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Mientras se preparaba una exposición sobre arte sumerio (del sur de Mesopotamia en los cuarto y tercer milenios antes de Cristo), en Caixaforum (Barcelona y Madrid) en 2012, que iba a mostrar varios sellos-cilindro, visité la Biblioteca Morgan de Nueva York. Exponían, precisamente, este tipo de objetos. Y parecían haber logrado solucionar su difícil presentación.
Un sello-cilindro mesopotámico (también se han encontrado en Chipre, hasta en Micenas, por influencia del próximo Oriente Antiguo) es una pieza diminuta: un pequeño cilindro de piedra dura, a veces semi-preciosa, cuyo perímetro está grabado en negativo. Se hacía rodar sobre una superficie de barro que sellaba un recipiente o una puerta. El motivo grabado se imprimía. De este modo, se sabía si el contenido había sido robado o alterado y quien lo había sellado, toda vez que cada monarca, sacerdote y noble poseía sus propios motivos.
Dado que los sellos-cilindros no suelen tener más de dos centímetros y medio o tres de altura, y medio centímetro de diámetro, su contemplación es dificultosa, incluso cuando se exhibe la escena grabada impresa en una plaza de arcilla.
Algunos museos ofrecen lupas.
La Biblioteca Morgan cubrió las paredes de la sala con ampliaciones fotográficas en blanco y negro de gran tamaño. El espectador se sorprendía y se maravillaba al entrar pues descubría unos grandes relieves desconocidos que recordaban los relieves de piedra asirios y sobre todo los frisos del Partenón.
Este efecto no era casual. La biblioteca buscaba esta asociación.
La estudiosa iraní Zainab Bahrani, de la Universidad de Columbia (Nueva York), consultada acerca de las bondades de este recurso, comentó que se trataba de un engaño perjudicial -y etnocéntrico. Los grabados estaban de acuerdo con el tamaño del soporte. Eran objetos pequeños con grabados pequeños, y su escala diminuta era importante. Era un testimonio de la pericia y la devoción del grabador, de un cierto lenguaje secreto. La proyección fotográfica a gran escala distorsionaba no solo la forma sino el contenido. Las imágenes debían mantener un perfil bajo, casi como contraseñas. No podían proclamarse en voz alta. Por otra parte, la fotografía en blanco y negro a gran escala parecía indicar -y en efecto, lo conseguía- que un sello cilindro del Próximo Oriente solo tenía sentido y era apreciable si rivalizaba con los bajo relieves clásicos.
Este largo comentario viene a cuento de un recurso semejante empleado en la exposición dedicada a la dinastía Ming en Caixaforum de Barcelona. En el centro de la muestra, un largo y estrecho rollo de papel original, del siglo XVII, con escenas de actividades femeninas en palacios. Éstas se descubren a medida que se desenrolla el soporte -y se vuelve a enrollar. Casa escena se relaciona con la que la precede y la sucede como si actividades simultáneas en el tiempo acontecieran al mismo tiempo en espacios distintas que solo se pudieran descubrir a medida que las escenas discurren ante la vista.
Algunas de estas escenas han sido fotografiadas y expuestas en las paredes como si fueran pinturas de gran tamaño, desconectadas del resto de las escenas. Se presentan casi como si fueran originales, cuadros de factura occidental. La importancia del tamaño, de la precisión del dibujo, del juego entre el espacio, el agua y el blanco del papel, de la secuencia, de la disposición de los motivos se pierde en favor de grandes composiciones decorativas que anulan el original. ¿Para qué esforzarse en mirarlo, en descubrirlo a medida que se avanza, si de un golpe de vista veo de lejos escenas presentadas de manera mucho más familiar? Aquéllas no solo invalidan el original sino que lo deforman. La composición secuencial -propia del arte chino- se pierde. La copia sustituye al original. El misterio pierde ante lo decorativo. El espectador es tratado como un débil mental, incapaz de mirar y pensar. ¿Para qué traer el original, entonces?
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