jueves, 29 de noviembre de 2012

ANTES DEL DILUVIO. MESOPOTAMIA, 3500-2100 AC - ABANS DEL DILUVIO. MESOPOTÀMIA, 3500-2100 AC - BEFORE THE FLOOD. MESOPOTAMIA, 3500-2100 BC: Inauguración de la exposición / Opening of the exhibition, Caixaforum, Barcelona, del 29 de Noviembre de 2012 al 24 de febrero de 2013
























































Dirección: Pedro Azara
Documentación: Pedro Azara, Lledó Gas, Gara Lorenzo, Paola Tirados, Marc Marín, Eric Rusiñol y otros
Traducciones del sumerio: Jordi Abadal
Montaje: Pedro Azara, Marina Bellvé & Albert Imperial
Diseño gráfico: Uri Imperial
Filmaciones: Marcel Borràs. Montaje: Nùria Tolós
Documentales: Felipe de Ferrari (300tv)
Maqueta: Marc Marín & AV62Arquitectos
Recreaciones virtuales: Luis Amorós & Miguel Orellana / David Capellas
Realidad Aumentada: Marc Marín, Eric Rusiñol & otros
Dibujo animado: Victoria Garriga, Juan Foraster, Pedro Azara, Helena de Miquel, Luis Álvarez (El Portero Delantero), Jorge Rovira & Eric Rovira 

Reportaje fotográfico de la exposición: Tocho (29 de noviembre de 2012)

NOTA: A lo largo de del días próximos, se irán "colgando" diversos textos y vídeos de la muestra. 
Las filmaciones de Marcel Borràs, los 3-Ds de Luis Amorós & Miguel Orellana, las imágenes de Eric Rusiñol, la maqueta de Marc Marín & AV62Arquitectos, ya mostrados en este blog (Tocho), forman parte de esta exposición.


PRÓLOGO

Salvaje es la muerte, segadora de la humanidad;
¿Por cuánto tiempo construimos casas?
¿Por cuánto tiempo nos comprometemos?
(Poema de Gilgameš, x, vi, 17-18)

Antes que los dioses…

Faltaban aún 2.500 años para que se levantaran los primeros dólmenes y menhires en Europa, y Egipto aún no era un estado unificado gobernado por un faraón. Pero en lo que hoy es el sur de Irak, un poblado se convirtió en una gran ciudad de 40.000 habitantes. Fue posiblemente la primera de la historia, la capital de una especie de «imperio», con colonias tan alejadas como el sur de Turquía: la ciudad de Uruk.
La primera gran arquitectura monumental, la primera planificación territorial, la primera escritura de la historia, quizá antes incluso que en Egipto, la primera contabilidad, se originaron en Uruk, hacia el 3500 a.C.
Parece que se hablaba sumerio, una lengua sin conexiones con ninguna lengua conocida, pasada o presente. Tras la caída de este vasto estado, hacia 2900 a.C., un buen número de ciudades-estado independientes crecieron en las riberas sureñas de los ríos Tigris y Éufrates, y las marismas del delta. 500 años más tarde, fueron unificadas en un primer imperio, acadio, con una capital, Acad, asentada quizá en la actual Bagdad. De corta duración, fue reemplazado por un segundo imperio, llamado de Ur iii, en el que la lengua de culto volvió a ser el sumerio en vez del acadio, gobernado desde la ciudad sureña de Ur.
Ya sea por invasiones, disensiones, problemas ecológicos o climáticos, el imperio de Ur iii duró un siglo. A partir de entonces, hacia el 2000 a.C., los centros de poder se establecieron más al norte: Babilonia, hacia 1800 a.C., y las capitales asirias, al norte de Irak, hacia el 1400 a.C. Las tierras del sur perdieron importancia, se convirtieron en territorios marginales en los imperios de Babilonia y, luego, de Asiria, aunque la mayoría de las ciudades del sur siguieron activas hasta casi la invasión árabe, en el siglo vii d.C.
¿Sumerio o los sumerios? No se sabe si los sumerios fueron un pueblo, venido de la India, o de Arabia, hace unos 5.000 años, al fértil delta del Tigris y el Éufrates, o si éstos, en tanto que pueblo o etnia, nunca existieron, sino que lo que hubo fueron tribus diversas, instaladas en este territorio, desde la prehistoria, que hablaban varios idiomas a la vez, como el sumerio y el acadio. 
Algunos estudiosos sostienen que el pueblo sumerio es una invención del nacionalismo europeo que asocia lengua, etnia y territorio. Habría sido la manera de distinguir entre poblaciones semitas y poblaciones no semitas (sumerias), lo que habría satisfecho a ciertos historiadores europeos de los años 30 que no habrían soportado entroncar las culturas aria y semita.
Lo cierto es que una gran parte de la cultura parece haberse originado en el sur de Irak: la ciudad, la realeza, la escritura, el cálculo, el dinero, las leyes, el catastro, el comercio, son estructuras o instituciones que organizan la vida comunitaria, vigentes hoy en día, y extendidas por todo el mundo, que se habrían originado hace unos 6.000 años en el sur de Mesopotamia.


