La destrucción de las imágenes naturalistas plásticas (pintadas y esculpidas) fue ordenada por Yahvé a Moisés durante el Éxodo. Esta orden corre de parejo con la exigencia de adorar a un único dios, Yahvé. Se entiende, pues, que las imágenes eran, para Yavhé, entes animados capaces de competir con Él. Yahvé se presenta a su mismo como un ser antropomórfico. Tiene cara, manos y espalda, como se describe a sí mismo. Su faz no puede ser contemplada -lo que no significa que no tenga-, salvo durante el cara a cara que sostiene con Moisés, no así su mano y sobre todo su espalda que, al menos, se muestra, mientras se aleja, también a Moisés. Los sentimientos de Yahvé son también los propios de un ser humano. Se describe como Celoso: es El Celoso.
La orden iconoclasta es consecuencia de la fabricación del becerro de oro. Después de que Moisés hubiera ascendido a lo alto del monte Sinaí, para conversar con Yahvé, y que el encuentro, que una nube espesa impedía contemplar desde el desierto, durara varios días, los israelitas, sintiéndose abandonados, exigieron a Aaron, hermano de Moisés, que les diera una divinidad que se pusiera en cabeza y les guiara a través del desierto. Esta divinidad tendría forma de toro (como el buey Apis dorado en Egipto, de donde huían los israelitas). Este toro era una divinidad que, pese a ser Apis o el símbolo de Baal -divinidad cananea de las tormentas, similar a Yahvé-, se llamaba, sin embargo, Yahvé: en efecto, tras haber aparecido, Aarón levantó un altar ante ella, y decretó que el siguiente iba a ser el día del Señor (Yavhé, que la Vulgata traduce por Dominus). Es decir, lo que los israelitas necesitaban era sentirse guiados; no querían otra divinidad; no desconfiaban de Yavhé; no quisieron rendir culto a otro dios. Querían que Yahvé estuviera con ellos, que se manifestara entre ellos; requerían su presencia. El toro -o el becerro- iba a cumplir esta función.
A fin de lograr la aparición del dios -y no de una imagen o un símbolo del dios-, del mismo dios, Aaron pidió a los israelitas que le entregaran todas las joyas de oro que sus esposas e hijas pudieran portar. Éstas fueron echadas al fuego. El metal licuó. Así, se pudo forjar una estatuilla de oro. ¿Estatuilla forjada?
Sobre la aparición del becerro de oro, existen dos versiones: lo que el narrador anónimo del Éxodo (¿el propio Moisés?) cuenta, y lo que Aarón cuenta a Moisés.
Según la primera versión, Aaron grabó el metal y fabricó el becerro. Las tres versiones, en hebreo, griego y latín así lo explican. El verbo griego poieo, el latín formare, y la expresión way.ya-a.sê.hu hebrea no dejan lugar a dudas, si bien el verbo hebreo nombra tanto actividades manuales cuanto intelectivas, como el manejo de un compás. El becerro es una creación manual, un producto manufacturado -lo que no coincide con el hecho que este objeto es presentado como un dios, no como una imagen o el cuerpo de un dios, de Yahvé-
Sin embargo, lo que Aaron cuenta a Moisés difiere totalmente (Éxodo, 2, 4). Podemos pensar, razonablemente, que Aaron no quiere decir la verdad a su hermano, evitando así un castigo, la sención de culpa o vergüenza, al menos. Pero no se discute acerca de la fabricación o no de una imagen, sino de una divinidad. Si Aaron quiere evitar la cólera de Moisés, no es porque hubiera modelado o fundido una figura, sino porque se hubiera atrevido a forjar un dios. Por esto, niega cualquier implicación en la aparición del becerro. Éste se formó solo. Lo que, por otra parte, era lógico, ya que el becerro no era una imagen de un dios -de Yavhé-, sino una verdadera divinidad.
En efecto, Aaron (Éxodo, 32, 24) afirma -¿miente, o no?- que becerro no fue modelado o forjado. Salió por su propio pie de fuego. Las versiones hebreas, griegas y latinas son claras, sobre todo la latina. En hebreo, el verbo es vayetze; tiene dos significados: salir, por un lado -es decir el becerro salió del fuego-, llevar a buen puerto, finalizar, por otro; en este caso, cabe preguntarse quién finalizó el becerro. Aaron insistía: no fue él; el becerro se hizo solo, se hizo a sí mismo; Aaron tampoco acusa a nadie; el becerro no es una obra humana, sino una engendración del fuego. Exelthen, en griego, se traduce también por salir; en cuanto a la Vulgata, egressus est significa desembarcar; ex-gradior es caminar desde (el fuego) y gradior está emparentado con gradus: paso. El becerro, así fue quien dio el primer paso.
Podría tratarse de un autómata. Pero el texto no lo indica, sino que señala que el becerro es un ente vivo. Y éste, es una divinidad. Tanto en la descripción anónima cuanto en el relato de Aaron, queda claro que el becerro es un dios; lo que no queda claro si es el fruto de una acción humana (de Aarón) o si se engendró por si mismo. Desde luego, si Aaron hubiera forjado la divinidad, Aaron aparecería como un mago, o un dios mismo. Tendría los mismos poderes que Yahvé.
La destrucción del becerro, que Moisés ejecuta, antes de ordenar al pueblo elegido que beba del agua en la que ha disuelto el oro, y que cada israelita asesine a un miembro de su familia, sea padre, hijo o hermano -contraviniendo la orden que Yahvé acababa de grabar en las tablas de la ley entregadas a Moisés, que prohibía expresamente el asesinato-, como castigo por haber creído que el becerro era Yahvé, no consiste en la destrucción de una imagen, sino la de una divinidad. ¿Quién es ésta? Para los israelitas desamparados, se trata de Yahvé; no así para Yahvé ni para Moisés. No es una imagen, porque nadie la habría moldeado -si hacemos caso a Aaron-, sino que es un ser vivo, y éste es un dios. Si no es Yahvé, se trata de otra divinidad. La cólera de Yahvé -y de Moisés- está causada, no por la creación de una imagen, sino por una confusión acerca de la apariencia de Yahvé: creyendo haberle invocado y logrado su presencia, lo que han logrado es la manifestación de una divinidad rival -a la que no hubieran debido jamás invocar. Esta divinidad es de oro; lo que no es extraño. Los dioses irradian. Están hechos de luz. Esta concepción es propiamente mesopotámica.
El becerro es la prueba que Yahvé no era el único dios. Competía con Baal; con el becerro -si el becerro no era Él mismo-; y, quizá, con Moisés -como sostiene la historiadora de las religiones, la Dra. Maria-Grazia Masetti-Rouault-, y con Aaron.
¿Iconoclastia? No, deicidio.
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