EL RETRATO EN LA
ANTIGÚEDAD OCCIDENTAL (DEL ÍDOLO AL ICONO)
0.- PRESENTACIÓN
El arte antiguo occidental, desde Mesopotamia hasta la Roma
Imperial, está pleno de figuras
antropomórficas. Algunas son naturalistas. Los rasgos están perfectamente
reproducidos. El cuerpo ni la cara están deformados o alterados. Estas efigies,
casi siempre esculpidas –la piedra y el mármol aguantan mejor el paso del
tiempo y la incuria humana que la pintura- dan la ilusión a quien las contempla
de hallarse ante un ser vivo.
El retrato, entonces, ¿es un “invento” de la antigüedad?
¿Qué características tuvo? ¿Puede equipararse con los retratos que, a partir
del siglo XVII, dominaron la producción
artística, sobre todo en el norte de Europa?
¿Qué es un retrato?
Esta charla amplía considerablemente una primera versión
leída hace un par de años en un seminario en San Sebastián (reproducida en esta blog). Se centra en un
género artístico fascinante, tanto desde el punto de vista técnico cuanto,
sobre todo, teórico, pues plantea una serie de preguntas sobre el estatuto de
la imagen y su relación con el modelo representado. Algunas de estas
consideraciones centran la tercera parte de la exposición Mediterráneo. Del
mito a la razón, dedicada a la nueva noción de individuo que aparece tras los escritos de Platón sobre lo que es el alma y qué papel juega en la
concepción del ser humano.
1.- ¿QUÉ ES UN RETRATO?
Cuentan las historias que Alejandro Magno no se desplazaba
sin el pintor Apeles, su retratista favorito.
Fuera o no verdad esta historia, lo cierto es que Alejandro es una de
las personalidades de la Antigüedad de la que se conservan más y más
reconocibles retratos esculpidos. El número de retratos pintados, de los que no
se han hallado ningún ejemplar (la pintura a la encáustica sobre tabla no ha
aguantado el paso del tiempo), tuvo que ser considerable. Se ha dicho a menudo
que el arte de la retratística le debe todo a este joven monarca. ¿Es eso
cierto? Un nuevo género pictórico y
escultórico ¿nació con la cultura
helenística? ¿Qué ocurrió para que se
definiera el arte del retrato a finales del siglo IV aC?
Un retrato, pintado o esculpido, es una efigie. De cuerpo entero, o no, un retrato se
caracteriza por mostrar una vista
frontal o lateral (un tipo de retrato común en los albores del Renacimiento,
aunque pronto cayó en desuso a favor de la vista de frente) de una persona. No
existe casi ningún retrato de espalda; la obra de Richter, Betty (un retrato de su hija, de espaldas, de 1988), sorprende,
precisamente, porque violenta una norma comúnmente aceptada. Por otra parte, el
modelo siempre es un ser humano real. No
se puede hablar en propiedad de un retrato de un animal, una divinidad –con una
sola excepción: Cristo, como veremos-, un héroe o un ser imaginario, y un elemento
natural. Los animales de compañía (perros, caballos) han sido pintados a
menudo, en ocasiones por grandes artistas como Velázquez, pero no se puede
considerar que constituyan retratos individualizados.
Un “verdadero” retrato no enfoca cualquier parte del cuerpo.
Independientemente del tipo de encuadre, el rostro tiene que mostrarse. Y, en
éste, son los ojos los elementos principales. Un retratado tiene que tener, casi
siempre, los ojos abiertos: los ojos cerrados denotan un cadáver. A menudo, los cuadros están pintados de tal
modo (dos puntos blancos en las pupilas son necesarios) que la figura parece
seguir con la mirada a los espectadores a medida que éstos se desplazan frente
al cuadro, independientemente de dónde se ubiquen. El efecto siempre es sorprendente,
aunque es común, casi banal, y no implica ningún juicio de valor sobre la
bondad de la obra. Es preferible,
además, que la figura retratada mire al espectador, aunque los retratos de
personas ensimismadas o melancólicas pueden rehuir el contacto visual,
desviando o alzando la mirada. En este
caso, es precisamente la mirada que se retrae la que constituye la
característica principal de la efigie. Las figuras con los ojos cerrados suelen
ser imágenes de durmientes, o de fallecidos (aunque existen estatuas de
yacentes con los ojos abiertos, que simbolizan la obtención y el disfrute de la
vida eterna), lo que ha dado pie casi a un tipo de retrato mórbido.
Los ojos son, pues, el elemento central o distintivo de un
retrato. El espectador es capaz de reconocer a la persona retratada
precisamente por la representación de sus ojos abiertos. El resto de los
elementos del rostro son más difíciles de identificar o personalizar (la
exigencia de descubrir los ojos, ante la presencia de mujeres enteramente veladas,
es un signo que los ojos abiertos “representan” a la persona, la “identifican”).
En cuanto a las otras partes del cuerpo, salvo algunas deficiencias físicas
características, impiden la caracterización correcta de una persona. Por eso,
los grandes pintores clásicos a quienes se encomendaba la ejecución de un
retrato cobraban más honorarios si se encargaban de la representación de los
ojos. De todos modos, tradicionalmente,
hasta el siglo XX, el retrato fue considerado un género artístico menor,
comparable con el arte del bodegón o del paisaje. La invención de la
fotografía, por otra parte, anuló una de las funciones básicas del arte de la
retratística dibujada, pintada, grabada y esculpida: la fijación y la
divulgación de los rasgos de una persona. Así, el retrato permitía que los
futuros esposos de distintas casas reales, cuyos esponsales estaban
pactados sin que se conocieran, pudieran
verse las caras antes de la ceremonia. Obviamente, esta función fue suplida con mayor
eficacia y rapidez por la imagen fotográfica y fílmica.
