La tierra permite enraizar ciudades, mientras el mar apenas acoge los surcos durante unos instantes. No se puede construir sobre las aguas: son engañosas y cubren el mundo de los muertos poblado de monstruos.
Cuando el diluvio, sin embargo, el arca, que el dios modelador de los seres humanos, favorable a sus hijos, condenados a la desaparición por el dios padre, mandó construir a imitación del océano -concebido como la fuente de la vida- salvó a la humanidad de perecer. Sus siete pisos interiores recordaban los siete niveles del empíreo.
Las relaciones entre los barcos y la arquitectura existen desde siempre. El mismo sustantivo de nave designa tanto un barco como un espacio cubierto. Una nave invertida constituye un abrigo seguro.
En la Grecia antigua, la ciudad más sólidamente anclada en la tierra fue comparada, cuando la guerra sacudía el suelo y los cimientos y corría el riesgo de ser arrancada de raíz y dispersada, a una nave en medio de la tormenta. Dicha comparación, que, entre otros autores, Esquilo repite en varias ocasiones en la tragedia los Siete contra Tebas, fue ampliamente desarrollada por Platón en La República. La ciudad era una nave segura en medio del océano, sometida, empero, a toda clase de sacudidas. El buen gobernante debía estar al mando del timón (en francés: gouvernail. instrumento que permite "gobernar" bien) y mantener el rumbo fijo). La ciudad era considerada como el único espacio seguro. Compacta, delimitada, estructurada, llevada por un responsable con visión y mando -los marineros poseídos por el pánico, corriendo de un lado para otro, comenta Esquilo, no servían para nada cuando había que tomar decisiones; la ciudad no podía ser la nave de los locos-, la ciudad resistía las sacudidas. Fuera, el oleaje desatado y destructor. La ciudad solo podía "avanzar" si el "equipaje" trabajaban coordinados, si aunaban esfuerzos bajo la experta guía del político.
La ciudad se revelaba como un espacio acogedor cuando, fuera, asolaba la tormenta. Era un refugio, seguro solo si los habitantes se coordinaban, si constituían un sólido cuerpo político. Era el peligro externo el que fortalecía la ciudad y daba sentido al orden que imperaba en el interior de los muros defensivos. El verdadero peligro para la vida urbana no se hallaba en el exterior sino en el interior cuando las disensiones y las rivalidades, o la desobediencia, hundían la ciudad que hacía aguas. La ciudad era el símbolo de las virtudes de la entrega y de la colaboración, virtudes que la sólida armadura del barco, construido con un andamiaje de madera, visualizaba.
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