viernes, 4 de mayo de 2012
El mito hoy: Cibeles, o el retorno de la barbarie
Cibeles es un diosa majestuosa. Su llegada es anunciada por el gélido viento que corta la altiplanicie anatólica. Se desplaza, en pleno invierno, sobre la tierra helada, subida a un aparatoso carro tirado por leones, cuyos rugidos causan tempestades.
Los leones, y todas fieras en general, le obedecen, empero: Cibeles es la ponia theron, la Señora de las bestias. Las fieras se amansan, o atacan según las órdenes que edicta. A su paso, la naturaleza se hiela de terror; y desfallece, lo que favorece, paradójicamente, su renacer.
Todos los hombres temían a Cibeles, aunque sabían que su vida dependía de ella. De algún modo, se trataba de una diosa-madre, que poseía las claves de la vida y de la muerte. Nadie se habría atrevido a mirarle a cara, y menos de subir a su carro. al contrario, el mundo se encogía ante su desfile siempre imprevisible.
La presencia de la diosa era necesaria para la supervivencia de la ciudad. El mundo salvaje, expulsado de la ciudad, mas expectante y siempre al acecho, era controlado por Cibeles. Reducía los peligros y permitía que la vida ciudadana, la vida culta pudiera tener lugar en la ciudad.
La naturaleza y los humanos sentían respeto ante la diosa, pues sabían que su vida dependía de la buena voluntad de aquélla. La barbarie, expulsada de la ciudad, quedaba circunscrita al ámbito de Cibeles, y desactivada.
Hoy, hasta los leones giran la cabeza ante lo acontece -si bien los colmillos se perfilan en las fauces entreabiertas.Un hombre, que debe creerse un dios, se ha subido a lomos de la diosa, le golpea la cabeza, le ha atado un trapo en el cuelo a modo de pañuelo o de babero, y gesticula y aulla como un primate. Se le ha subido la fama, y el desprecio por lo público. La boca, las mandíbulas desencajadas hasta descubrir toda la lengua, parecen una alegoría del grito primigenio. No es un humano, aún. Vestido con un calzón corto y una camiseta sin mangas, el pelo hirsuto, abre la boca y enseña los dientes y la glotis, mientras alza la mano en un gesto que parece una amenaza o un insulto. A su alrededor, vuelan papeles, como si los hubiera perdido. Se atreve incluso, no solo a subir sobre el monumento que es Cibeles, sino hasta colocarse sobre ella, como si Cibeles fuera suya, su perro faldero. Impasible ante el bien público que Cibeles brinda, ante el símbolo de lo público que Cibeles encarna, el energúmeno brinda y brinca, comportándose como si de un bien suyo se tratara, con el que puede hacer lo que quiere, sin que nadie se inmute.
No sabe, sin embargo, que la inmensa Cibeles es rencorosa; la diosa es implacable, y su venganza devastadora. La tierra acaba yerma, y la vida, segada de cuajo.
Nadie querría estar allí cuando Cibeles se dé la vuelta, mire fijamente, y sepa lo que tiene que hacer.
¡Ay de aquél que saque a Cibeles de sus casillas...!
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