Esta estrecha relación entre una persona y su retrato se manifiesta en el mito griego del origen de
la pintura. Éste, casualmente, une
pintura, retrato y cerámica. El barro es la materia con la que los humanos
están moldeados. Ante todo, es necesario
aclarar que un retrato tiene siempre que remitir a una persona, retratada en
vida -los retratos póstumos no suelen ser considerados retratos a parte entera-,
cuyos rasgos reproduce fielmente el retrato, o de modo que la persona sea
reconocida sin ambigüedades, sin que la
efigie sea una caricatura, por ende; ésta, en efecto, amplifica algunos rasgos,
y sustituye e identifica a una persona por alguna característica suya, ampliada
de tal modo que actúa como una metonimia. El retrato moderno y contemporáneo,
al igual que el retrato manierista flamenco no siempre puede ser considerado
como un retrato verdadero, precisamente porque está al filo de la caricatura.
Cuando cayó la noche, una muchacha de Corinto, hija de un
hábil alfarero, se despedía de su
prometido que partía a la guerra al alba. El mito añade que la débil llama de
una vela proyectaba el perfil del muchacho en la pared. A fin de guardar para
siempre un recuerdo de su amado, y de tener la sensación que, de algún modo,
éste seguiría estando junto a ella, el padre aplicó barro sobre el muro y
reprodujo el perfil del joven, creando el primer relieve cerámico, y el primer
retrato. La pintura y, en concreto, el retrato quedaba asociado a la sombra.
Era un doble de la sombra, la captaba o fijaba para siempre. Las palabras
expresaban bien esta asociación: skia,
en griego, significaba sombra, y skene,
pintura y decorado (de ahí skenografia).
Dado que la sombra está íntimamente ligada al ser vivo, y que ninguno puede
vivir sin sombra –solo los fantasmas, los espectros, los aparecidos, al igual
que los seres celestiales, aéreos, desencarnados, carecen de ella-, la sombra
es la señal (o el signo) de la presencia de un ser vivo. La sombra lo denota;
lo precede o le sigue. Es el indicio ineludible de su presencia y
manifestación. Esta íntima relación
existente entre un ser y su sombra, dada la conexión entre el retrato y la
sombra, se “refleja” en –y justifica- la que existe entre un retrato y la
persona retratada. El retrato es algo así como un espejo en el que un rostro se
mira. El retrato devuelve la faz, y la mirada, más precisamente, de una persona. La comparación con el espejo no
es casual, por dos motivos. La
realización de un autorretrato requiere el empleo de un espejo, por lo que
un autorretrato no reproduce los rasgos “reales” del artista sino los que ya
tienen una condición imaginaria: los rasgos que el espejo devuelve. Por otra
parte, Platón consideraba que las pupilas eran nítidos y precisos espejos.
Éstos reflejan a las personas cercanas (en el doble sentido de la palabra:
próximas física y afectivamente). Por
tanto, las pupilas devuelven la imagen de la persona enamorada que se mira a
los ojos del amado o amada. Así, el
retrato se asocia con Eros: el retrato es un canto de amor a la persona
retratada. “Refleja” el deseo el anhelo que ésta suscita, o el que siente el
artista por ella. Un retrato es un regalo, un testimonio de una relación
deseada o consumada. Y también su anverso: la prueba visible de los
sentimientos, no siempre placenteros, que una persona levanta. En todos los
casos, un retrato no es una imagen interesada.
La relación entre la sombra y el retrato acerca al retrato
al mundo funerario. Los retratos cobran pleno “sentido” –su función se
determina plenamente- cuando la persona cambia o desaparece. En el primer caso,
la imagen guarda el aspecto de la persona en un momento de su vida. Tras su
fallecimiento, lo único que queda son sus pertenencias, y su efigie (casi
siempre realizada en un momento de esplendor de la persona: raramente una
persona es retratada enferma y menos moribunda). Aquélla mantiene “vivo” el
recuerdo. De algún modo, la sustituye.
La efigie produce la ilusión que la persona sigue presente entre los vivos.
La figura, en un retrato naturalista, se dice, parece ser capaz de hablar, de
desplazarse. ¿Acaso no fija la mirada en quien se acerca, y le sigue cuando el
espectador se desplaza, como si imagen estuviera viva, como ya hemos dicho? Los
mitos, empero, cuentan los desengaños que los retratos causan, si bien esta
sensación no es sino el reflejo de las ilusiones antes alentadas por la
apariencia llena de vida de la figura pintada.
La mayoría de los retratos realistas o aparentemente realistas antiguos, desde Egipto hasta Roma, fueron pintados, modelados o esculpidos a partir de máscaras funerarias. En verdad, reproducían los rasgos de un difunto, que se trataba de animar, o de devolver a la vida a través de una imagen, la gravedad o seriedad de cuyos rasgos, empero, no escondían que se basaban en una máscara modelada sobre el rostro de un cadáver.
Esta relación entre la muerte y el retrato fue
particularmente evidente en el mundo romano. Roma cultivó el arte del retrato. Algunos
estudiosos sostienen que dicha práctica ya era común en Etruria, quizá influida
por la cultura helenística. Del mismo modo, Egipto, bajo el dominio de Roma,
también produjo un gran número de retratos, pintados en este caso, de los que
hablaremos más adelante. En Roma, pues, la preservación de los rasgos para la
eternidad, propia de la cultura del Egipto faraónico, se conjugó con la
individuación romano-etrusco-helenística.
