Un pueblo, un arrabal. Una carretera lo atraviesa; a menudo dos que se cruzan, apuntando, como na pistola en todas las direcciones. Casas bajas, aisladas, de madera, rodeadas de un jardín. Están abiertas, tienen una puerta abierta, pero no invitan a entrar. Se diría que han sido abandonadas o están pobladas por fantasmas. Es siempre de noche, o al atardecer. Las farolas están ya encendidas y por las ventanas, la luz amarillenta de las lámpara de mesa ilumina pálidamente interiores en los que nadie vive: los habitantes han muerto, quizá asesinados, o han quedado petrificados, ensimismados en un mundo que se adivina se ubica -quizá en sueños- más allá del entorno tintado de azul. Por las calles que son carreteras, un vehículo de otra época. Detenido en medio de la calzada, con una puerta abierta. Nadie camina. A veces, una figura solitaria, sentada en la acera y empequeñecida por el vacío físico y moral que se intuye. El espacio es demasiado grande para tan poca vida. Las luces pareces focos carcelarios. Hace frío. Ha nevado.
Gregory Crewdson es un cruel retratista de la ciudad moderna (norteamericana), soñada pero convertida en pesadilla, o tan solo en un entorno desolador.
Las imágenes, minuciosamente compuestas, reproducen la realidad, a través de esquemas propios del cine. Por eso, quizá, resultan atractivas y temibles. Como si se temiera quedar atrapado en ellas. Aunque es posible que yo lo estemos.
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