lunes, 2 de julio de 2012
Arquitectura y Memoria
En las culturas de tradición oral, la memoria es esencial. El pasado se cuenta en mitos, leyendas y sagas, narradas por vates que se desplazan de pueblo en pueblo, de corte en corte. Necesitan recordar centenares o miles de versos en un cierto orden y, al mismo tiempo, el público tiene que ser capaz de seguir la narración.
Los poemas fijan la memoria de los pueblos, pues cuentan siempre lo que pasó, a modo de lección para el presente y el futuro.
En Grecia, los vates -que nunca creaban sino que, en principio, recreaban textos cuyo origen se desconocía- decían estar inspirados por las Musas, unas deidades hijas de Mnemosyne, la diosa de la Memoria. Ésta sabía todo lo que había ocurrido, y dictaba los acontecimientos a los poetas, quienes tenían la obligación de recordar todo lo transmitido y transmitirlo a los oyentes.
A fin de facilitar el proceso de rememoración, ya en la Grecia arcaica se recomendaba que el poeta -y el oyente- se imaginara una construcción con un buen número de estancias, bien planificada, que debía, entonces, recorrer en mente. En cada estancia depositaría lo que tenía que recordar, hechos, objetos, versos. La asociación entre las estancias y lo que albergaban debía ser estrecha y lógica. Cada sala debía de estar adaptada al contenido. por otra parte, éste se tenía que depositar de manera ordenada, de modo que se dibujara un recorrido lógico que permitiera a la imaginación recuperar o reencontrar lo que inicialmente había guardado en cada estancia.
Los planos de los edificios de la memoria eran complejos por el número de salas necesarias, pero comprensibles, debido a la necesidad de poder ser recorridos fácilmente. La forma y la decoración de cada estancia estaba en consonancia con el contenido que albergaba. De este modo, a medida que el poeta o el oyente rememoraba o rehacía la visita, iba encontrando o recordando detalles que, de súbito, revelaban dónde se hallaba y, por tanto, qué iba a encontrar. Los poetas sabían que, puesto que los recorridos mentales son relativamente sencillos y cómodos de recordar, por asociación de imágenes, el reencuentro con lo que se tenía que recuperar iba a ser inevitable. El ser humano ni se perdería ni olvidaría.
El llamado Arte de la Memoria prosiguió en la Edad Media y se avivó especialmente en los siglos XVI y XVII. Se escribieron tratados sobre cómo fijar los recuerdos. Éstos eran semejantes a tratados de arquitectura. Describían edificios y estancias, su organización espacial, y su decoración escultórica y pictórica, de modo que fuera evidente, de un golpe de vista "mental", recordar lo que se había asociado a cada lugar.
Esas arquitecturas imaginarias, posiblemente, no se quedaron en el papel. No fueron solo arquitecturas soñadas y recordadas. Tuvieron una traducción plástica. Los Tratados del Arte de la Memoria se ilustraban con grabados. La pintura llamada de caprichos arquitectónicos, que tuvo un gran éxito en el Manierismo y el Barroco europeos, mostraba edificios y estancias bien articuladas, visual y espacialmente relacionadas a través de arcadas, pórticos, galerías, escalinatas, etc. En cada estancia, un objeto altamente simbólico: un aguamanil, un pavo real, etc. Estos objetos estaban en relación con las estancias. La imaginación recorría las arquitecturas pintadas. Éstas, junto con los objetos singulares que albergaban activaban los recuerdos. Cada lugar estaba asociado a un recuerdos que el poseedor del cuadro había tenido que depositar. La contemplación del cuadro, entonces, le permitía recordar los valores, las virtudes y los peligros que tenía que abrazar o que tenía que obviar. Estos cuadros, altamente decorativos, y en apariencia sin contenido, eran depositarios de verdades que no se podían obviar. Tenían una finalidad concreta. No eran solo piezas placenteras, sino que ayudaban al ser humano a saber cómo actuar en la vida. Contenían las enseñanzas para ser un gentilhombre.
Es posible que la arquitectura de la memoria también se construyera. Los palacios, de intrincada planta y compleja ornamentación, los juegos de templetes, palacetes y estatuas en jardines, los monasterios que desplegaban una iglesia, claustros, salas capitulares, criptas, etc. no habían sido planificados solo para atender a funciones básicas. Tenían como finalidad, precisamente, activar el recuerdo de determinadas enseñanzas. Su función era educativa. Guiaban, advertían. Las pinturas, los frescos, las estatuas, las curiosidades depositadas en cada estancia o lugar, con los que mantenían una relación evidente, ayudaban a los que recorrían los espacios, ya fuera porque vivían en permanencia, ya fuera porque las visitaban ocasionalmente, a recordar qué tenían que hacer: eran lecciones de buen hacer fijadas en piedra, o definidas espacialmente. Los recorridos, los ascensos y descensos, los juegos de luces y sombras, los giros, los pasos adelante y los retrocesos, los cambios de dirección a que invitaban las plantas de las grandes construcciones y de algunas ciudades "ideales" activaban la imaginación, sorprendida, asombrada, activa, y la memoria. En cada lugar, a cada paso, el habitante o el visitante podía saber qué lección se le transmitía. En ningún caso, podría aducir desconocer qué valores tenía que asumir.
La Arquitectura de la Memoria, sin embargo, fue cayendo en el olvido. Algún iluminado como Bruno Taut, a principios del siglo XX -y quizá Gaudí- debió de creer en el poder educador de la arquuitectura. Pero fueron los menos, y pronto apartados.
Desde entonces, muy a menudo, la arquitectura se ha convertido en el arte del olvido: atonta, embrutece, trata de hacernos olvidar qué somos y dónde estamos, escondiendo sus miserias. Espectáculo, y simulacro.
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