Sin embargo, tanto en Roma –y en Etruria- cuanto en el Egipto helenizado o romanizado, los retratos, pintados o esculpidos, solo adquirían sentido cuando el retrato fallecía. Si en Egipto los retratos se pintaban en vida del modelo –y se utilizaban durante el rito funerario para devolver un rostro –eterno- a la testa vendada de la momia-, en Roma y en Etruria, los bustos solían elaborarse tras el fallecimiento, a partir de una máscara mortuoria modelada sobre el rostro del difunto. Estos retratos o estos bustos tenían un doble uso: se colocaban en altares o en capillas privadas, en los que se guardaban las efigies de los antepasados, dando lugar al culto de los mismos, o se disponían en lugares públicos para aleccionar a los ciudadanos sobre las virtudes cívicas del modelo, lo que también desembocaba en un cierto culto. Estos bustos servían de soporte de los espíritus de los difuntos. En una cultura tan supersticiosa como la romana, para la cual, más que a los dioses capitolinos se honraban sobre toso a los manes y los lares familiares –los espíritus de los antepasados-, los bustos actuaban como soporte material de tales espíritus que quedaban, así, atados a una familia. El parecido, casi extremo, de los retratos ayudaba a que el espíritu se reencontrara con un cuerpo. Más que obras de arte, dichos bustos eran casi fetiches mágicos. Desde luego, no solían corresponder a ningún ser viviente. Eran más un sustituto que una simple imagen.
Sin embargo, tanto en Roma –y en Etruria- cuanto en el Egipto helenizado o romanizado, los retratos, pintados o esculpidos, solo adquirían sentido cuando el retrato fallecía. Si en Egipto los retratos se pintaban en vida del modelo –y se utilizaban durante el rito funerario para devolver un rostro –eterno- a la testa vendada de la momia-, en Roma y en Etruria, los bustos solían elaborarse tras el fallecimiento, a partir de una máscara mortuoria modelada sobre el rostro del difunto. Estos retratos o estos bustos tenían un doble uso: se colocaban en altares o en capillas privadas, en los que se guardaban las efigies de los antepasados, dando lugar al culto de los mismos, o se disponían en lugares públicos para aleccionar a los ciudadanos sobre las virtudes cívicas del modelo, lo que también desembocaba en un cierto culto. Estos bustos servían de soporte de los espíritus de los difuntos. En una cultura tan supersticiosa como la romana, para la cual, más que a los dioses capitolinos se honraban sobre toso a los manes y los lares familiares –los espíritus de los antepasados-, los bustos actuaban como soporte material de tales espíritus que quedaban, así, atados a una familia. El parecido, casi extremo, de los retratos ayudaba a que el espíritu se reencontrara con un cuerpo. Más que obras de arte, dichos bustos eran casi fetiches mágicos. Desde luego, no solían corresponder a ningún ser viviente. Eran más un sustituto que una simple imagen.
La creencia en la unión de una obra material –artística,
artesana o mágica- como un retrato esculpido o modelado, y el “alma” o espíritu
del difunto retratado –o sustituido por su efigie- no era nueva, ni era
particular del mundo romano. Ya en Grecia, los llamados kolossoi (los
colosos) eran estatuas de piedra de grandes dimensiones, quizá los kouroi y
las kore, hincados sobre las tumbas, que tenían como función no tanto
rememorar al difunto ni recordar a los vivos el lugar de enterramiento, cuando
servir de soporte imperecedero al alma (la psique, imagen de las cuales
están presentes en la muestra) ya que, una vez caído el cuerpo, aquella, se
convertía en un alma en pena, similar a un
pájaro que revoloteaba y chillaba porque necesitaba de un soporte
material para reposar tranquila. La estatua funeraria no necesitaba parecerse
físicamente al difunto, porque poseía algo que la relacionaba más íntimamente
con la persona representada o suplantada por la efigie: su psique, que pasaba
del cuerpo, fallecido, a su doble en piedra para la eternidad.
Desde luego, la
falta de parecido, o la no necesidad del mismo, impedían que la estatua
funeraria pudiera ser considerada un retrato, al menos en el sentido moderno
del término. Era más bien un fetiche. Sabemos bien que los fetiches no
necesitan del parecido para relacionarse con el modelo, ya que siempre
incorporan algo propio y vital del modelo, lo que les permite sustituirlo, por
ejemplo, tras la muerte de aquél.
Sin embargo, la sustitución era parcial. Nada podía, en
verdad, reemplazar a una persona viva. Su efigie –o su retrato- era ilusoria:
provocaba la ilusión que la persona retratada estaba viva, presente en la sala.
Mas, pese a que los fetiches podían, como los autómatas que tanto fascinaban a
los griegos –por ejemplo, los que atendían al dios Hefesto, autor de los
mismos, o Talos, un gigante de metal, dotado de voz y movimiento, que giraba en
torno a la isla de Creta –eso contaba el mito- para vigilar que ningún peligro
viniera del mar, y que Zeus regaló a Europa tras poseerla-, aquéllos eran
conscientes de las limitaciones de estos dotes, pese a que podían desplazarse,
incluso habla. De la decepción del retrato trata, precisamente, la tragedia Alcestis,
de Eurípides. Cuenta el alto precio que Admeto y Alcestis pagaron al esposarse,
ya que se olvidaron de sacrificar a la diosa Ártemis que regulaba el rito de
paso del matrimonio. La diosa exigió un sacrificio desmesurado: la muerte de
Admeto o, en su defecto, la muerte de quien aceptara entregar su vida por él.
