martes, 17 de abril de 2012
LOS LARES DEL HOGAR: LOS DIOSES PROTECTORES DEL ESPACIO EN ROMA
El tiempo y el espacio, por los que se mueven los humanos o que los mueven, ha solido estar bajo la protección de los espíritus.
Érase una ninfa llamada Lara. Era generosa y admirada, también temida: la raíz de su nombre, etrusca, posiblemente evocara estos valores. No era una diosa, sino el espíritu de los bosques, de los claros de los bosques, de las quietas aguas lacustres en el corazón de los bosques.
Acontecía que el padre de los dioses, Júpiter, deseaba a Yuturna, la gran diosa de las fuentes, fuente ella misma de vida. Sus hermanos, los gemelos Cástor y Pólux, eran los protectores del espacio humano, tanto doméstico cuanto urbano. El templo de éstos se hallaba junto al de la diosa Vesta, guardiana del fuego sagrado de toda ciudad. Muy cerca de estos santuarios, Lara también poseería un templo, en el corazón de la urbe.
Lara estaba esposada con Jano, el dios bifronte que velaba por el espacio urbano, sobre todo, por los límites que las murallas marcaban, y por las puertas de acceso a la ciudad. Su faz doble le permitía otear en ambas direcciones, ejerciendo un férreo control del espacio, espacio que su mirada controlaba, y también organizaba.
El hijo de Lara y Jano, Fonto, protegía la pureza de las fuentes públicas. Las ciudades, sin la presencia de Fonto, se hubieran desecado.
Lara avisó a Juno, la esposa de Júpiter, del asedio incesante al que su esposo sometía a Yuturna. Ésta, se disolvía, se escabullía, desaparecía bajo tierra antes de emerger más lejos, como el curso serpenteante de un arroyo. Lara no podía permitir que la unión sagrada de Júpiter y Juno estuviera en peligro. El orden cósmico se hubiera trastocado.
Mas Júpiter tomó venganza. Entregó Lara a Mercurio, también conocido por Hermes en la lejana Grecia: Hermes, el astuto dios protector de los caminos, que guíaba y alentaba a los viajeros. La organización del territorio en Grecia estaba bajo la advocación de Hermes, que, como buen conocedor de todo lo hermético, extendía su protección hasta los confines del espaciio visible, cuando la tierra de los vivientes lindaba con la de los muertos.
Mercurio tomó a Lara y la violó. Luego la arrastró hasta los Infiernos, desde dónde cuidaría de las fuentes que brotan de las entrañas de la tierra. Los vivos estarían a salvo desde entonces: Lara, desde las profundidades vigilaría que las fuentes de la vida no se desecaran.
Tuvo dos hijos, unos gemelos: los Lares.
Todos aquéllos que han inaugurado un nuevo espacio vital, todos los que lo han protegido, han sido siempre, en todas las culturas, unos gemelos: desde el apóstol Tomás (patrón de los arquitectos) y su doble, Cristo , hasta Cástor y Pólux, o Rómulo y Remo. Tenían el doble de energía, y su doble presencia causaba una visión doble, lo que confundía. El orden y las formas antiguas, mal vistas, se disolvían; eran abandonadas, en favor de un nuevo espacio.
Al llegar a la adolescencia -los Lares siempre fueron unos adolescentes, en permanente tránsito entre la niñez y la edad adulta, por lo que presidían los rituales de paso que permitían que los jóvenes salieran del espacio doméstico y entraran públicamente en el espacio urbano-, los Lares adquirieron los rasgos definitorios: no andaban sino que danzaban; y sus pasos, como los de los asistentes a una procesión, organizaban el espacio. Las ciudades se estructuraran siguiendo la estela de los pasos danzantes de los Lares. A su paso, la vida brotaba: los Lares portaban el cuerno de la abundancia, del que manaban frutas y flores, que sembraban, como Fortuna o Tiqué, la diosa protectora del espacio urbano, la buena fortuna de las urbes.
Los Lares no se preocupaban solo del espacio público: de la ciudad y de las vías de comunicación entre ciudades, sino que, en tanto que parientes de los Dióscuros (Cástor y Pólux), y próximos a Vesta, también eran los genios protectores del hogar. Cada casa les dedicaba un nicho o un altar, ubicado cerca de la entrada, en una zona de paso concurrido. Se les ofrendada las primicias, a fin de mantenerlos eternamente jóvenes, como la llama renovada del hogar.
Su relación con la "casa" era tan estrecha que lar o lares se convirtió, en el Imperio Romano, en un sinónimo de hogar; hogar o casa que, para los Lares, no comprendía solo estructuras arquitectónicas, sino el núcleo familiar. Como comenta George Dumézil en La Religion archaïque romaine, los Lares velaban por los seres humanos en tanto que habitantes, moradores. Los hombres eran, para los divinos gemelos, miembros de un hogar. Era el hogar el que hacía que los humanos fueran humanos, merecederos de los desvelos de los Lares. El espacio bajo la advocación de los Lares, el espacio habitable, pues, hacía al hombre.
Originariamente, se les debía de sacrificar humanos, recién nacidos, posiblemente, para que el vigor de éstos se transmitiera a los hogares; pero, en tiempos históricos, muñecos de lana eran colgados de los altares, a modo de inocentes ofrendas vitales.
Los romanos no hubieran podido vivir sin los Lares. Éstos asumían las funciones que, en Grecia, estaban al ciudado de Hestia (Vesta), la diosa del hogar, y de Hermes (el dios de los caminos que partían de un centro sobre el que Vesta reinaba). Los Lares controlaban el centro y los márgenes del espacio, doméstico y urbano. Todo el espacio humano estaba en sus manos. El espacio de los vivos y de los difuntos. Aunque no fueron nunca unos dioses, su poder era superior al de su padre Júpiter. Desde luego, se les rendía un culto diario, más ferviente o sentido que el que se le dedicaba a las grandes, pero distantes, divinidades capitolinas. Los Lares estaban cerca de los humanos, los niños y los adolescentes sobre todo.
De algún modo, aún hoy se les adora. Son el origen del ángel de la guarda que vela por las casas y las familias.
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