Se acaba de publicar el libro colectivo, editado por Manuel Menéndez y Alzamora y Hugo Aznar, De la polis a la metrópolis. Ciudad y espacio político, de la editorial Abada, Madrid, 2015 (Colección: Lecturas de urbanismo), que se inicia con el texto siguiente:
LOS ORÍGENES MÍTICOS DE LA CIUDAD: HÉROES
Y SANTOS PATRONES
El viajero, agotado, apenas se sostenía
sobre las dunas del desierto. Hacía tiempo que había dejado atrás los últimos
vestigios de la civilización, en Oriente Próximo, y se hallaba aún muy lejos de
las estribaciones del imperio de la China. De pronto, tuvo una visión: los
muros deslumbrantes de una ciudad fortificada, asestada de minaretes, sobe la
que flotaban un sin número de ingrávidas cúpulas turquesa aparecieron, a lo
lejos, sobre el horizonte de arena. Las altas torres cilíndricas de las
mezquitas, como guardias armados enhiestos,
parecían defender la entrada del recinto. Las murallas dibujaban una
brillante línea horizontal que reverberaba, como un cuerpo celestial, bajo el
sol inclemente. El viajero recobró los ánimos. Reemprendió la ruta con más
bríos. La ciudad de la luz lo guiaba. A medida que iba avanzando el espejismo,
que parecía no retroceder, se iba perfilando. Al fin llegó a las puertas de las
murallas resplandecientes. Cruzó el umbral. Poco tiempo después fundó la ciudad
que se llamaría Khiva, en un alto de la árida ruta de la seda, a imagen de la
visión que le había alentado. Materializó esta urbe, que aún hoy existe, como
plaza fortificada, en medio del desierto de Centro-Asia, siguiendo el modelo
ideal cuya forma se le apareció en su delirio.
El viajero se llamaba Sem. Vivió en los
orígenes de los tiempos. Era uno de los cuatro míticos hijos del bíblico Noé –los hijos, nietos y biznietos de Noé
fueron conocidos, en Oriente y en Occidente, como fundadores de linajes y de
ciudades. Entre aquéllos, destacaba, por ejemplo, Ibero, hijo de Tubal, y
biznieto de Noe, padre de los pobladores de Iberia. Varias de las naves de los
descendientes de Noe acostaron en las costas del norte de España, dejando un
reguero de ciudades y asentamientos fundados-. Fueron seres purificados los que
crearon las primeras ciudades. Así se revela la compleja visión bíblica y
cristiana de la ciudad. La invención del espacio urbano es consecuencia del
diluvio. Las ciudades aparecieron como consecuencia de un castigo bíblico –ya
antes del diluvio, Caín y sus hijos fueron los fundadores de las primeras
ciudades antediluvianas.
Junto con su padre, Sem había escapado de
la furia del diluvio que había asolado la tierra limpiándola de las faltas de
los primeros humanos y, ahora, al igual que sus hermanos, tenía como misión
repoblar la tierra (la mayoría de las culturas, desde Grecia hasta China, han
conocido a un Noé, a un agraciado por los dioses del que desciende la nueva humanidad.).
A Sem se remontan los semitas (los hebreos y los árabes, que un día
conquistarían el Próximo Oriente y el Centro de Asia.) Tras descender del arca,
su primera tarea redentora consistió en la fundación de una ciudad, un avro de
civilización en medio de la planicie desértica
que era una imagen del infierno.
Según esta leyenda oriental, Khiva habría
estado fundada a imagen de un modelo luminoso, sin duda celestial. Este hecho
no es nuevo. En muchas culturas existen prototipos urbanos celestiales que los
hombres han tratado de reproducir en la tierra. La Jerusalén celestial es
célebre. Flotaba, como una referencia inalcanzable, sobre la misma Jerusalén
terrenal. Ésta parecía la proyección en la tierra del modelo en los aires. Al
igual que la Khiva prototípica, las murallas habían sido forjadas con metales
valiosos –plata y oro- en los que se insertaban un gran número de piedras
preciosas que refulgían como la sonrisa de dios. La Jerusalén celestial sólo
estaba al alcance de determinadas personas. Para el común de los mortales era
invisible; su excesivo resplandor impedía que pudiera ser contemplada.