Fue Alcestis, recientemente esposada, quien se ofreció y dio su vida por
Admeto. Éste, desconsolado –aunque, todo hay que confesarlo, no retuvo a su
mujer-, mandó que –cito- : “esculpida por hábil mano de escultores la imagen de
tu cuerpo quedara extendida sobre el lecho”. Observemos que el retrato, en este
caso, reproduce a la perfección el cuerpo, no la cara, ni se preocupa por
expresar vida interior alguna. La estatua es un sustituto. Cumple la misma
función que un kolossos, una estatua funeraria. Mantiene, de algún modo,
un cuerpo en vida para siempre: “frío goce, pienso yo, mas así conseguiré
aliviar el peso de mi alma y, visitándome en sueños, me alegrarás, pues a los
seres queridos, aun de noche, dulce es verlos, sea el tiempo que sea”, Admeto
confiesa. Advirtamos también que es el alma de Alcestis, presente en la
estatua, la que, en sueños, entrará en contacto con Admeto. La estatua es
realmente un soporte mágico. El dolor de Admeto era tal que toda la casa se pobló
de retratos o sustitutos de la entregada y sacrificada Alcestis, gracias a los
cuales, murmura Admeto, “Alcestis vive y no vive”. La estatua tenía el poder de
acoger a la misma psique de Alcestis. Sin embargo, pronto Admeto se cuenta de
la futilidad de la imagen. La casa estaba vacía; la estatua no respondía. La
multiplicación de las efigies y los retratos no lograba reemplazar a un ser
vivo. Este descubrimiento quedó
corroborado cuando Heracles regaló a Admeto un singular presente por haberlo
recibido en su casa: un regalo de huésped satisfecho. Admeto no quería
aceptarlo dada la naturaleza del presente: una muchacha (aun velada) que podría
reemplazar a su esposa encerrada en el Hades. Admeto rechazaba tan doloroso
regalo hasta que, ante la insistencia de Heracles, acabó por tomarlo y
desenvolverlo: la muchacha era Alcestis a la que Heracles, luchando con la
Muerte, rescató del mundo de los muertos. La diferencia entre Alcestis y las
estatuas era abismal. El retrato o en doble era un pobre sustituto de un ser de
carne y hueso, incluso si encerrada en su seno el alma del difunto retratado.
Un retrato detiene el
paso del tiempo. Los rasgos quedan “inmortalizados”. Esta impresión es casi
demoníaca, como bien mostró Oscar Wilde en El
retrato de Dorian Grey. Se diría que el retratado ha alcanzado una
condición a la que aspira, aunque vanamente, el ser humano. El retratado es
inmune al tiempo. El daño que el tiempo causa lacera la obra, no la imagen. La
materia se vela, se raya, se rompe; el
rostro, aunque incompleto, no se altera: las arrugan no se materializan. Por
eso, Alejandro sigue siendo un joven,
pese al tiempo transcurrido. Nadie es capaz de imaginárselo como una persona
vencida por la enfermedad. Se mantiene
siempre con la misma imagen, la misma vivacidad, en su proyección espejada.
Mas la capacidad que el retrato posee de impedir el avance
del tiempo implica que un retrato siempre es un reflejo de un ser mortal. Los
dioses no dejan huellas en la materia. A fin de mostrar que era también un ser
humano, sin limitación alguna, y no solo una divinidad, a fin de revelar que
había asumido la condición y la naturaleza humana, es decir, mortal, Cristo
imprimió varias veces su rostro en diversos soportes. Su “retrato” era la
prueba visible de su condición carnal, cuyo término era la muerte. No es casual
que las primeras efigies de Buda en la India se produjeran tras la llegada de
las huestes de Alejandro. Hasta entonces, Buda era considerado un ser
desencarnado, y por tanto, irrepresentable. Toda vez que Buda fue equiparado a
Apolo, en tanto que divinidad bondadosa, y que los dioses griegos podían
disfrazarse de seres humanos para mostrarse ante los hombres, Buda fue dotado
de un cuerpo carnal y pudo ser representado, aunque siempre como un ser superior,
idealizado.
La asunción de la mortalidad no fue fácil. Por el contrario,
los poderosos trataron (y tratan aún) habitualmente de esconderla, o de luchar con ella.
La existencia del retrato viene marcada por la aceptación de
la naturaleza humana. Ésta posiblemente no aconteciera antes del siglo V aC, en
Grecia, al menos en la tradición “occidental”.
Las imágenes antropomórficas representaban –o daban cuerpo,
materializaban- a inmortales: dioses y héroes. Los seres humanos retratados
eran tratados o considerados como unos héroes. Esto es lo que ocurrió con
Armodio y Aristogitón, conocidos como los Tiranicidas, presentes también en la
exposición, cuya estatua fue ubicada en el ágora misma de Atenas. Esta efigie
también era funeraria: los Tiranicidas no fueron retratados en vida. Por otra
parte, la estatua fue aceptada, incluso fue reproducida, porque, previamente,
los jóvenes fueron, tras el asesinado del tirano Hiparco de Atenas, a finales
del siglo VI aC, alzados hasta la condición de héroes. En tanto que humanos, no habrían podido ser retratados, y menos en vida. Es por este
motivo que Fidias tuvo tantos problemas, y escapó a la condena a muerte por
poco, aunque no se libró de la cárcel donde murió, quizá, apunta Plutarco,
envenenado. El arte, o las obras de Fidias, eran admirados; pero su suerte,
como la de cualquier artesano, incluso de la talla de Fidias, no lo era. Fidias
era un mortal en todos los sentidos de la palabra: un humano de baja estofa,
cuya suerte nadie envidiaba –pese a las obras admirables que ejecutaba. Es por
este motivo que, cuando se descubrió que, en el centro del escudo de la diosa
Atenea, esculpida en oro y marfil para la nave del Partenón –una estatua
inmensa que se alzaba, sobre una alta base, hasta casi el techo del edificio-,
Fidias se había autorretratado en medio de una representación de la batalla
entre los héroes atenienses y las Amazonas, fue denunciado y apresado. Ningún
mortal podía representarse al lado de una divinidad, precisamente porque
mortales e inmorales no vivían, ni podían vivir en un mismo plano. Los dioses
cohabitaban a veces con los mortales –es decir, con los héroes, no con morales
de carne y hueso- como bien cuenta Homero, por ejemplo, en la Ilíada. Pero son
siempre los dioses los que, por un momento, se materializan a los ojos de los
héroes, disfrazados de héroes, a fin que aquellos pudieran dialogar con la
divinidad. El contacto siempre se realizaba a instancias del Olimpo. El gesto
de Fidias, que no era un héroe, era temerario, absurdo e incomprensible. Retratarse
al lado –o sobre un útil, un emblema- de la divinidad era un sacrilegio. Los seres humanos eran llamados “efímeros”,
“sueños de una sombra”, según un célebre verso de Píndaro, por lo que no podían
fijar su efigie en vida para siempre. Se trataba de un acto de soberbia, por
parte de un artesano, un miembro de la clase más baja de ciudadanos, sobre todo
porque se le reconocía en la imagen. Astuta o prudentemente, Fidias, que también incluyó un retrato de
Pericles en la composición, dispuso de la figura de tal modo que ésta levantaba
el brazo para manejar una lanza, de modo
que sus ojos quedaban tapados, por lo que Pericles no era reconocible de
inmediato ni fácilmente. Era necesario colocarse en un determinado e incómodo
ángulo para mirarle a los ojos.
