Una de las primeras intervenciones cristianas en la Alhambra, tras la toma de Granada a finales del siglo XV, afectó el llamado Patio de la Acequia. Originariamente, se trataba de un espacio exterior, organizado alrededor de una acequia, delimitado por muros ciegos. Al agua que discurría -no había surtidores que son una aportación tomada de la jardinería manierista italiana, restaurada en el siglo XX- era la única aportación sensorial. El oído, más que la vista era el órgano afectado. Los cristianos, sin embargo, abrieron la galería que mira hacia el exterior. El jardín dejó de ser un espacio recoleto, vuelto sobre sí mismo, para transformase en un mirador por el que se pasea oteando la ciudad.
Esta intervención posiblemente, revele una concepción distinta del mundo y de la arquitectura. El exterior era, para los musulmanes, un espacio al que había que darle la espalda: amenazante o yermo. La arquitectura, y sus patios, constituían, por el contrario, una recreación del Paraíso, bien acotado. Para los cristianos, en cambio, la apertura de arcos hacia el exterior no denotaba tanto confianza en el mundo exterior, también percibido como peligroso, pero sí la confianza el poder domesticarlo. La arquitectura era un medio, no de encerrarse, sino de abrirse. Desde el interior, y desde lo alto, se sometía y se ordenaba el espacio exterior, concebido y vivido por los musulmanes como un espacio ingobernable, del que había que ir.
Las estancias palaciegas islámicas, como bien ocurre en la Alhambra, se organizan verticalmente: una franja, a altura humana, está delimitada por paredes cubiertas por azulejos, cuyos motivos geométricos o vagamente florales evocan el Edén. Por encima, muros ciegos, coronados, en lo alto, por una cúpula de mocárabes, complicados motivos entrelazados, que componen un cielo estrellado maravilloso. s el espacio de la divinidad. Asombra. Pero es inalcanzable. Entre el hombre y la divinidad irrepresentable no cabe mediación alguna. Cada ser, humano y divino, mora en su espacio entre los que no cabe ninguna conexión. En el espacio cristiano, la bóveda también es la morada divina, pero aquella resulta de la elevación de los nervios de las columnas que se abren como la copa de los árboles. El cielo está unido a la tierra. La divinidad, que se ha hecho humana, permite esta relación. La vista se eleva lentamente y en ningún momento se pierde. Las referencias terrenales están siembre presentes -el eje vertical de las columnas, los nervios que lentamente cubren el techo- y guían la mirada. La arquitectura cristiana no se opone a la naturaleza sino que la humaniza. El espacio interior cristiano puede evocar el Edén, mas en el Edén cristiano, el espacio es compartido por la divinidad y los hombres.
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