Aquellos, sumidos en la ignorancia (en la oscuridad), desconocían incluso su existencia.
Sin embargo, lo significativo no es tanto
la preeminencia de un modelo celestial sino lo que esto revela acerca de la
imagen de la arquitectura y del arquitecto. La relación entre la luz y la
arquitectura, entre un modelo resplandeciente y su copia material, parece ser
un tema común en muchas culturas. La luz alumbra la arquitectura y la ciudad, y
éstas aparecen como receptáculos de luz, como bien se comprueba, según Jaume
Vidal, en los relatos de fundación de la propia ciudad de Manresa.
La arquitectura occidental se remonta a
dos figuras míticas. En la Grecia antigua, el padre de los arquitectos fue
Dédalo. En el Cristianismo, esta tarea incumbió al apóstol Tomás -si bien los
gremios de constructores medievales también creían descender del mítico Dédalo,
a cuya obra principal, el laberinto, honraron en ocasiones reproduciendo su
trenzada planta en medio de la nave principal de algunas catedrales góticas.
Los Evangelios no han tratado bien a
Tomás. Lo citan en pocas ocasiones, y casi siempre para destacar algún aspecto
conflictivo de su personalidad. Éste aparece como un apóstol lleno de luces y
sombras. Su hora de gloria se resume a la célebre duda que expresó acerca de la
resurrección de Cristo. Hasta que no pudo estudiar las pruebas de la muerte de
Cristo, no creyó en que éste, presente ante sus ojos, había retornado de los
infiernos. La iconografía cristiana ha divulgado, con cierta morbosidad, la
imagen de Tomás, aún incrédulo, hurgando minuciosamente con los dedos en la
profunda llaga aún no cicatrizada
abierto en uno de los costados de Cristo.
La duda, sin embargo, y el carácter
atormentado que revela, era consustancial a Tomás. Tomás, del arameo t´ôma, significaba gemelo. En griego, a
Tomás se le nombraba Dídimo, y dydimos
también se traduce por hermano gemelo. Según algunos textos apócrifos, Tomás
bien pudiera haber sido el hermano gemelo de Cristo; un hermano medianamente
apreciado, como veremos. Desde luego, en más de una ocasión se le llamó Judas.
Un gemelo es un ser doble. Físicamente
idéntico a otro, su figura presta a confusión, lo que significa que hunde en el
fosco, la oscuridad, a quien la contempla. Se trata de una figura hecha de
sombras, imperceptible, invisible o inasible. Ante él, nadie sabe a fe cierta
con quien se las está viendo. Por tanto, la presencia de un gemelo genera
lógicas dudas. Su figura asombra –esto es, hace sombra, echa sombra a quien lo
mira. Lejos de irradiar luz, por el contrario su sola presencia ensombrece la
atmósfera. Un ser doble es ducho en el arte del doblez. Éste consiste en la
práctica del engaño, de la disimulación. Quien la ejerce debe ocultar sus
verdaderas intenciones y hacer creer en hechos inexistentes. La falsedad tiñe
sus palabras y sus actos. Quienes no dudan en reprimir sus sentimientos y
ocultan su verdadero rostro son unos hipócritas. Mas un hipócritas, en griego,
significaba un actor. Acontece que los actores necesitan disfrazarse y
maquillarse antes de salir a actuar. Recubren entonces su rostro con una espesa
capa de maquillaje, o con una máscara, que les hace parecer lo que en verdad no
son. Su personalidad desaparece reemplazada por la del personaje al que prestan
su cuerpo y su voz. Su propia figura se disimula o se esconde tras la figura
del personaje interpretado. Un hypokritas,
hábil en el arte de actuar, de fingir, es un creador. Tiene el don de hacer
creer a los demás en la existencia de seres inexistentes como son los
personajes que interpreta, y en la veracidad de los sentimientos que muestra.
Un ilusionista hace teatro, componiendo un mundo que dobla al mundo real.
