domingo, 12 de enero de 2014
Gangstarquitectura, o el fulgor de lo hortera: la nueva sede del mercado de los Encantes (Barcelona, 2013)
El mercado de los Encantes es -o era-, como espacios o estructuras similares en otros ciudades (desde el rastro en Madrid, hasta Saint-Cloud en Paris o Camden Town en Londres) un laberinto de callejuelas donde, en fechas determinadas, o diariamente, vendedores ocasionales y puestos fijos exponen objetos viejos -más que antiguos: un mercado de viejo. Los visitantes, posibles compradores, deambulan entre la multitud, buscando y rebuscando en las paradas, estantes repletos y trastiendas casi inaccesibles, entre pilas inestables de objetos descascarillados, muñecas rotas y sin embargo atractivas, juguetes abandonados, revistas usadas, vajillas y cuberterías de otro tiempo, restos de otras vidas, que pueden volver a la vida si una mirada o una mano se fija en ellos y los rescata. El placer del visitante reside tanto en el caminar sin objetivo fijo como en la relación íntima que se establece de pronto con un objeto en el que nadie más se ha fijado ni posee cualidades objetivas o visibles propias para llamar la atención; las cualidades son halladas, o son donadas, en apariencia, por quien se detiene ante el objeto. No son antigüedades sino anticuallas; no tienen que acabar en una vitrina, sino en un rincón, de pronto animado por la presencia del objeto insólito del que el comprador se ha encariñado; pues de devolver el cariño a objetos huérfanos parece tratar la compra y venta en un mercado de viejo; no se va para buscar algo en concreto, sino para perder el tiempo, dejando que sean los objetos los que entren en contacto con nosotros. Pues no es cierto, en verdad, que dignificamos lo que encontramos, sino que el hallazgo nos dignifica. Se acude a un mercado de viejo para ser apelado, para convertirnos en seres especiales gracias al llamamiento que un objeto indistinguible establece. Ni lo buscamos ni lo hallamos: nos encuentra.
La compra (o en encuentro) puntúa el recorrido sin rumbo fijo; la multitud, las paradas, la luz cambiante, el cansancio o la curiosidad guían los pasos. Se deambula muy lentamente en un mercado de viejo. No se puede ir con prisas. Los objetos se hacen rogar. Hay que tener tiempo para ponerse a su servicio, para ponerse en fila hasta que nos reclamen.
Barcelona disponía de una zona laberíntica, entre casetas, en los márgenes de la ciudad, donde se podía practicar entre peculiar encuentro con el objeto: Éste no era comprado sino que entraba en contacto con nosotros y nos compraba. Pensábamos que lo seleccionábamos y le devolvíamos prestancia y dignidad, tras haberlo rescatado de una pila indescriptible, cuando era él el que nos esperaba y, quizá, nos había guiado, de manera desviada, hasta él, para someternos a escrutinio. No todos los objetos se dejaban adquirir.
Este espacio, donde imperaban reglas distintas a las leyes urbanos, donde el deambular era posible -era conveniente o necesario- ha desaparecido. Todas las paradas se han recogido y se han dispuesto en una amplia rampa -la maldición de la rampa en la arquitectura moderna- bajo una cubierta alta como una bóveda catedralicia, que arranca desde un nivel inferior al de la calle y culmina tras varias vueltas en la parte más elevada, en todos los sentidos de la palabra: las tiendas de anticuarios, y una área "gastronómica".
Aquí sí que se puede ir directo al grano y correr. Todo está ordenado y en su sitio. No se pierde el tiempo. Se sube y se baja rápidamente. La disposición horizontal, donde todo está al mismo nivel, donde nada sobresale, estableciendo un continuo indiferenciado, que permite o invita al hallazgo, a la ética del encuentro que devuelve la dignidad a quien halla y a lo hallado, se disuelve en una estructura vertical, piramidal, donde lo más valioso domina las menudencias. El precio, y no el encanto, dicta el orden. El orden, la ordenación se imponen. Se ordena el espacio y se ordena la circulación y las relaciones. De la tela tendida al suelo hasta la vitrina hermética. Es como si no se hubiera entendido, o se entendiera de manera perversa, qué es un mercado de viejo.
La cubierta, desmesurada, que se confunde con el cielo, acentúa esta fatigosa verticalidad, que rompe todas las relaciones sociales: ahora sí que se a a comprar, no al encuentro de lo fortuito, al descubrimiento, en el sentido literal, a lo que se descubre y nos descubre, al encuentro de una revelación cuando algo nuevo, necesario y hasta entonces inimaginable, se nos muestra, como si se dirigiera a nosotros, nos aguardara.