Efigies aparentemente
realistas de individuos existieron antes de Alejandro. Mesopotamia y el Egipto
faraónico no desconocían, en apariencia, el arte del retrato. Los monarcas, los
sacerdotes, las personas cercanas al poder (la realeza, las divinidades)
dejaron un gran número de testimonios visuales de su paso por la tierra. Estas
imágenes no siempre parecen efigies idealizadas. Rasgos profundamente humanos
como arrugas, bolsas bajo los ojos, rictus, en ocasiones amargos, y toda clase
de rasgos muy humanos (barba, calvicie,
etc.) no son inhabituales. Así los retratos del faraón Sesostris III muestran
un rostro casi anciano y abatido, como si el faraón fuera consciente de que su
vida no era eterna, y que no siempre podía ganar la partida a los obstáculos
que la vida levanta. Sin embargo, esos rostros ajados eran excepcionales. En
sociedades antiguas, muy pocos alcanzaban la vejez. Que un ser humano se
mostrara como un anciano denotaba su condición superior. De algún modo, había
vencido al tiempo, al menos durante más tiempo que el resto de los humanos. El
tiempo no le había borrado sus rasgos. Los ancianos, por otra parte, eran
considerados sabios, o magos. Ningún joven imberbe podía aspirar a la
sabiduría: valor, entrega, coraje, pero nunca lucidez y experiencia, eran los
valores asociados a la juventud. Los ancianos eran casi dioses. Lo sabían casi
todo. Un retrato de un anciano no era un
retrato enteramente humano. Por otra parte, no se buscaba documentar los rasgos
personales, sino caracterizar a una persona en tanto que sabio, es decir como
un anciano. Los supuestos retratos realistas antiguos muestran más tipos que
personas. No existe ningún retrato de
Sócrates joven. Sócrates, como sabio, nunca pudo ser joven. Necesariamente, su
aspecto tenía que adaptarse a las características de un anciano, lo fuera o no.
Los primeros retratos que ofrecen el testimonio del paso del
tiempo son los retratos de emperadores romanos. Éstos son mostrados en
distintos momentos de su vida. Queda patente que su imagen no es inmune al
tiempo. Esta consideración se opone a la condición divina del emperador. Sin
embargo, de nuevo, nos hallamos ante imágenes típicas. El emperador es mostrado
asumiendo las cuatro fases de la vida –algo que ningún ser humano lograba: era
un niño, un joven (un héroe), un adulto (un guerrero), un anciano. Del mismo
modo que los dioses que nacían y evolucionaban (las primeras efigies de niños
eran del dios Dionisio, justo después de nacer del muslo de su padre Zeus, o
del dios Hermes, cuya condición infantil le permitía burlarse de su padre
Zeus), los emperadores asumían distintas “formas” que revelaban su paso por la
tierra antes de la apoteosis (la ascensión al cielo).
En la Roma tardo-imperial, sin embargo, ya se habían
establecido las condiciones y los conceptos, procedentes de Grecia, Etruria y
el Levante, necesarios para que el arte del retrato pudiera ser posible.
Lo que determinó la aparición del retrato tal como lo
entendemos hoy fue la asunción de la condición mortal humana, sin que dicha
aceptación implicase que ésta fuera juzgada como una condena o una
penitencia. Era necesaria que fuera
asumida, y que se pudiera ironizar, sin condenas ni lamentos, sobre ella. Esta visión no se produjo antes de la cultura
helenística, es decir de la época de Alejandro. Así según la concepción
socrática del hombre (al menos, según la explicación de su discípulo Platón),
éste podía elevarse sobre las miserias terrenales gracias a un alma alada,
capaz de remontar hacia su lugar de origen, cabe las divinidades, en cuanto el
cuerpo se abandonaba. Eso implicaba que el ser humano podía estar “a la altura”
del cielo. Es cierto que Platón insistiría en que el cuerpo era la cárcel del
alma, pero también sostenía que determinados individuos, bien adiestrados,
podían superar sus limitaciones materiales
y remontar hacia la luz. Ésta, la luz divina, se reflejaba en la mirada.
Esta exaltación del ser humano no implicaba, empero, ninguna
divinización del hombre. Los estoicos sostenían que si los dioses existían, no
interferían con los asuntos humanos. Permanecían aislados sin desdeñarse a
mirar hacia la tierra. Los hombres, entonces, estaban librados a sí mismos. La
divinización no era imposible, sino que era absurda. ¿Para qué tratar de ser
como quien no se sabe si existe? Estoicos y cínicos se centraron en la figura
del ser humano. Éste era el objeto de sus desvelos, en ausencia del cielo. Lo
humano, los humanos, eran dignos de estudio. La naturaleza o condición mortal
ya no era un castigo, sino que era consustancial con la humana. Mas valía
aceptarla. Era irreal concebir otra suerte.
