domingo, 24 de junio de 2012
La representación de los "dioses" en el arte paleolítico. Werner Herzog (1942): La cueva de los sueños olvidados (2011)
Un poderoso, seguido y sensual trazo negro continuo estampilla de perfil -salvo unas mariposas de alas extendidas- los animales -leones, rinocerontes, mamúts, uros, caballos, ciervos- que recorren las paredes abombadas de la cueva de Chauvet (Francia). Las manadas aparecen en lo hondo de la caverna, donde nunca llegó la luz natural. Tienen los ojos abiertos y parecen sentir la presencia de los humanos que los contemplan. Pero los desdeñan, o no les prestan atención. Viven un su mundo, y no cruzan nunca la mirada, para redimirlos o acusarlos, con los humanos que viven de este lado del espejo. Solo se relacionan, se cruzan y se entrecruzan, se enfrentan, cabalgan los unos sobre los otros, o se acarician, con los suyos, animales majestuosos. Son los seres de las rocas, seres que se muestran sobre la nevada superficie de las rocas, que ondula como una lona que el viento tensa, hincha en todas direcciones, creando volúmenes y hondonadas sobre los que se acoplan las efigies animales.
Hoy podríamos pensar que los hombres del paleolítico se sentían superiores a los animales porque prestaban más atención a los animales que creaban que a los "reales", y porque aquéllos, incluso si estuvieran vivos -sin duda, lo estaban-, dependían del buen hacer humano. Pero no es seguro que esta manera de juzgar la creación existiera. Quizá los humanos se sometían a la voluntad de los animales sobrenaturales -que circulaban sobre paredes por las que los humanos, y todos los seres terrenales, no podían desplazarse sin caerse-, y les abrían paso, permitiéndoles que se manifestaran sobre -o detrás de- las rocas. Las cuevas podrían haber sido la morada de los animales de otro mundo, a la que los humanos tenían un acceso limitado, pero con los que no podían interactuar. Aquéllos no giraban el rostro para prestarles atención. Vivían ensimismados, sin tocar el suelo, como si los humanos no existieran, o no tuvieran importancia.
Treinta mil años más tarde, unos seres adoptarían la misma pose, idéntica actitud, y se reflejarían sobre superficies que los humanos no podrían cruzar. Sobre las paredes de las capillas de los templos, pintadas o grabadas, sobre el perímetro de los sellos-cilindro mesopotámicos, sobre la sensual curvatura de las vasijas, las divinidades egipcias, mesopotámicas o griegas también desfilarían de lado, sin girar la cara para mirar a los hombres ni contemplarlos de frente. Un muro separaba el mundo de los hombres, que tendían la cara hacia el espacio de lo sobrenatural -espacio plano, inaprensible, en el que era imposible tocar a los inmortales-, de éste último, en el que dioses y animales, dioses en forma de animales o con rasgos animales, rehuían o rechazaban el cruce de miradas con los humanos. Tan solo aquellas divinidades próximas a los humanos, pero por esa razón deformes, sin el poste apolíneo de las divinidades celestiales, como el egipcio Bes, o el griego Dioniso, revelaban su rostro. También los hacían los monstruos, como el mesopotámico Huwawa o la griega Medusa, que se encaraban con los hombres, porque querían fulminarlos con su mirada aterradora.
Los dioses politeístas eran quizá los sucesores de los animales paleolíticos: seres de otro mundo, que los humanos temían y adoraban, pero con los que no podían entrar en relación alguna, salvo por el hecho que aquellos seres necesitan la mano del hombre para manifestarse en la tierra. Quizá por eso, porque eran conscientes que necesitaban a los hombres, los seres del otro mundo se mostraban tan desdeñosos de la suerte humana, y desfilaban ante ellos manifestando su calculada indiferencia.
La suerte cambió con la nuevas religiones redentoras orientales, a finales de la antigüedad. Los dioses se volvieron humanos, se hicieron hombre. Compartieron la suerte de los humanos: nacieron, vivieron y murieron. Luego resucitaron, antes de volver a renacer. Dioniso o Cristo vivieron o compartieron la vida de los hombres. Por eso, pudieron mirarles a la cara. Sabían lo que sentían y lo comunicaban. No les hacía falta hablar. La mirada lo decía todo.
Los dioses se volvieron hacia los hombres. Revelaron su faz, la santa faz. La atención se concentró en el rostro. Sus ojos se desorbitaron. Las paredes de los templos se llenaron de rostros, de ojos. El ser humano ya no se sentía rechazado, sino acogido por miradas envolventes. Los ojos divinos -y humanos, al mismo tiempo- los protegían. Los dioses ya no vivían en otro mundo, separado por la barrera de un muro de piedra o de cerámica, sino que compartían el espacio de los humanos. Vivían entre los hombres. De algún modo, se desprendieron de las paredes. Los templos se convirtieron en espacios de encuentro entre los hombres y unos dioses humanizados, cuyos rostros acrecentados ornaban los muros del ábside del templo hacia dónde se dirigían o dirigían las miradas los humanos. Comulgaron con unos mismos ideales.
Y, sin embargo, el misterio se acentuó. ¿Cómo podía un ser humano, que nacía y moría, que habitaba en la pared y en el espacio que ésta delimitaba, ser, al mismo tiempo, hombre y dios, estar en dos lugares, dos espacios, al mismo tiempo. Las barreras, en apariencia, habían sido derribadas. Pero el orden se trastocó. El mundo se volvió confuso. Los dioses dejaron de ser considerados dioses, o los humanos quisieron ser considerados dioses.
Solo en lo hondo de las cavernas, o en las oscuras celdas templarias de los templos politeístas, reinaba el orden: mortales e inmorales no podían cruzarse; aunque -puesto que- se necesitaban. por eso dependían tanto los unos de los otros. Eran distintos, distantes, pero complementarios.
Las cuevas paleolíticas, como los templos eran garantes del orden del mundo: espacios donde ambos universos, humano y divino (o animal), entraban en contacto.
La reciente hermosa película documental -salvo el abstruso y quizá absurdo epílogo- de Herzog, La cueva de los sueños olvidados, sobre las pinturas paleolíticas de la cueva de Chauvet, descubiertas a mediados de los años noventa y, quizá, las más antiguas de la historia (unos cuarenta mil años de antigüedad), plantean preguntas sin respuesta.
Nunca el 3-D ha tenido tanto sentido: se tiene la sensación que el mundo sobrenatural está al alcance de la mano. Pero solo se toca el vacío.
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