevaban una vida más lujoso de puertas para adentro.
Menipo no se equivocaba. No bien hubo llegado a Babilonía, halló a un sacerdote seguidor del profeta Zoroastro, llamado Mitrobarzanes, quuien le inició en los rituales y conjuros que permitían adentrarse en el mundo de los muertos. Las aguas del Tigris y el Éufrates eran perfectos viáticos. Conducían hacia las marismas del delta donde, entre espesos juncales, se ubicaba, precisamente, la entrada infernal:
"Este hombre (Mitrobarzanes), durante veintinueve días, con la luna nueva, llevándome abajo muy de mañana a orillas del Éufrates, se dedicaba a lavarme, al salir el sol, al tiempo que recitaba una larga retahíla que no pude entender con claridad; al igual que los heraldos incompetentes en cualquier tipo de competición, soltaba de carrerilla unas palabras ininteligibles; parecía invocar a sagrados espíritus. Después del conjuro, escupiéndome tres veces a la cara, regresaba sin mirar a nadie de los que le salían al paso. Nuestro alimento eran las frutas, nuestra bebida leche mezclada con miel y agua del Coaspo, y nuestro lecho el raso sobre mullido césped. Cuando ya había hecho el suficiente régimen preparatorio, conduciéndome, al filo de la medianoche, a orillas del río Tigris, me limpió, me frotó y me purificó de pies a cabeza con una antorcha y unos tipos de algas marinas y otras cosas más, al tiempo que musitaba el conjuro en cuestión. Entonces me trasformó por completo en un mago y, dando vueltas a mi alrededor para que no me hicieran daño las visiones, me lleva de nuevo arriba, a casa, como estaba, regresando a pie; a partir de entonces estábamos preparados para la travesía.
Así, me puse un vestido muy parecido al típico persa, me equipé con todo lo que me había traído, un sombrero de fieltro, la piel de león, y además la lira, y me ordenó, si alguien me preguntaba el nombre, no decir «Menipo», sino Heracles o Ulises u Orfeo.
(...)
Primero nos dejamos llevar por la corriente en el río, y después navegamos bosque adentro rumbo a la laguna en cuya desembocadura desaparece el Éufrates. Atravesando hasta el otro lado, llegamos a un paraje solitario, boscoso y sin sol; desembarcamos en él —Mitrobarzanes iba de guía—, cavamos un hoyo, degollamos las ovejas y esparcimos su sangre en derredor. Entretanto, el mago, con una antorcha encendida y con voz ya no suave sino de gran intensidad, gritando hasta el límite de sus fuerzas, invocaba a voces a todos los espíritus, Tormentos y Erinis..." (Luciano de Samósata: Menipo o Necromacia)
Entre bromas y chanzas, Luciano de Samósata no andaba equivocado. La ubicación de las puertas de los infiernos en las marismas sureñas mesopotámicas coincidía bien con la visión que los propios sumerios tenían de este paraje: un territorio intrincado, cubierto de aguas oscuras, cargadas de limo, que constituían el cuerpo de una diosa madre, generadora del mundo, en cuyo seno se hallaban las almas de los difuntos, puesto que los mesopotámicos creían que la vida surgía de la muerte; en los inicios., érase la noche y las aguas negras, pero fecundas, de dónde brotaría la vida. Así, cuando los héroes mesopotámicos, como Gilgamesh, querían entrar en contacto con los difuntos para, como Menipo, inquirirles acerca de los secretos del mundo y de la inmoralidad, se dirigían hacia los confines del mundo: las aguas turbias, ricas en todo los gérmenes de la vida, situadas en las marismas sureñas, allí donde las fértiles aguas dulces se encontraban con las aguas salobres: donde muerte y vida, fecundidad y esterilidad se unían. Allí, donde las aguas se volvían saladas, no aptas para la vida, si bien la sal era el elemento que aseguraba la conservación eterna de la carne. Aguas contrarias a la vida, en tanto que la vida es mortal, que aseguraban lo contrario a la vida que es la inmortalidad.
Precisamente, una de las prácticas más curiosas que afectaba el retorno al país de los vivos, de vuelta del Hades, según contaba Luciano, y que ponía de manifiesto el complejo imaginario de los espacios doméstico y mortuorio, consistía en que se tenía que caminar marcha atrás (una práctica no mesopotámica , pero sí griega) . De este modo, se evitaba el gesto insultante, la falta de respeto hacia los muertos que implicaba darles la espalda. El acceso al hogar se realizaba sin mirar hacia él. De este modo, se estaba significando que entre el espacio doméstico y el espacio de los muertos existían no pocas conexiones. No solo porque, en ocasiones, los muertos eran enterrados debajo de sus hogares, sino porque casa y tumba eran espacios humanos en los que la vida se refugiaba. La tumba no era sino la última morada. No era necesario mirar hacia el hogar para estar de vuelta. El camino, y lo que aquél era y significaba, eran de sobra conocidos. Todas las miradas tenían que confluir hacia las tumbas porque éstas eran los verdaderos, y definitivos, espacios propios humanos. En las casas solo se estaba de paso, en tránsito, a la espera de la última mudanza. No faltando el respeto a los muertos se estaba honrando al hogar, tanto temporal como postrero. La casa no estaba relacionada con la ciudad no con el campo, sino con el inframundo. No era un espacio siniestro, sí recluido, donde la vida se aseguraba. El futuro, la vida futura, solo podía asegurarse si uno tenía un hogar. Pues éste se concebía como un modelo, o quizá una imagen, de la tumba.
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