20 de diciembre de 1996: la exposición Casas del alma. Maquetas de arquitectura en la Antigüedad, 5500 aC-330 dC se inaugura en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) en un mes (enero de 1997). El préstamo de maquetas y planos del Egipto faraónico, concedido verbalmente, no está aún puesto por escrito. Las constsntes, crecientes y desesperadas llamadas del Centro al Museo Egipcio de El Cairo no surten efecto. Siguen solo buenas palabras, promesas que no existen dificultades.
Una conservadora del departamento de Antigüedades Egipcias del Museo del Louvre de Paris, consultada sobre cómo proceder, aconseja la única solución posible y viable: desplazarse de inmediato a El Cairo, donde aterrizo al día siguiente.
La Embajada de España está sobre aviso. El embajador está listo para firmar los documentos de préstamo. La garantía del estado, asegurada.
Un representante de la agencia me acompaña al museo.
El despacho del director tenía un acceso -en 1997- directo al exterior. Una puerta daba al jardín que rodea el museo. Se trataba de una sala de grandes proporciones, casi tan alta como ancha y larga. Al fondo, frente a la puerta siempre abierta, la pesada mesa de madera oscura del director, cubierta de papeles. Ante ella, a ambos lados, cuatro gruesos sillones sillones. Contra las paredes, a lada y lado de la puerta, cuatro amplios sofás.
Todos los asientos estaban ocupados: entre los visitantes, conservadores del Museo Arqueológico Nacional de Madrid, cámaras y directores de una televisión polaca, y arqueólogos. Llevan horas, días, alguno semanas, sentados, de sol a sol.
Entre llamadas telefónicas, ausencias por compromisos en otras estancias, revisión de documentos y firmas de papeles traídos por secretarios, el director del museo atiende las peticiones de los dos suplicantes más cercanos. Una vez resuelta la consulta, éstos parten. Todos los que aguardan avanzan un puesto. Hasta que, quien sabe cuándo, podrán ser atendidos, toda vez que algunas personas, como yo, debidamente acompañados e instruidos, logra pasar delante de todo el mundo y negociar al momento -es decir, al cabo de unas horas-, sin que nadie se inmute. La conversación dura unos minutos. De inmediato, un funcionario acude para llevarme hacia las salas.
Una mujer, en una esquina, vacía ceniceros. En otra, un oficinista busca en una pila de documentos sobre un tocador de laca china.
Nadie habla. Sirven té. Pasan los días.
Han pasado dieciséis años. Estamos, también en enero, en Bagdad. Los despachos se hallan en el Ayuntamiento, un elefantesco edificio cúbico, de una docena de plantas, con toda la sutileza de la arquitectura setentera.
El tránsito a las dependencias conduce por amplios pasillos, escaleras, por las que se sube y se baja sin aparente lógica, ascensores y estancias. El interior está atestado de gente. Por doquier, personas sentadas, casi siempre sin hacer nada en apariencia. Algunas toman té. Casi ninguna habla. Todos parecer aguardar. Alguien barre.
Los despachos son aún más desmesurados que en la dirección del Museo de El Cairo. Mas igualmente atestados de gente. Toda clase de actividades, al parecer inconexas acontecen a los lados, en las esquinas. Varias personas conversan en voz baja, calmadamente en un rincón. En otro, una mujer veladas escribe a máquina. Dos más, enfrente, aguardan de pie. Entran y salen funcionarios cargados de papeles. Un operario limpia el marco de una puerta con una gamuza sucia. Otro desplaza pilas de cajas sin abrir en una mesa. Traen bandejas con vasos de cristal llenos de te. Recogen los vasos vacíos. Suena un teléfono. El responsable se ausenta. Cerca de la puerta, un desconocido pasa las cuentas de lo que nos parece un rosario -que no lo es.
Tareas que requieren poco espacio: acontecen un un mismo lugar, sin interferir las unas con las otras. No se molestan. Se diría que el espacio está compartido por barreras invisibles. Cada esquina, cada porción de espacio -estancia, pasillo, descansillo de escalera- adquiere un carácter propio, como si estuviera destinado a acoger un trabajo peculiar, que nada tiene que ver con el que se practica unos metros más lejos. Desplazarse por un mismo espacio conlleva el tránsito por áreas distintamente calificadas. Como comenta el arquitecto Toño Foraster, se diría que no existe una concepción unitaria ni previa del espacio, sino que éste se define en función de las mínimas tareas que se llevan a cabo en uno y otro sitio. No parecen existir estancias destinadas a una única -y permanente- función. Se trata quizá del recuerdo del uso otomano del diwan persa, y que quizá recuerde la concepción del espacio europeo anterior al s. XVIII. El espacio solo existe en función del uso particular y fugaz que acontece. Los trabajos, las funciones cohabitan en un mismo lugar, sin que se produzcan conflictos aparentes. Los límites del espacio no los define la geometría -ni se definen de antemano- sino los usos. El espacio es lo que acontece en un momento dado. Y jamás acontece un único trabajo.
No existe el espacio vacío. Cualquier lugar parece bueno para una tarea determinada. Pero nadie se espía. Cada trabajador está concentrado en lo que realiza, o dormita. El sonido es sorprendentemente leve. Las gruesas moquetas, los tejidos espesos de los sillones, los sofás y las otomanas, los cortinajes bordados, incongruentes en climas tan cálidos y polvorientos, absorben el rumor y las posibles tensiones, y calman las tensiones quizá por el carácter hierático y pesado que otorgan y manifiestan.
Alguien, de pronto, alza la voz. Grita. Gesticula; golpea repetidamente la mesa. Pero nadie se inmuta.
Siguen sirviendo té.
Y todos aguardamos.
Que pase el tiempo.
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