Quizá fuera Bataille, a finales de los años veinte, quien postulara que la función y el significado que las obras de arte occidentales anteriores al siglo XIX habían tenido eran ahora patrimonio de obras de culturas consideradas primitivas -o antiguas, como Mesopotamia-, las cuales debían apreciarse no como documentos etnográficos sino como portadoras de ideas y fuerzas -que el arte occidental tardío había perdido.
Así como artistas, desde Picasso hasta Max Ernst consideraron que el arte moderno debía inspirarse en las formas y las soluciones compositivas del arte "primitivo " -denominación que incluía el arte románico, así como el ibérico, por ejemplo-, escritores como Artaud y Jean Gênet defendieron que el artista debía reencontrarse con valores portados por el arte de los "orígenes" traducidos en formas modernas (o a través de formas arcaicas olvidadas que debían recuperarse y actualizarse).
A partir de los años sesenta y sobre todo setenta, algunos pensadores y artistas consideraron que los criterios con los que se juzgaba y se practicaba el arte no eran universales ni objetivos sino que estaban determinados (socialmente) por la cultura, el estatuto, la raza (la raza atribuida por otros), el sexo, el género, etc. Consideraron además que el arte no solo estaba inevitablemente determinado por el entorno natural y social (como postulaba la sociología del arte) sino que ofrecía una mirada crítica sobre aspectos de la vida humana, sobre condiciones de la vida humana a menudo impuestos por la sociedad. Al arte le cabía la función de poner en evidencia limitaciones y mecanismos que marcan modos de vivir y de enjuiciar.
Si la obra de arte (mágica, artesana) ha ofrecido (¿siempre?) una mirada crítica -apreciativa o negativa- sobre el mundo, a partir de los años sesenta la teoría (teorizar significa, etimológicamente, mirar) y la práctica se confundieron o se unieron para levantar las apariencias. Ya no cabía ninguna obra inocente (marcada por el entorno acríticamente) sino que toda obra era una cuchilla en la realidad. Las formas y obras del arte se ponían al servicio de una reflexión sobre no el mundo sino nosotros mismos, nosotros en comunidad: relaciones de poder, relaciones con el pasado, con otras culturas, etc.: sobre relaciones siempre conflictivas porque siempre son relaciones de dominio. El arte se volvía definitivamente político, es decir observaba, analizaba, cuestionaba, denunciaba relaciones humanas basadas en la imposición de normas, de maneras de ser o comportarse.
Esta manera de teorizar sobre el arte, teniendo en cuenta criterios hasta entonces no tenidos en cuenta, no considerados -criterios de género, raza, religión, etc.- supuso una nueva manera de entender tanto el arte cuanto la teoría.
Mas, estos criterios "liberadores" se han convertido en normativos, impositivos. No se puede realizar una obra de arte (que sea considerada dentro del mundo del arte contemporáneo), ni se puede reflexionar sobre aquélla si no se atiende a los criterios antes citados. Y quizá ya no se pueda nunca más. Los estudios y las prácticas artísticas no cesan de enlazar y de repetir como un mantra palabras como estudios poscoloniales, género, cuerpo, heterotopías, micropolítica, biopolítica, etc., y citar incesantemente a Deleuze, Guattari, Derrida, Foucault y siempre, alguna vez, a Benjamin. Los criterios y las miradas se han estrechado. Las obras tratan de responder a lo que la teoría considera y espera. Enseñanzas de la antigüedad se han olvidado. Lo que abrió la comprensión del arte hoy se ha convertido en caminos ya trazados. El resultado son exposiciones inenteligibles como Tratados de Paz, este verano, en San Sebastián -donde se "cuestiona" también la idoneidad del museo como espacio para pensar la paz, aunque no se cuestiona la figura del comisario que cuestiona....- u obras de danza admirables como que que aquí se presenta pero en la que sobra la palabra hablada, porque la danza ya es palabra, y los gestos y maneras de ocupar el espacio hacen que las palabras sean -o deberían ser- innecesarias.
A fuerza de la necesidad de un texto, la obra deja de tener sentido, como si ésta fuera incapaz de expresar o traducir plástica o sensiblemente ideas. Los museos están excesivamente llenos de obras que son textos que, analizados, se revelan a veces vacuos o innecesarios. Práctica y teoría, creación e interpretación van de la mano, pero ninguna puede ir sola. Si la obra se convierte en un simple apéndice o ilustración de un texto, deja de tener sentido.
La última presentación de obras de arte de los años setenta en el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona manifiesta bien este problema (esta carencia o este exceso). Un exceso de texto, y de mecanismos (proyectores de todo tipo, pantallas, cables, etc.), para acompañar o mostrar obras a menudo muy pequeñas, que deberían poder mostrarse y apreciarse sin tanto cuerpo teórico, como las ligeras comedias de Andrea Fraser.
MUSAC en FÀCYL. Conferencia performativa "Sudando el discurso", de Aimar Pérez Galí. from musacmuseo on Vimeo.
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