Mesopotamia, hoy

La cultura mesopotámica es menos conocida que otras culturas antiguas como la egipcia o la griega. Las causas son diversas. Las primeras misiones arqueológicas empezaron casi cien años más tarde que en Egipto; la lengua sumeria fue descifrada –y aún no en su totalidad– hace unos ciento treinta años; las ciudades, construidas con adobe, yacían, y yacen todavía a veces, sepultadas bajo gruesas capas de aluviones fluviales; por fin, la conflictiva historia política de la región (guerras en Irán, Irak y Siria, incluso en la frontera turco-sirio-iraquí), han dificultado o impedido un mejor conocimiento de lo que, muy probablemente, haya sido el origen de la civilización.
Así, Grecia y la Biblia, fuentes de la cultura europea y del Asia occidental, no se entienden sin Mesopotamia. ¿La historia empieza en Súmer?
¿Cómo? Una exposición de “arte” sumerio, ¿es posible?[1] ¿Qué es el “arte sumerio? ¿Existe?
El guión y el diseño del montaje de la exposición sobre Súmer parten de dos principios muy poco originales: la importancia o el sentido de las obras de la antigüedad les son concedidos por nosotros, espectadores del siglo xxi. Estas piezas, sin duda, tenían un significado y establecían una relación con los humanos, la cual desconocemos y que, muy probablemente, poco o nada tenía que ver con la relación y el valor que les suponemos o dotamos.
El segundo principio tiene que ver con la distribución de las obras en el espacio (con la museología): una exposición, permanente o temporal, implica un desplazamiento en el espacio. Contrariamente a lo que acontece en las artes «performativas» (cine, teatro, danza, música), en las que el espectador está fijo, viendo cómo se suceden las acciones y los actos en escena, la experiencia que suscita una exposición es similar a la que se tiene ante la arquitectura: el visitante se desplaza, y descubre, a medida que se mueve, lo que le envuelve: la imagen final de lo contemplado se va construyendo y modificando a lo largo de la visita. En ambos casos, el juicio sucede a una construcción mental. Tiempo y espacio son condiciones de dicha construcción. Pero, en el primer caso, es lo que se muestra lo que desfila, mientras que en el segundo, el espectador es quien se desplaza. Por otra parte, el espacio del espectador y de lo contemplado es distinto en el primer caso, común en el segundo. Recorremos el espacio de una exposición, mientras que contemplamos desde nuestro espacio, el espacio en el que se ubica la acción: raras veces ambos coinciden.
La exposición muestra piezas sumerias, pero también algunas obras contemporáneas: la video-instalación Ur (titulada hoy: Artifact), de Cyprien Gaillard, la serie de fotografías Mesopotamia, de Ursula Schulz-Dornburg, el video Shadow Sites II, de Janane al-Ani, y Escultura de arena, una fotografía de David Bestué –las esculturas de arena se desvanecen apenas han sido modeladas, perdurando solo una imagen–, junto con documentación tal como ejemplares de textos, desde el siglo xvi hasta los años 30 del siglo pasado, de viajeros que recorrieron, desde Benjamín de Tudela, en el siglo xii, el sur de Mesopotamia. ¿A qué responde estas inclusiones de obras que no suelen incorporarse en exposiciones arqueológicas? Porque son obras de arte a parte entera, y no documentales. Tienen, pues, la misma entidad o rango que las «artes mayores» (la estatuaria) sumerias.
Las obras antiguas escogidas nos llaman la atención. Figuras antropomórficas reconocibles con una expresión de piedad o de temor, muy humana: efigies que sugieren desvalimiento, estatuas próximas a muñecos, y que suscitan sentimientos de admiración y compasión. Pero si nos fijamos en estas obras es porque, inconscientemente, las asociamos a un tipo de obras o de representación conocidas. En verdad, no sabemos bien qué son estas estatuas, qué significan ni cómo eran percibidas. Ni siquiera sabemos bien con qué términos se nombraban lo que, hoy, juzgamos son obras de arte (o de artesanía), ni sabemos qué valores se les adjudicaba ni cómo eran percibidas e interpretadas. Tampoco estamos seguros de su función. En acadio, estatua se solía decir șalmun: éste es, por ejemplo, el término con el que Gilgameš designa la estatua que manda erigir en honor de Enkidu; mas, ¿qué evocaba este término?; ¿se aplicaba a las efigies de orantes que conocemos? Lo desconocemos. Parece que se apreciaba la calidad de los materiales y el brillo (del lapislázuli, la cornalina, el oro); valores que hoy no fundan el juicio laudatorio que una obra nos merece. Términos que podríamos pensar expresan juicios estéticos también denotan juicios morales. Dug, en sumerio, significaba bueno y hermoso (como también ocurrirá en Grecia y en Roma donde las cualidades sensibles tampoco se distinguían de las morales). Las obras buenas, necesarias, beneficiosas, eran, necesariamente, hermosas; bellas, puesto que útiles.