La vida, las fases de la vida del hombre ya no fueron consideradas como
etapas olvidables o despreciables, sino que constituían lo que otorgaba
dignidad, singularidad al ser humano. Éste era mortal, y asumía noblemente su
condición.
Pero para que el retrato se convirtiera en una exploración
necesaria del ser humano, era necesaria la instauración de un último concepto,
que también se fijó en la Roma tardo-imperial, si bien sus raíces se
retrotraen, de nuevo a Platón.
La imagen –un retrato es una imagen- tenía que ser rehabilitada.
Es decir, era necesario que dejara de ser juzgada como decorativa tan solo, o
como un ente mágico, para pasar a ser considerada, y usada, como un vehículo
que permitiera descubrir el mundo: como una ventana al mundo, que aportara
datos o una visión que solo se lograra a través de la imagen, tanto plástica
cuando poética. El estatuto de la imagen era bajo. Las imágenes eran
consideradas secundarias. Platón pensaba incluso que las imágenes debían ser
proscritas por su excesivo carácter de entretenimiento, o de entrometimiento,
distrayendo a los ciudadanos de las tareas y los valores necesarios para una
vida justa. Platón nunca abjuraría de esta consideración. Sin embargo, separó,
del grupo de las imágenes turbadoras, llamadas ídolos, repudiadas no porque no informaran, sino
porque ofrecían una imagen equívoca y equivocada del mundo de manera tan
seductora que lograban que los ciudadanos prefieran soñar a actuar, un tipo de
imágenes, que denominó iconos, cuyo mejor ejemplo era, precisamente, el retrato.
¿Por qué? Como ya hemos definido al comienzo de la conferencia, un retrato es una imagen frontal de un
rostro. El retrato, a menudo, es de tamaño natural. Es decir reproduce una
imagen en el espejo, Las medidas de la imagen corresponden con las del rostro,
o guardan las debidas proporciones, están proporcionadas. En tanto que el
rostro se sitúa paralelamente al plano del cuadro, se establece una exacta
correspondencia entre los rasgos del rostro y los de su proyección en el cuadro.
Este tipo de retrato frontal es característico de lo que, precisamente, se
llamará un icono: una imagen frontal del rostro de Cristo, cuya reproducción
seguía los postulados de la imagen icónica platónica (la teoría de la imagen
bizantina, o iconodulia, tenía fuertes raíces platónicas y neoplatónicas). Para
nosotros, hoy, un icono, es un ejemplo a seguir. Se trata de un modelo. Una
imagen que se impone, se graba en la mente o la imaginación. Este significado
no es ajeno a la concepción platónica y bizantina del icono. Pues un icono es un retrato veraz de la
realidad. En tanto que cualquier elemento, cualquier punto de la imagen tiene
una exacta correspondencia con la realidad, el icono es el vehículo adecuado
para informar sobre esta realidad. Sobre todo sobre una realidad que habitualmente
no se alcanza al natural con la vista: por ejemplo sobre la realidad invisible
–el mundo sobrenatural- o el mundo interior. El retrato aparece así como la
proyección o exteriorización del mundo interior, del alma. Ya no se trata de
una imagen que aleja o aparta de la verdad, sino que ahonda en ella. Además,
aparece como el único medio, o el más certero, para bucear, y sacara la luz,
mundos ocultos o invisibles, como el cielo y el alma. Así, por ejemplo, tras la resurrección, y la
desaparición del hijo de dios de la faz de la tierra, el icono, que reproduce
su imagen, deviene un testimonio veraz, una prueba de su pasada existencia. De
algún modo, el icono mantiene vivo el recuerdo, y la presencia del hijo de
dios. Y, al contrario que las estatuas que Admento mandó esculpir, el icono no
decepciona. Es el medio que lo invisible utiliza para comunicarse con los seres
humanos. La imagen media entre lo visible y lo invisible. Posee dos caras cada
una orientada hacia un mundo distinto y separado, mundos articulados gracias a
la presencia de la imagen. Ésta es un perfecto reflejo de lo que no se ve sin
la ayuda de dicho espejo. Dicha
mediación requiere no obstante que ambos mundos o ambos entes acepten mostrarse
y mirarse, acepten verse las caras.
Como ya hemos comentado, Platón estudió los beneficios del
encaramiento; postuló su necesidad. El
mirarse las caras, que revelaba lo que cada uno pensaba y era, nacía del deseo:
deseo de conocer o de poseer. Dos personas se acercaban, se sentían próximas.
Tal era la cercanía, la familiaridad que mantenía que eran capaces de verse
reflejados en los ojos de la otra persona. Los ojos eran espejos. Lo que se
asomaba en la pupila era el reflejo de quien se miraba en aquella. Quien se
miraba, actuaba movido por el deseo de aproximarse al otro, y de abismarse en
sus ojos. La imagen reflejada, entonces,
correspondía a la de un ser movido, poseído por Eros. Un ser que
deseaba.
Eros era un semi-dios, siempre al acecho de la parte que le
faltaba, la otra mitad divina de la que carecía. En tanto que ser alado, era
capaz de partir a la búsqueda de lo que, de quien le completaría. La pareja de
Eros se llamaba Psique, una joven agraciada, embellecida por el amor que Amor
(Eros) le brindaba. Psique era una muchacha etérea, un alma pura, transfigurada
por Eros (psique significa alma, en
griego, precisamente).
En las pupilas del enamorado se asomaba la imagen de una
muchacha enamorada. La imagen correspondía a la de una figura diminuta asomada
al óculo de la pupila. En latín, pupilla significaba
muñeca (pupila, en español, significa también discípula, alumna).
