Platón, en principio, consideraba, en el Timeo, que existían dos entidades: la forma (la idea) y la materia. Están destinadas a unirse, a informarse.
Mas, para que la cópula (o la impresión) se produjera, era necesario un lugar de encuentro: un punto medio donde pudieran encontrarse. Éste era el espacio.
El espacio, así pues, era una tercera realidad, mediadora entre las dos primeras.
El encuentro entre la forma y la idea dejaba una huella. La forma se marcaba en la materia extendida, es decir emplazada en un lugar.
Pero toda formación material necesitaba del espacio para acontecer. Las huellas precedentes -marcadas en la materia ubicada en un lugar, íntimamente unida a él-, por tanto, tenían que desaparecer. El espacio tenía que alisarse para poder volver a acoger huellas.
Platón asumía con reticencias este borrado inevitable de marcas anteriores. Se trataba de una condición inevitable, sin embargo. Platón utilizaba la expresión verbal omologeteon (Ti., 52 a), que se traduce por: no cabe sino aceptar, y que un traductor francés anotó como: asumir embarazosamente. El verbo omolegeoo significa confesar, reconocer lo que no se quiere reconocer, llegar a un cierto acuerdo. Denota una lucha interna; decir o hacer lo contrario de lo que querría, lo que se debería decir o hacer.
Se ha escrito a menudo que todo lugar está cargado de latentes presencias: marcas dejadas inevitablemente por construcciones anteriores. Una obra de arquitectura sería la que recogiera estas presencias invisibles, huellas de pasos anteriores. La arquitectura no se emplazaría sobre un espacio virgen ni se comportaría o se situaría como si el espacio fuera virgen, como si nadie hubiera estado allí antes.
Pero Platón, quien posiblemente creyera en que toda forma construida debiera estar influida por el eco de formas pretéritas, también asumía que el pasado era un tal lastre que no cabía sino olvidarlo, si se quería construir "de nuevo". Esta construcción, sin embargo, no se llevaba a cabo inocente, orgullosamente, sino con mala conciencia. Platón era consciente que se edificaba sobre ruinas, y que éstas, trágicamente, debían dejarse de lado, olvidarse -lo que era imposible- si se quería levantar una nueva forma no marcada, lastrada o deformada por un pasado que, queriendo ser olvidado, sigue presente.
La arquitectura se hallaría así entre dos presencias: la que peleaba por aparecer y las que habían caído pero seguían, como almas en pena, rondando el lugar. Construir era derribar. Se edificaba sobre el derribo de la memoria, teniéndola bien presente pero tratando, a fin de avanzar, de hacer oídos a sus lamentos, su exigencia de ser tenidas aun en cuenta, de no querer o poder ver lo que hubo. Se construía, según Platón, con "mala consciencia", sabiendo que para operar bien se debía desatender a lo que exigía cuidados.
El olvido -que no la ignorancia- es quizá la condición de la edificación.
¡Excelente! Recomendaré este artículo en mi blog.
ResponderEliminarTu oración de remate hace pensar y me comprometo con ella.
Saludos desde Montevideo
¡Muchas gracias!
EliminarEs curioso cómo textos antiguos pueden resonar hoy, adquirir o revelar resonancias que captamos perfectamente.
¿Dicen lo que creemos dicen, o leemos -traducimos- lo que de verdad decían? Supongo no lo sabremos nunca. Pero desde luego son evocadores sin que se tenga la impresión que se les fuerce.