Nuestra mirada y nuestro juicio convierten aquéllos en obras de arte; pertenecen al arte porque así lo estipulamos. La estética de la recepción, vigente desde finales del siglo xx, se aplica sobre todo al arte antiguo, puesto que lo que determina su estatuto es la manera como lo percibimos. Las obras no tenían el sentido que les asignamos.
El arte sumerio es, así, una creación nuestra. Conocemos la cultura antigua por medio de artefactos que, paradójicamente, hemos creado. Son fruto y expresión de nuestro tiempo, ontológicamente idénticas a obras de arte contemporáneas,  como las que se incluyen en esta muestra.
Una exposición de arte antiguo es, por tanto, una muestra de visiones modernas sobre una cultura que solo podemos conocer a través de nuestros juicios y prejuicios, nuestras interpretaciones. El pasado se construye desde el presente; se hace presente.
En el arte contemporáneo, cada vez se diferencias menos las obras de los documentos. Las obras de movimientos como Fluxus son –o se componen de– documentos. Artistas como Hans Häacke[MH3] , sin valorar su aportación «artística», producen obras –que se exponen en espacios expositivos: museos y galerías– que son documentos sociológicos, más o menos profundos. La única diferencia entre una obra y un documento reside en el formato (las obras pueden mostrarse en paneles, aunque los paneles son el formato de comunicaciones o pósters en congresos) y en la forma de exponer: horizontalmente, en vitrinas, o en vertical, sobre muros o paneles. Desde luego, una diferencia fundamental reside en que los documentos que son obras de arte no se pueden consultar. Se muestran como objetos. Su forma, y no solo o no tanto el contenido, es determinante para valorarlos.
Por tanto, los documentos pueden ser obras de arte. Mas, entonces, ya no cabe diferencia alguna entre obra y documento: ambos son maneras de ver el mundo, ofrecen puntos de vista sobre el mundo, informan sobre éste.
Es quizá por este motivo, que la exposición incorpora documentos presentados de la misma manera que las piezas arqueológicas: revistas, libros, manuscritos, fotografías, e impresos varios. El estatuto de algunos de estos documentos, por otra parte, es ambiguo: ¿qué es la edición original de Jean-Daniel Huet, Traité sur la localisation du paradis terrestre, de 1691, que incluye dos grabados? ¿Se trata de un documento, similar a un ejemplar de la revista de arqueología Iraq, o es –o ya es– una obra de arte? Su exposición en vitrina es imprescindible. Pero también la de la revista Iraq.
Esto no es óbice para que la exposición incluya un área de consulta, en medio del circuito expositivo, en la que se pone a disposición del público ejemplares de libros y revistas, de consulta libre, algunas de la cuales pueden también estar expuestas como obras-documentos.
Es decir, la exposición también ofrece un punto de vista sobre el estatuto de lo expuesto, mostrando que toda pieza, antigua y moderna, ofrece una ventana, desde nuestro mundo, sobre una cultura del pasado; ventana que creamos, abrimos nosotros, y que muestra, pues, lo que queremos ver: nos revela mirando al pasado, enfocando o encuadrando al pasado, de modo que nos sea perceptible, comprensible; el pasado hecho a nuestra medida; la única manera de percibirlo.
La «forma» de exponer también expresa nuestra visión de una cultura lejana. El montaje desarrolla en el espacio nuestra visión del mundo antiguo. Este montaje, además, refleja algunas características que poseían las ciudades sumerias, o que pensamos que poseían.
Las salas donde la exposición se presenta, en Barcelona y en Madrid, comprenden un único espacio. El montaje no incluye ninguna partición vertical –salvo las imprescindibles para acoger textos y proyecciones.
El espacio es único. Desde la entrada, el espectador puede contemplar toda la exposición. Ésta solo dispone de un único expositor continuo, que expone piezas, textos y proyecciones. El visitante bordea el mueble, entra en y sale de él, sin abandonarlo nunca. Situado en una misma cota, dicho expositor, sobrio, crea un paisaje casi árido, en medio de una sala blanca. Empieza, desde la entrada, un trayecto continuo y laberíntico. ¿Por qué?