Las almas, en el arte greco-latino, se representaban por
seres alados: mariposas o avispas (cuyo aguijón espoleaba al amante); pero
también por muñecas.
Las pupilas de los amados
contenían, pues, la imagen del amante reflejado. Esta imagen era la de
un muñeco o una muñeca: era la imagen del alma del amante., su alma enamorada,
transida por Eros.
Los ojos, entonces, reflejaban el alma de la persona, su
vida interior. La condición y cualidad anímica era el símbolo de la “verdadera”
personalidad. A través de la mirada se podía captar quien era, en verdad, una
persona, más allá de su apariencia y su porte. Los ojos no mentían ni
escondían. Eran ventanas que permitían asomarse al interior de una persona.
Los ojos son, precisamente, el motivo central de un retrato.
Captar la mirada, lo que éste denota, es la tarea principal del retratista. Por
eso, una figura con los ojos cerrados no expresa nada (salvo que, una mirada
ciega sea el símbolo de una potente mirada interior, como ocurría con los
poetas, capaces de ver “más allá” de las realidades materiales alcanzados con
el sentido exterior de la vista).
El alma era lo que “personificaba” a un ser: lo distinguía y
lo “representaba”. Un retrato, entonces, tenía que captar, no tanto la
apariencia sino el alma, el brillo de la mirada. La única manera de vislumbrar
el tipo de alma consistía en mirar a alguien directamente a los ojos sin bajar
la mirada, o contemplar su retrato. El retrato se convertía en la exploración
de la “psique” humana, puesto que ésta era digna de estudio.
En la parte oriental de la Roma tardo-imperial aparecieron,
a partir del siglo II dC, una serie de religiones soteriológicas (mitraísmo,
orfismo, osirianismo, cristianismo, gnosticismo, etc.), esto es, que ofrecían
el cuidado y la salvación del alma, en un momento en que los hombres, cuya
vida material estaba asegurada gracias a la Paz Romana, empezaron a
preguntarse por lo que les ocurriría más allá de la vida terrenal. Libres de
preocupaciones mundanas, se volvieron hacia temas ultramundanos. Esas religiones o sectas, derivadas del
neo-platonismo y del estoicismo, se
cuidaban de la vida verdadera, que era la vida anímica tras la liberación de la
carne. El ser humano ya no tenía que temer la muerte; lo único que moriría
sería su cuerpo, mas el alma, que era su esencia, perduraría.
Si la vida verdadera
implicaba desvelarse por el alma, el retrato se convirtió en el mejor
medio para explorarla y conocerla. El retrato se convirtió en un elemento
esencial en la economía de la salvación del alma. Sin el retrato, el ser humano
no podía conocerse (una norma, por otra parte, que hundía sus raíces en la
religión apolínea, cuya influencia en Platón, siempre al cuidado de su “daimon”
o genio personal, alentado por Apolo, debería ser estudiada con más
detenimiento).
Es sin duda por ese motivo que, en el Egipto greco-romano,
la faz de los difuntos momificados (los célebres “retratos de El Fayum”),
entregados al cuidado de Osiris, estaban veladas por una tabla o un lienzo
pintado con un retrato del difunto, con
los ojos bien abiertos, signo de que el alma había alcanzado el otro mundo. Del mismo modo, la prueba de la resurrección
de Jesús consistía en sus innumerables efigies
portátiles (iconos) o que cubrían la bóveda de las iglesias (frescos,
mosaicos) en las que la imagen del Pantocrátor, con los óculos desorbitados,
como si la figura solo fueran ojos, mira desde el más allá a los humanos,
testimoniando de su resurrección, y ofreciendo, a todos aquellos que se
acercaban y se miraban en los fondos espejados de los ojos del Hijo de dios, la
salvación definitiva.
El retrato se convertía así en el medio gracias al cual el
ser humano (es decir, su alma, que no su cuerpo perecedero) alcanzaba la
inmortalidad. El retrato jugaba un papel esencial en la redención, del mismo
modo que las huellas de la Santa Faz, impresos en diversos lienzos (los paños
de la Verónica), probaban la venida del Hijo de Dios en la tierra, la asunción de
la humanidad, y su resurrección final que arrastraba a toda la humanidad,
simbolizada por Él, hacia la vida verdadera. El retrato se convirtió en el
medio y el signo de la dignidad humana, un proceso que se forjó a partir del
siglo V aC, en Grecia, en contacto con Oriente.
Mas, ¿tiene aún
“sentido” el retrato?
4.- RESUMEN
En resumen, podríamos decir que el retrato, tal como se
entiende hoy, un reflejo de un rostro humano que actúa como un testimonio veraz
de la vida de un ser humano, de cómo el paso del tiempo incide en el rostro,
considerado como un símbolo del ser –de la interioridad de un ser, al que
representa-, existió a partir de la cultura helenística, siendo Platón el
primer pensador que puso las bases para pensar en la función y en la necesidad
de un retrato como medio de conocimiento del ser –o de un ser.
Antes que Platón, en Egipto, Mesopotamia, en la Grecia
arcaica, se dieron efigies humanas, naturalísticas, que podían dar la sensación
que se estaba ante el retrato de un ser humano. Mas, éste no era tal, porque
ofrecía una imagen idealizada o típica de una persona. Se trataba, antes que de
mostrar a un mortal, destacar ciertas virtudes inmortales encarnadas por un
personaje; se trataba, no de representar a una persona, libre de cargos y funciones,
sino de mostrar a un personaje, a una figura pública, que exhibía valores o
virtudes públicas, ajenas a las interioridades del personaje.
