Cena en casa de un coleccionista norteamericano. Cuelgan dos grandes relieves neo-asirios de piedra en una de las paredes del comedor. La entrada, atestada de testas y bustos romanos.
El Museo de Bellas Artes de Houston atesora, al igual que otros museos norteamericanos, otro gran relieve de piedra neo-asirio, aún más grande que los anteriores, que representan a genios guardianes. ¿Qué significan? ¿Qué dicen? ¿Tienen sentido?
Los hombres han atesorado bienes desde la antigüedad. Se sabe de la existencia de un homínido en el desierto, hace tres millones de años, por un guijarro de río no manipulado en el que los accidentes de su forma permiten reconocer una cara humana, transportado hasta este lugar durante centeneres de quilómetros por un homínido seguramente subyugado por la presencia en la piedra.
Reyes mesopotámicos y faraones egipcios "coleccionaban" y cuidaban de estatuas mucho más antiguas. Del mismo modo, emperadores y notables romanos estaban dispuestos a pagar lo que fuera por disponer de estatuas griegas. La Grecia antigua perdió gran parte de su patrimonio debido a los romanos (antes que los ingleses), desde la República hasta finales del Imperio cuando ya quedaban pocas imágenes.
Estas piezas se disponían en estancias o en jardines. Antes que descontextualizarlas o desubicarlas, se las ubicaba o reubicaba en un contexto nuevo pero similar al contexto en el que se enmarcaban. Se presentaban en un nuevo marco que les otorgaba un sentido parecido y al que dotaban de una dimensión similar a la que brindaban en el espacio originario para el que habían sido trabajadas.
Su posesión denotaba un estatuto social, riqueza y gusto, al mismo tiempo que admiración por tiempos pretéritos. Sin embargo, las obras no debieron perder su condición sagrada, incluso cuando se disponían en jardines. Conservaban el "aura" de los personajes humanos, heroicos o divinos representados, y su presencia evocaba bien los tiempos y los seres del pasado con los que los coleccionistas querían identificarse.
Existían museos desde época helenística. Los propileos del acrópolis de Atenas, en época de Pericles, conservaban estatuas procedentes de varios lugares. Pero dichos espacios eran sagrados, formaban pare de recintos dedicados a los seres sobrenaturales.
En épocas ya modernas, a partir del siglo XVI, se constituyeron colecciones de objetos naturales y artificiales singulares. Comprendían animales disecados, esqueletos fantásticos, ramas y flores muertas extrañas, reliquias inverosímiles, guijarros, corales, conchas y toda clase de objetos manufacturados, que incluían cerámicas, estatuas y pinturas. Estos "gabinetes de curiosidades" eran la prueba de la inventiva natural y humana, del inagotable y siempre sorprendente genio creador divino. El carácter sagrado, incluso mágico, de lo que se atesoraba seguía estando vivo.
Los museos propiamente dichos fueron creados a finales del siglo XVIII, tras las revueltas y revoluciones acaecidas en Europa, y tras las guerras napoleónicas. Se trataba de conservar toda clase de muestras del ingenio humano (y solo humano), muestras que debían su razón de ser a los sentimientos y sensaciones que despertaban. Tenían que tener el poder de alzar el alma, de hacer pensar, de disponer el ánimo del espectador en contacto con el mundo de las ideas. Se trataban de piezas que comunicaban ideas a través de su apariencia que los sentidos descubrían.
Pero las obras que los museos empezaron a coleccionar procedían de otros contextos (religiosos, funerarios, palaciegos). Eran yacientes, no estatuas; apariciones y no pinturas. El museo, por otra parte no les proporcionaba ningún contexto. Los cuadros y las estatuas se alineaban contra muros o sobre peanas. Se almacenaban en vitrinas idénticas. Las obras estaban aisladas, solas -pese a hallarse en espacios atestados. Estas obras no habían sido pintadas o talladas para ser contempladas en salas de museos sino para dotar de sentido espacios sagrados. Solo adquirían significación junto a otras obras en un lugar determinado. Existían para educar, impresionar, aleccionar; para guiar al ser humano en un entorno cargado de valores ilustrados o creados por las obras. Las pinturas y las estatuas antiguas cumplían el mismo papel que las tablas y los paneles de un retablo. Tenían que ser "leídas" conjuntamente; aisladas no significaban nada.
Los museos marcaron el final de la creación mágico-religiosa y determinaron su conversión en artística. Las piezas dejaron de tener sentido y de dar sentido al espacio para transformarse en planos y formas decorativos expuestos (en el doble sentido del término) a la contemplación distraída y distanciada. Dejaron de ser obras influyentes, capaces de crear un mundo. Se convirtieron en piezas de entretenimiento, curiosas en el mejor de los casos, pálidos remedos de rituales.
Los museos nacieron para proteger las obras, pero acabaron por neutralizarlas.
Benditos los museos por preservar el pasado, y malditos por haber convertido, inevitablemente, el pasado en una estampa, obras magnéticas y temibles en viñetas prescindibles.
Aunque seguramente, la vida de las obras había o habría llegado a u fin.
Nacía el mundo moderno.
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