sábado, 3 de marzo de 2012

El hogar y los infiernos, o la visión de Mesopotamia, según Luciano de Samósata


Menipo decidió conocer a fondo el más allá. Sabía que cada país, cada ciudad tenía su propia visión del inframundo y de la suerte que aguardaba al ser humano; todas, menos una, tenían que ser erróneas.
Puesto que los caldeos eran unos sabios, los más sabios del orbe, el griego Menipo se dirigió, desde Atenas,  a Babilonia. Estaba seguro que encontraría quién le llevaría hasta las puertas del Hades para que pudiera preguntas a sabios, poetas y filósofos de tiempos remotos, como Sócrates, Homero o el adivino Tiresias, cual era el camino más recto hacia la virtud y cómo se tenía que compaginar los ideales con la vida diaria. Bien sabía Menipo que los que se presentaban a sí mismos como los más espartanos eran los que llevaban una vida más lujoso de puertas para adentro.
Menipo no se equivocaba. No bien hubo llegado a Babilonía, halló a un sacerdote seguidor del profeta  Zoroastro, llamado Mitrobarzanes, quuien le inició en los rituales y conjuros que permitían adentrarse en el mundo de los muertos. Las aguas del Tigris y el Éufrates eran perfectos viáticos. Conducían hacia las marismas del delta donde, entre espesos juncales, se ubicaba, precisamente, la entrada infernal:


"Este hombre (Mitrobarzanes), durante veintinueve días, con la luna nueva, llevándome abajo muy de mañana a orillas del Éufrates, se dedicaba a lavarme, al salir el sol, al tiempo que recitaba una larga retahíla que no pude entender con claridad; al igual que los heraldos incompetentes en cualquier tipo de competición, soltaba de carrerilla unas palabras ininteligibles; parecía invocar a sagrados espíritus. Después del conjuro, escupiéndome tres veces a la cara, regresaba sin mirar a nadie de los que le salían al paso. Nuestro alimento eran las frutas, nuestra bebida  leche mezclada con miel y agua del Coaspo, y nuestro lecho el  raso  sobre  mullido césped. Cuando ya había hecho el suficiente régimen preparatorio, conduciéndome, al filo de la medianoche, a orillas del río Tigris, me limpió, me frotó y me purificó de pies a cabeza con una antorcha y unos tipos de algas marinas y otras cosas más, al tiempo que musitaba el conjuro en cuestión. Entonces me trasformó por completo en un mago y, dando vueltas a mi alrededor para que no me hicieran daño las visiones, me lleva de nuevo arriba, a casa, como estaba, regresando a pie; a partir de entonces estábamos preparados para la travesía.

Así, me puse un vestido muy parecido al típico persa, me equipé con todo lo que me había traído, un sombrero de fieltro, la piel de león, y además la lira, y me ordenó, si alguien me preguntaba el nombre, no decir «Menipo», sino Heracles o Ulises  u  Orfeo.

(...)
Primero nos dejamos llevar por la corriente en el río, y después navegamos bosque adentro rumbo a la laguna en cuya desembocadura desaparece el Éufrates. Atravesando hasta el otro lado, llegamos a un paraje solitario, boscoso y sin sol; desembarcamos en él —Mitrobarzanes iba de guía—, cavamos un hoyo, degollamos las ovejas y esparcimos su sangre en derredor. Entretanto, el mago, con una antorcha encendida y con voz ya no suave sino de gran intensidad, gritando hasta el límite de sus  fuerzas, invocaba  a  voces  a  todos  los  espíritus, Tormentos  y  Erinis..." (Luciano de Samósata:  Menipo o Necromacia)


Entre  bromas  y  chanzas,  Luciano  de  Samósata  no andaba  equivocado.  La  ubicación  de  las  puertas  de  los infiernos  en  las  marismas  sureñas  mesopotámicas  coincidía  bien  con  la  visión  que  los  propios  sumerios  tenían  de  este  paraje:  un  territorio  intrincado, cubierto  de  aguas  oscuras, cargadas  de  limo, que  constituían  el  cuerpo  de  una  diosa  madre,  generadora  del  mundo,  en  cuyo  seno  se  hallaban  las  almas  de  los difuntos, puesto  que  los  mesopotámicos  creían  que  la  vida  surgía  de  la  muerte;  en  los  inicios., érase  la  noche  y  las aguas  negras,  pero  fecundas,  de  dónde  brotaría  la  vida.  Así,  cuando  los  héroes  mesopotámicos,  como Gilgamesh, querían  entrar  en  contacto  con  los difuntos  para,  como  Menipo,  inquirirles  acerca  de  los  secretos  del  mundo  y  de  la  inmoralidad,  se  dirigían  hacia  los  confines  del  mundo:  las  aguas  turbias,  ricas  en  todo  los  gérmenes  de  la  vida,  situadas  en  las marismas  sureñas,  allí  donde  las  fértiles  aguas  dulces  se encontraban  con  las  aguas  salobres:  donde  muerte  y  vida,  fecundidad  y  esterilidad  se  unían.  Allí, donde  las  aguas  se  volvían  saladas,  no  aptas  para  la  vida,  si  bien  la  sal  era  el  elemento que aseguraba  la  conservación  eterna  de  la  carne.  Aguas  contrarias  a  la  vida,  en  tanto  que  la  vida  es  mortal,  que  aseguraban  lo  contrario  a  la  vida  que  es  la  inmortalidad.


Precisamente,  una  de  las  prácticas  más  curiosas  que  afectaba  el  retorno  al  país  de  los  vivos,  de  vuelta  del  Hades, según  contaba  Luciano, y que ponía de  manifiesto  el  complejo  imaginario  de  los  espacios  doméstico  y  mortuorio,  consistía  en  que  se  tenía  que caminar  marcha  atrás  (una  práctica  no  mesopotámica ,  pero  sí griega) .  De  este  modo,  se  evitaba  el  gesto  insultante,  la  falta  de  respeto  hacia  los  muertos  que  implicaba darles  la  espalda.  El  acceso  al  hogar  se  realizaba  sin  mirar  hacia  él.  De  este  modo,  se  estaba  significando que  entre  el  espacio  doméstico  y  el  espacio  de  los  muertos  existían  no  pocas  conexiones.  No  solo  porque, en  ocasiones,  los  muertos  eran  enterrados  debajo  de  sus  hogares,  sino  porque  casa  y  tumba  eran espacios  humanos  en  los  que  la  vida  se  refugiaba.  La  tumba  no  era  sino  la  última  morada.  No  era  necesario  mirar  hacia  el  hogar  para  estar  de  vuelta.  El  camino,  y  lo  que  aquél  era  y  significaba,  eran  de sobra  conocidos.  Todas  las  miradas  tenían  que  confluir  hacia  las  tumbas  porque  éstas  eran  los  verdaderos,  y  definitivos,  espacios  propios  humanos.  En  las  casas  solo  se  estaba  de  paso,  en  tránsito,  a  la  espera  de  la  última  mudanza.  No  faltando  el  respeto  a  los  muertos  se  estaba  honrando  al  hogar,  tanto  temporal  como   postrero.  La  casa  no  estaba  relacionada  con  la  ciudad  no  con  el  campo, sino  con  el inframundo. No  era  un  espacio  siniestro,  sí  recluido, donde  la  vida  se  aseguraba.  El  futuro,  la  vida  futura, solo  podía  asegurarse  si  uno  tenía  un  hogar.  Pues  éste  se  concebía  como  un  modelo,  o quizá  una  imagen, de  la  tumba.



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