Tomás poseyó este talento. Fue un actor
consumado. Un día, llegó a Jerusalén un enviado de Gundosforo, el rey de la
India, y se entrevistó con Cristo. Iba en busca del mejor arquitecto y
constructor posible para llevárselo a la corte a fin de que levantara un
palacio inaudito. Hasta entonces, no había hallado a nadie con el talento
suficiente. Cristo le contestó que su viaje había llegado a su fin: conocía a
quien podría atenderle. De inmediato, mandó llamar a Tomás, y lo vendió como
esclavo al emisario de la India. Embarcaron al momento. Meses más tarde, el rey
de Madras recibió a Tomás y le explicó que quería un palacio distinto a cuantos
se hubieran construido.
Tomás empezó a describirle con todos
detalles el proyecto que se había imaginado. Describió un verdadero “proyecto”,
pues proyectó en el futuro la existencia del palacio, anticipándose a la
realidad –todo proyecto consiste en la materialización de un edificio antes de
tiempo. Gracias a un proyecto, lo aún inexistente, lo invisible cobra vida. El
diseño interno, la “idea” (idea, en
griego, significaba forma), se encarna, se hace patente. Los proyectistas son
como los profetas: muestran lo que está por venir. Anuncian lo que acontecerá.
Son los apóstoles de la buena nueva, de la próxima presencia de un espacio
construido (el adjetivo apostolos, en
griego, de apo –a lo lejos- y stolos –acción de prepararse,
expedición- significaba enviado a lo lejos. Un apóstol era un emisario de viene
de lejos, de donde lo habían mandado, para contar lo que había hecho u
observado-.)
Tomás hizo ver al rey las numerosas
estancias y evocó el esplendor del palacio de manera tan convincente y
seductora que el rey ordenó que le entregaran cuantas materias preciosas
–metales, gemas, cristales y mármoles de vetas onduladas como el humo-
necesitara. Poco después, partió a la guerra.
Regresó al cabo de veinte largos años. No
bien hubo descendido del caballo, se apresuró a pedir poder ver el palacio
cuyas obras habrían concluido hacía tantos años. Tomás acudió a verle
inmediatamente y se ofreció al rey acompañarle hasta la mansión. Ambos salieron
de la ciudad, atravesaron campos y, finalmente, se detuvieron en una colina. Al
fondo se divisaría el palacio. El rey, impaciente, oteó a lo lejos. No vio
nada. Nada había. Enfurecido ordenó que apresaran a Tomás y que lo ejecutaran
al día siguiente, toda vez que un ayudante le contó que Tomás había distribuido
todos los bienes recibidos entre los pobres del reino. Tomás le había engañado.
Le había creer, como un ilusionista, en la existencia de un palacio. Sus
descripciones, pretendidamente fidedignas, habían sido dignas de un cuentista.
Como un consumado dúplice, mientras gastaba los bienes que el rey le había
entregado, le había ido asegurando que la obra iba por buen camino. Naderías.
El solar estaba tan vacío como las arcas del reino –como se ha hecho observar,
la elección de Tomás como patrón de los arquitectos es, en apariencia, extraña,
y, de buenas a primeras, dice poco a favor del talante y del trabajo de los
constructores-.
Aquella noche, el príncipe Gad, hermano
del rey, murió. A medida que su alma ascendía a los cielos, divisaba un
creciente resplandor. De pronto se detuvo maravillada a las puertas de una
construcción deslumbrante. Un ángel le contó que esta aparición celestial era
el palacio que Tomás construyó para Gundosforo, pero que éste no había sabido
verlo. El palacio, entonces, estaba a disposición de Gad. El alma del príncipe,
entonces, descendió a la tierra y se mostró en sueños a su hermano Gundosforo.
Le contó lo que había visto y le pidió que liberara a Tomás pues había cumplido
con el encargo de la manera más ingeniosa posible. El palacio no estaba al
alcance de cualquiera. Flotaba en los cielos, por encima de las vicisitudes de
la vida. Estaba libre del peso de la materia. De luz tan sólo estaba compuesto.
Sólo las almas puras podían llegar hasta él. Refulgía tanto que era visible
únicamente para los ojos del alma.