Brillos, reflejos, quiebros, dorados, espejos, es decir la gramática o el vocabulario del centro comercial más hortera e inculto corona el conjunto. Quizá se haya pensado que tal profusión de brillos dignificaría un modesto mercado de viejos, así como los objetos, anónimos casi siempre. Pero lo que denota es una mirada condescendiente, casi despectiva. La austeridad, el rigor, la disciplina, la mesura se guardan siempre para lo más valioso, lo que es digno de ser guardado; el respeto por los objetos se traduce en la contención de las formas. Aquí, por el contrario, la nula consideración por lo expuesto se manifiesta a través de un barato juego de purpurina. El bullicio, propio de un mercadillo, no necesita de este vociferante envoltorio que, por el contrario, ahoga las voces de los objetos. Quedan sepultados, y oscurecidos.
Y al lado, el Dhub.
Y la que nos espera.
Magnífico escrito.
ResponderEliminarLa contradicción hecha edificio. Y la que nos espera..
Si no le importa, hago autopublicidad: http://kalamarlee.blogspot.com.es/2013/05/miralls-i-encants.html
Muchas gracias por la comunicación de su entrada. Excelente. Y aleccionadora. En efecto, el Dhub tiene un sorprendente parecido (¿voluntario -y nunca comunicado?, ¿casual?) con el edificio de Breuer, lo que acentúa aún más la torpeza del Dhub.
EliminarGracias de nuevo
Tiene razón porque además ,una de las características estos mercados es que han nacido sin planificación,en los lugares de la ciudad en los que era dado que aparecieran Son casi un último reducto de libertad y de vida,sin dependientes uniformados,sin jefes de planta ,sin avisos de ofertas por megafonía... :-)
ResponderEliminarDonde se planean también formas de domesticar la vida en la ciudad y de convertirnos a los habitantes en seres exóticos para ser observados desde las cien mil terrazas y cafeterías homologadas con las de otras ciudades del mundo salvo alguna peculiaridad como las "tapas",el chocolate con churros, "relajantes" tazas de café con leche :-) etc
¡Tan cierto! Los balcones que ofrecen la rampa convierten el mercadeo, el mercadillo, es un espectáculo. Uno más. La gracia de un mercadillo -el descubrimiento, el deambular, los rincones- expuesta a la vista de todos y, sobre todo, convertida en atracción turística.
EliminarMe doy cuenta de que al editarlo se me borró la frase " en la ciudad en la que vivo" que hace comprensible lo que viene luego sobre las tapas etc :-) En cada ciudad la cruz se manifiesta con características propias:-)
EliminarLos cascos antiguos de las ciudades se van convirtiendo en decorados ,en escenarios ,en lugares artificiales .
Lo que describe acontece en tantas ciudades que casi no es necesario precisar en qué ciudad ocurre....
EliminarArtificiales, sí, en el sentido peyorativo del término.
Es que no quería que pareciera un acto de "etnocentrismo" y que hacía extensible a todas lo del chocolate :-)
EliminarClaro,en el sentido artificial.Es muy desesperante para los que nos hemos costumbrado al placer de pasear por las ciudades ver cómo poco a poco se convierten en seres extraños
Me comentar que pasear es de turistas, ociosos y ricos, que los demás vamos como las motos, de un lado a otro, rápido y sin mirar.
EliminarEn eso nos hemos convertido.
Pasear sin rumbo se ha convertido en una actividad casi sospechosa...
"Se acude a un mercado de viejo para ser apelado, para convertirnos en seres especiales gracias al llamamiento que un objeto indistinguible establece. Ni lo buscamos ni lo hallamos: nos encuentra". Ni más, ni menos. Una definición perfecta, Pedro.
ResponderEliminarEl resultado: control del espacio y espacio de control.
No sé porqué pero fue un maravilloso texto del catedrático de semíticas, Joaquín Sanmartín (UB), sobre la ciudad mesopotámica, y el "starsystem" de la arquitectura, que se publicará próximamente en la revista del Departamento de Composición Arquitectónica de la ETSAB, la revista DC Papers, basado en textos de Peter Sloterdijk, el que me hizo ver mejor el proyecto de los Encantes.
EliminarLuminosa intuición: ·del "control del espacio" al ·control del espacio".
Muchas gracias por ésta su conclusión
Enhorabuena por este espléndido texto, lleno también de hallazgos. Se ha paseado mentalmente por un mercado de viejo y las ideas le han encontrado a usted. Literatura, buena literatura a todos los efectos.
ResponderEliminarNo he podido dejar de pensar en la obra inconclusa de “Los Pasajes” de Walter Benjamin.
Saludos.
Los paseos deambulantes de Benjamin eran paseos verdaderos...
ResponderEliminarQuizá no hubiera podido con el nuevo mercado de los encantes..