jueves, 4 de abril de 2013
El artista creador en la Grecia clásica
Testa de marfil romana , hallada y restaurada recientemente en Italia (Roma, Museo Nazionale Romano. Palazzo Massino)
Foto: Tocho, marzo de 2013
Desde el Romanticismo -quizá incluso desde el siglo XVI-, en Occidente, el artista es el responsable de la obra que ejecuta. Aun cuando algunos poetas sostenían que las Musas les dictaban, y que pintores expresionistas abstractos como Pollock afirmaban pintar en trance, poseídos por no se sabe qué fuerzas telúricas, o como el alemán Beuys, adiestrados, o iniciados, así al menos cuentan algunas historias, por chamanes, durante la Segunda Guerra Mundial, interpretaban escenas en conexión con energías telúricas, ,o cierto es que el artista se considera la causa de la creación. Obra voluntariamente, y sabe lo que hace. Es el responsable último de "su" obra.
Esta concepción del artista era impensable en la Grecia antigua. No existía el concepto de voluntad -desligado de las pasiones y el azar-. Aquél se hallaba entre dos fuerzas contrarias. Por un lado, oscuras energías sobrenaturales se apoderaban de él. Era una marioneta manipulado por divinidades. Platón ironizaría sobre esta creencia, pero bien sabía que los humanos eran víctimas del Destino, casi siempre aciago. En último término, el hombre y, en particular, el artista o el hacedor, no era responsable de lo que hacía ni de cómo operaba. Algo lo rebasaba.
Por otra parte, la obra le llamaba. La obra, latente en la materia -un tronco de árbol, un bloque de piedra o de mármol (como sostendría dos mil años más tarde Miguel Ángel)-, le atraía y le forzaba a liberarla. El agente no era el ser humano, sino la obra; aquél era un "paciente"; sufría los deseos de las formas encerradas en la materia. Acudía, pues, para desgajarlas.
Por eso, las estatuas -fueran casi siempre fetiches mágicos u obras "decorativas"- eran tan apreciadas, mientras el artista era despreciado. Ser un hacedor era una desgracia. Incluso si se era Fidias, Apeles o Parrasio. Implicaba estar sometido a la doble voluntad de las divinidades, y de los requerimientos de la obra. La obra era, de algún modo, causa de sí misma. Se hacía sola. Ya existía fuera del artista, independiente de él. No lo necesitaba para ser concebida o ideada, sino que solo requería su trabajo pasivo para dejar de tener una existencia latente, aunque no ilusoria.
El artista no podía ser un creador. Creadores eran las potencias sobrenaturales, infernales, terrenales o celestiales. A ellas les incumbía la procreación de pinturas, estatuas y obras de arquitectura. Tan solo la ayuda de un hacedor, una "parturienta", era necesaria para que la obra se hiciera visible y alcanzara a ser lo que ya era en potencia.
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