La cultura etrusca constituye un caso singular. Existieron
retratos verdaderos antes que Platón fijara las características de los mismos,
si bien los mejores retratos etruscos reflejan una influencia helenística y,
por tanto, posiblemente platónica. Los primeros retratos etruscos, empero, no
parece que fueran efigies ideales sino representaciones de seres de carne y
hueso. Existía, sin embargo, una
diferencia. Un retrato, un icono, según la definición platónica, que es la que
impera aun hoy a la hora de definir lo que es un retrato, era una imagen. Es
decir, no se confundía con el modelo. No lo sustituía. Guardaba las distancias
con éste. Se presentaba como una imagen o un reflejo, sin pretender captar
todas las facetas de una persona, sino solo las más significativas o
esenciales, traducidas en la expresión de la mirada. Por el contrario, las efigies etruscas eran,
como todo el arte más antiguo, fetiches. Se trataba de imágenes funerarias que
suplían la desaparición del retratado. El alma de éste, huérfana del cuerpo, volvía
a la vida gracias al retrato al que animaba. Por tanto, un retrato era como una
persona, y solo adquiría sentido, solo era necesario, cuando ésta fallecía. No
pretendía ahondar en la personalidad de éste, sino solo suplir la desaparición
del cuerpo. En este sentido, pese al extremo naturalismo de las estatuas
etruscas –y, posteriormente, romanas- can más en el mundo de la magia, es decir
de los ídolos, que del arte, de los iconos.
Por tanto, podemos considerar que sí existieron retratos en
la antigüedad, pero éstos aparecieron, tal como los concebimos hoy, a partir y
gracias a Platón y sus consideraciones sobre las bondades y las limitaciones de
las imágenes espejadas.
Sin embargo, estos retratos poco tenían que ver con los
retratos que empezaron a proliferar en el barroco, sobre todo en los Países
Bajos. Formalmente, un retrato antiguo, por ejemplo, un retrato romano-egipcio
del Fayum no se distingue demasiado de
un retrato barroco. La técnica, la pericia pueden no ser las mismas, pero
puestos uno al lado del otro, parecen pertenecer a una misma filiación. El
retrato barroco parece derivar del retrato romano-egipcio.
La exclusiva función funeraria del retrato antiguo, como los
retratos romano-egipcios del Fayum, los retratos pintados sobre vidrio romanos,
hallados siempre en tumbas, o los bustos o las estatuas etruscas y romanas,
presentes en altares domésticos, en espacios públicos a fin de ofrecer una
–“una”- imagen del retratado, y en cementerios, ya nos pueden poner sobre aviso
sobre la entidad y la función del retrato antiguo que quizá no coincida con la
del retrato europeo a partir del siglo XVII, el siglo por excelencia de la
retratística.
Artistas como Rembrandt, van Gogh o Picasso son considerados
como los retratistas más importantes del arte occidental. Importantes y
prolíficos. Pintaron un sin número de retratos y de autorretratos. Dedicaron su
vida a estudiar fisionomías, suyas y ajenas. Captaron, obsesivamente, las
alteraciones que el tiempo causaba en el rostro. Los retratos se realizaban
casi anualmente. Algunos fotógrafos han seguido esta práctica: el estudio de
cómo el tiempo moldea el rostro. No buscar fijar unos rasgos, sino, por el
contrario, captar su transitoriedad. Así, conocemos el rostro –o los rostros de
Rembrandt y de Picasso, desde la adolescencia hasta el lecho de muerte. En
cambio, Sócrates, por ejemplo, siempre se muestra con una misma apariencia.
Sócrates fue joven, y la cárcel seguramente alteró su apariencia. Y, sin
embargo, los artistas griegas solo lo retrataron como un anciano antes de la
condena.
Se conocen retratos de emperadores romanos que documentan
las edades de la vida: de joven, adulto y en la senectud. Pero de nuevo, son
retratos que pretender ofrecer imágenes emblemáticas de un joven, un adulto y
un anciano, como si los rostros cambiaran de súbito, como si los representados
hubieran asumido un rol y una máscara distintos, roles y máscaras que
mantendrían invariables hasta la llegada de una nueva edad.
En este sentido, el retrato antiguo se diferencia del
retrato moderno. Cumple una función muy distinta. El retrato antiguo libera el
rostro del paso del tiempo: fija una imagen. El retrato moderno, por el
contrario, escudriña obsesivamente la labor destructora del tiempo, la
aparición de las arrugas, y su progresiva extensión, la rendición de la carne
ante los envites del tiempo.
Es por este motivo que una obra, como la película, aun no
estrenada, Oldboy, filmada durante doce años con unos mismos actores, que
crecen y envejecen ante la cámara, no hubiera sido posible en la antigüedad. No
por el desconocimiento de la técnica y el género cinematográficos, sino porque,
conceptualmente, concebir el retrato como la derrota del rostro, acentuando así
la humanidad, en detrimento de la idealidad, era inconcebible.
Quizá fue el cristianismo, que determinó que la carne, todo
y siendo carne, materia perecedera, sometida al tiempo, no tenía que ser
proscrita porque, al final de los tiempos, carne y espíritu resucitarían, la
religión que permitió que el retrato se concibiera como el registro o el mapa
de las alteraciones del rostro y del cuerpo. Alteraciones que tenían que ser
registradas, precisamente, para que el cuerpo, la carne, cuya historia habían quedado fijada
en el retrato, se recuperaran en su totalidad.
El retrato es el signo de nuestra doble condición
humana, e inmortal, al final de los tiempos. Esta concepción, que rompía con la
antigüedad, se fraguó a partir de Platón, y con los pensadores neoplatónicos; pero
fue el cristianismo, con la resurrección de los cuerpos, y no solo de las
almas, el que acabó por establecer el
sentido que hoy en día posee el retrato, quizá el género artístico occidental
por excelencia
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