Muchos relatos míticos cuentan viajes iniciáticos. Los protagonistas, héroes o personajes legendarios, parten en busca de sí mismos siguiendo lo que los oráculos habían anunciado. Tienen que romper con su entorno. De hecho, si vuelven, el orden cambiará. Se ponen, son puestos a prueba. Deben sortear una serie de obstáculos, a fin de demostrar y demostrarse su valía. Parten sin saber si regresaran; parten hacia lugares jamás hollados, defendidos por monstruos –can cerberos, ogros, o caníbales que se desdoblan– y barreras jamás superadas.
El viaje al más allá era el último viaje que se podía llevar a cabo. Si retornan, regresan transformados, física y espiritualmente, preparados para emprender una nueva y última vida.
Así acontece en el Poema de Gilgameš: narra el viaje hacia los confines del mundo que el rey de Uruk, Gilgameš, y su fiel escudero, Enkidu, emprenden, en busca de lo que constituye la condición humana, del lugar que ocupan en el mundo y en relación con los dioses.
Este viaje, que Enkidu no supera, y Gilgameš concluye, tras sobreponerse a la pérdida de Enkidu y aceptar la condición mortal del hombre, tuvo una influencia decisiva en narraciones míticas y populares posteriores. Algunos de los viajes de los cuentos de Las mil y una noches se basan en las exploraciones de Gilgameš.
Ya a finales del Imperio romano, cristianos de Occidente emprendieron un viaje a Oriente, cargado de dificultades. Buscaban la tierra prometida, promesas de felicidad o vida plena. El judío Benjamín de Tudela, en el siglo xii, abandonó la Península ibérica para recorrer lo que parecían tierras limítrofes, antes de que Marco Polo empujara la última frontera que Alejandro Magno, desde Macedonia, ya había cruzado en el sigloiv a.C.
Los viajes hacia donde despuntaba el sol ya no fueron tan excepcionales a partir del siglo xvii. Alimentaron las primeras misiones arqueológicas en el Próximo Oriente desde la primera mitad del siglo xix: hombres y mujeres partían para explorar, obtener bienes, ganancias y poder, pero también por el placer de viajar y de olvidarse de dónde venían.
La exposición ha dado lugar también a un viaje por unas tierras, que la imaginación y las imágenes han presentado como tierras devastadas desde 1980. Fotografías y filmaciones de artistas contemporáneos como los anteriormente citados son testimonios de la fascinación del viaje a las fuentes de la cultura, o de lo que de ella queda.
Una exposición también es un largo recorrido: por una cultura antigua, quizá poco conocida u olvidada, y por los pasos que los estudiosos han seguido para desvelar o soñar esa cultura. Ese es el viaje que Antes del Diluvio (Mesopotamia, 3500-2100 a.C.) propone.
Viaje en el tiempo y el espacio que articula dos de los componentes inherentes a las ciudades sepultadas: la permanencia por la íntima unión de los restos con la tierra con la que se confunden, y el desplazamiento, físico y mental, que el encuentro con una cultura antigua conlleva.
Una exposición de arte antiguo consiste, en resumen, en una reflexión sobre lo que se expone y la manera como se presenta. Al igual que ocurre en la ciencia, cuando la observación modifica lo observado, la exposición crea lo que se expone. Piezas, sin duda artesanas o mágicas, adquieren el ambiguo estatuto de obra de arte, cuya función ya no consiste en educar o en poner en contacto con el mundo o los dioses, sino en «interesar», en placer «distraídamente», en despertar la atención sin mover a la acción, en animar sin alentar. Todas, desde tablillas hasta cazos, de estatuas hasta simples ladrillos, se convierten en obras dignas de ser contempladas. El arte contemporáneo ya nos ha habituado a que cualquier objeto puede ser una obra de arte: lo que realmente cuenta es el aparato crítico o textual que la acompaña y que justifica la metamorfosis de objeto a obra. Una pieza de arqueología se convierte, así, en una visión o interpretación del pasado, un pasado que construimos con las piezas tras su conversión en obras. El pasado es nuestra creación. Pues, de este modo, se dota de sentido y se nos advierte, siempre tarde, de las bondades y peligros del presente.




[1]  Texto escrito por Pedro Azara y Marc Marín. Una versión previa fue presentada, gracias a ayudas de la Fundación “la Caixa”, y de la Universidad Politécnica de Cataluña, en el congreso anual de la ASOR (American Schools  of Oriental Studies), en San Francisco (EEUU), el 19 de noviembre de 2011.




No hay comentarios:

Publicar un comentario