La relación entre la arquitectura y la cerámica no es casual. Antes bien, está fundada, es ineludible.
La mejor casa era, según afirmaba la tortuga descrita en el mito del robo de los bueyes de Apolo por su hermano Hermes, la que se lleva, aquélla con la que se está íntimamente unido, de la que cuesta desprenderse.
En efecto, cuenta Homero en el himno a Apolo, que,el dios Hermes, a fin de hacerse perdonar por su hermano Apolo el robo de su rebaño de bueyes, cogió una tortuga, la mató -ya que ésta no quería abandonar su hogar-, y utilizó el caparazón para crear la primera lira con la que encantaría a Apolo antes de regalársela.
La casa modélica era, pues, el caparazón de la tortuga, una forma abombada que recordaba tanto un vientre grávido cuanto una tumba y la bóveda del cielo. El cosmos entendido como el espacio de la vida se resumía en un caparazón de tortuga -un animal acuático, que nada en la superficie, cuyo caparazón destaca como la tierra de los inicios que emerge de las aguas primordiales, muy presente en mitos cosmogónicos de varias culturas.
Para los griegos, el caparazón de la tortuga no estaba hecho de cuerno sino de cerámica, más precisamente, estaba compuesto por un engarce preciso de tejas planas de terracota.
Así que la casa paradigmática, la primera casa, que era una imagen del cielo, resultaba de la ajustada composición de elementos de cerámica.
Casa y música, la terracota, que resuena al ser golpeada, amplificaba el sonido que evocaba la vida.
Espléndido, como de costumbre. Busca en una página reciente de mi blog una versión egipcia del asunto.
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