Contaba D. Ignacio Rupérez, ex embajador de España en Iraq, en una reciente conferencia pública en Barcelona, que el gobierno iraquí de Saddam Hussein, en los años ochenta y noventa, poseyó "armas de destrucción masiva": gases letales que utilizó con la población kurda del norte, y chiíta, en las marismas del sur, incluso durante el embargo, con el permiso de los Estados Unidos.
Sin embargo, todo el mundo sabía que dichas armas eran "delicadas". Requerían, para ser operativas, estar almacenadas en condiciones de temperatura y humedad muy estrictas y controladas. Su maneja, por otra parte, también exigía -y exige- unos cuidados que, en el Iraq arrasado por el prolongado embargo que duró catorce años, eran imposibles de alcanzar. Finalmente, no existían técnicos capaces de manipularlas. Iraq poseía armas de destrucción masiva, mas eran absolutamente inoperativas.
Los gobiernos estaban perfectamente al corriente de este hecho. El gobierno español también fue avisado. Las armas eran inservibles.
Y, sin embargo, fue la irreal o ilusoria amenaza que estas armas constituían -amenaza que los gobiernos eran conscientes no existía- lo que desencadenó la invasión, que ha acabado en una más o menos larvada guerra religiosa o civil.
Hoy han estallado diecisiete coches bombas en Bagdad.
En Sudamérica se juzga hoy a los mandatarios que desencadenaron la siniestra represión de opositores en los años setenta y ochenta.
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