Las viviendas sumerias se construían con ladrillos de adobe sin cocer. Pese al grosor de los muros, las violentas lluvias anuales, junto con las aguas freáticas absorbidas por la tierra, dañaban seriamente la estructura. El mantenimiento tenía que ser constante, lo que no impedía que se derrumbaran a los pocos años de la edificación.
Sin embargo, las casas eran construidas y reconstruidas, una y otra vez, en el mismo lugar. Éste no era visto como un espacio maldito, ni la destrucción inevitable una hecatombe. Las viviendas se derrumbaban. Pero tenían que levantarse de nuevo, en el mismo lugar, y del mismo modo.
Las viviendas tenían sus dioses protectores. Éstos eran de dos tipos: los dioses superiores, que acogían las casas bajo su manto protector, pero que no moraban en ellas, y unas divinidades íntimamente ligadas al espacio interior. Éstas no podían ser molestadas. El llanto de un bebé las podía despertar. Era necesario actuar, moverse con cuidado. Pues las divinidades del hogar garantizaban la supervivencia de la casa; es decir, no de las estructuras, que siempre podían ser restauradas y construidas de nueva, sino del linaje, de la "casa" que moraba en la casa.
Estos dioses, que gustaban de comer, descansar, dormir en la vivienda, habían estado siempre allí. La casa era su morada perenne. Se trataba, sin duda, de los antepasados, cuyo espíritu, probablemente, se "encarnaba" en el padre de familia. Los antepassados -los padres de familia- se enterraban debajo de las viviendas. Dormían tan cerca de los vivos que éstos tenían que cuida de no molestarlos. De tanto en tanto, estos "dioses" -que no eran humanos divinizados, propiamente, sino humanos que alcanzaban otra vida, dioses menores o mediadores entre los vivos y los muertos o los verdaderos dioses, como se desprende de himnos babilónicos-, reclamaban la presencia del actual padre de familia, que fallecía, y pasaba a formar parte del coro de ancestros que, de algún modo, seguían vivos: una vida aletargada, ciertamente, pues pasaban la mayor parte del tiempo dormitando, lo que no les impedía velar por la, su "casa". Eran las raíces, los cimientos de la familia. Se les rendía culto, se les alimentaba y, muy posiblemente, la creencia en lo sobrenatural no se dirigía hacia los grandes dioses celestiales, lejanos y quizá en parte desconocidos, sino hacia estas figuras que testimoniaban -eran el testimonio veraz- que los humanos estaban íntimamente unidos a un espacio acotado; que éste los convertía en humanos a parte entera, que no se desvanecían, como aquéllos que habían perdido su hogar. Éste era el lugar en el que humanos del presente y del pasado, humanos y "dioses" se encontraban.
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