Mientras, en Atenas, un hábil y retuerto artesano
huía a toda prisa hacia Creta. Acababa de asesinar a su ayudante (un sobrino
suyo), un ingenioso inventor que había compuesto el primer compás de la
historia. Celoso, Dédalo no había dudado en eliminar a su colaborador. Dédalo
entró entonces en la leyenda tras haber cometido un horrísono crimen que bien
poco decía en favor suyo.
Rencoroso, vengativo, Dédalo era
inquietante. Cuando llegó al palacio de
Minos, el rey de Creta, para refugiarse, halló que la isla estaba trastocada.
La reina Parsifae había enloquecido. Su esposo le había faltado al dios de los
mares Poseidón que hasta entonces había librado a Creta de enemigos. En vez de
sacrificar al dios el animal más valioso que poseía –un toro descomunal
extrañamente salido de las aguas-, Minos había decidido emplearlo como semental
y lo había sustituido por un buey menos imponente. La venganza de Poseidón se
había desencadenado de la manera más cruel posible. Aquella misma noche, el
dios se había aparecido en sueños a la reina incitándola a salir de palacio
para bajar a la playa. En el momento en que Parsifae había llegado a la orilla,
un segundo toro, más espléndido si cupiera, había emergido lentamente de las
aguas hasta quedarse quieto cerca de la arena. Apenas lo vislumbró la reina
sintió unos deseos irreprimibles de unirse a la bestia. Pero sabía que no
lograría sus propósitos y que moriría aplastada si intentaba aproximarse a la
bestia. Desde entonces, rondaba presa de furia por las estancias del palacio.
Habiendo llegado hasta sus oídos que un
constructor ingenioso había llegado a puerto, Parsifae lo mandó traer y le pidió
que le fabricara algún tipo de artilugio gracias al cual pudiera satisfacer sus
impulsos bestiales. Dédalo urdió una gigantesca vaca mecánica, hecha de un
entrelazamiento de vigas de madera que componían una armadura que recubriría
con unas pieles de vacuno. El ingenio presentaba dos orificios. A través del
más grande, la reina podría esconderse en el interior de la estatua hueca y,
por el segundo, lograría, una vez que el toro montara la vaca artificial,
apoderarse de su semen.
Nueve meses más tarde, nacería el hijo de
la reina y de la bestia: era un ser que descendía de Poseidón, un hijo de dios,
entonces. Mas, lejos de la figura luminosa de los héroes, el Minotauro era un
monstruo, mitad humano, mitad animal. Voraz y sanguinario, se alimentaba de seres
humanos vivos. Sin embargo, en tanto que protegido por el dios de los mares, el
Minotauro no podía ser eliminado.
El rey Minos, entonces, acudió al taller
de Dédalo y le imploró que librara a Creta de la bestia, no sin dejarla viva.
Dédalo accedió a los ruegos del desconsolado y avergonzado rey. Su proyecto aún
hoy en día es recordado y considerado como un modelo de obra arquitectónica.
¡Cuántos arquitectos no han soñado con dibujar un planta con una geometría tan
compleja y perfecta -en cuyo interior las estancias y los pasillos, las zonas
de vida y los recovecos, los espacios habitables y los de paso, forman una
unidad tan armoniosa- como la que ordena
un laberinto!
El laberinto: en el centro moraba el
Minotauro. A su alrededor, un sin número de galerías se abrían como una tela de
araña. Estas le impedían salir, sin duda, al tiempo que le ayudaban a enredar a
sus víctimas. Desde el exterior, el laberinto de Creta aparecía como un
edificio gigantesco, delimitado por un muro ciego y continuo. Ninguna obertura
permitía vislumbrar lo que escondía, salvo una única estrecha puerta de acceso
que daba paso a un pasadizo, que muy pronto desembocaba en dos nuevas galerías
que se abrían a lado y lado, sumido en la más absoluta oscuridad. Cualquiera
que se aventurara en el laberinto se perdía para siempre. Los intrincados
pasadizos y la ausencia de luz lo despistaban y le impedían encontrar el camino
de regreso. Ya sólo le cabía seguir adelante, hundiéndose cada vez más en la
noche, acercándose al corazón de las tinieblas donde moraba el Minotauro.
El laberinto era una trampa mortal.
Espacio infernal para quien lo visitaba. Su recorrido llevaba a una muerte
segura. El camino, entonces, compuesto de innumerables encrucijadas que
constituían nuevas vías sin retorno, se asemejaba al paso del hombre por la
vida, en la que no se puede retroceder en el tiempo, y se avanza hacia el fin
inevitable. Pese a –o debido a su atmósfera siniestra- el laberinto era una
metáfora de la vida en la tierra. El hombre era responsable de sus decisiones,
y todos le abocaban, más o menos prontamente, a la muerte. La vida era el
camino que emprendía a oscuras, sin saber bien hacia donde se dirigía ni poder
detenerse. Sólo llegando hasta el final, el hombre podía librarse de este
calvario que era la vida terrenal.
Un palacio y una cárcel: las creaciones
de Tomás y de Dédalo se oponían como el día y la noche. Situadas en los
extremos del mundo –en lo alto y en los infiernos-, el palacio de Gundosforo y
el Laberinto tenían, sin embargo, puntos en común. Ambos eran espacios ideales
y, por tanto, modélicos. La obra de Tomás no era de este mundo; era invisible a
los ojos de los mortales. Similarmente, el Laberinto, completamente vuelto
sobre si mismo, era una estructura infinita, imposible. Ambos constituían casos
extremos de espacios arquitectónicos, a los que se llegaba tras la muerte. El
palacio de Gundosforo era una casa para el alma; el laberinto, una cárcel
anímica. Quienes penetraban y moraban en ellos, lo hacían para la eternidad.
Nadie podía escapar de estos espacios inimaginables.
Sin embargo, paradójicamente, estos dos
espacios emblemáticos, en principio antitéticos, se complementaban –sin duda,
no era extraño que los “masones” medievales rindieran casi culto a Tomás y a
Dédalo, conjuntamente. O mejor dicho, constituían los límites del espacio
habitable, apto para la vida.
La arquitectura tiene como fin ofrecer un
techo al ser humano. Sólo porque existen enemigos e inclemencias, sólo porque
el ser humano tiene miedo de los demás y de sus demonios interiores, y teme por
su vida, existe el cobijo que ofrece la arquitectura. Ésta protege de peligros
reales e imaginarios. Ofrece unas defensas, unos muros, detrás de los cuales
los humanos se sienten a salvo. Constituye un refugio, en el que la vida,
externa e interior, puede guarecerse. La vida anida en la arquitectura; el espacio construido alumbra la vida, y le
ayuda a perdurar. Sin la arquitectura, el hombre se hallaría indefenso, a
merced de sus miedos que le paralizan y le llevan a la muerte. La arquitectura
se presenta, entonces, como un receptáculo de luz –de luz y de noche, apoyando
la vida, ahuyentando a los males. La luz sucede a la noche. Ambas son
necesarias a la vida. Sin oscuridad no existe alumbramiento. La luz sólo
despunta en medio de las tinieblas, sólo cobra presencia y sentido cuando
levanta el velo de la noche.
Los palacios de Tomás y de Dédalo son
imágenes del cielo y de los infiernos, espacios limítrofes por entre los cuales
la vida circula, dirigiéndose de uno a otro. Ambos acotan el espacio de la vida
del hombre. La casa y la ciudad en la que habitamos se hallan entre el día y la
noche. En éstas el hombre no queda deslumbrado, ni anda a tientas. Antes bien,
se siente a buen recaudo, en seguridad. Son espacios claro-oscuros que
amortiguan el hiriente resplandor celeste y la negra noche infernal. Gracias a
l existencia de ambos espacios utópicos, inalcanzables, sabemos cuales son los
límites de nuestro mundo. Construyendo para almas y para demonios, Tomás y
Dédalo demostraron que había que estar familiarizado con la luz y con la noche
para saber delimitar un espacio en el que la vida se acoja. Señalaron cual era
el espacio del ser humano, a caballo entre el día y la noche, mezclando luces y
sombras, el espacio del tránsito de la vida. El ser humano no puede vivir en el
cielo ni en los infiernos, sino en un ámbito en el que lo celestial y lo
material, la luz y las tinieblas se mezclan abriendo un espacio, cálido y
penumbroso, en el que la vida no quede
cegada.
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