El tratamiento de los monumentos antiguos en algunos países orientales nos sorprende. Edificios y esculturas de hace dos mil años lucen como nuevas. Son regularmente restaurados, limpiados, pintados y los fondos de oro son repuestos. En algunos casos son sustituidos por nuevas construcciones. No se preservan los restos del edificio precedentes. El edificio, así, cobre vida de nuevo. Luce como lució el primer santuario -el santuario primegenio- que los dioses edificaron.
La sensación es extraña. No tenemos la sensación de estar ante o dentro una obra antigua. Nos parece más bien estar ante una réplica moderna, o un fraude.
Los conjuntos que son tratados de este modo siguen estando activos. Son santuarios e imágenes de culto hacia los que se vierte la devoción de los fieles. En tanto que sedes divinas, ¿por qué habría que dejarlas en estado ruinoso, respetando pinturas y ornamentos antiguos, necesariamente gastados, desconchados o rotos? ¿Acaso una casa habitada no se cuida, no se renueva? ¿A quien gusta morar entre ruinas?
Las culturas antiguas -occidentales, al menos- tampoco preservaron las ruinas de ciudades y monumentos. Una ruina debía ser reparada de inmediato. El edificio se podía ampliar, cambiar de lugar, reorientar, o reconstruir de manera idéntica al anterior. Pero nunca se dejaba en estado ruinoso, pese a la calidad que el edificio original podía tener. Tras la destrucción del acrópolis por los Persas, Pericles ordenó la reconstrucción del santuario. Las ruinas fueron recogidas y enterradas, y un proyecto muy distinto fue construido. Ni siquiera se respetó el emplazamiento del templo destruido.
Las únicas ruinas que no se tocaban eran las que señalaban un lugar maldito. Los dioses habían decidido la caída de una ciudad, un santuario, un palacio, la ruina de un estado, ayudando a los enemigos a conquistar ciudades y territorios, y los vencidos nada podían hacer. Tenían que abandonar las ciudades en ruinas porque los dioses les habían abandonado. La reconstrucción no solo era inútil sino hubiera sido percibida como una afrenta por los dioses, al menos mientras los vencidos no pusieran remedio a las faltas que sin duda habían cometido y que habían desencadenado la ira del cielo.
Las ruinas griegas, romanas, pero también mesopotámicas despertaron el interés de algunos viajeros a partir de la Alta Edad Media en Occidente y el Próximo Oriente. Mas la visión de las ruinas provocaba placer, sin duda, ético y no estético. Las ruinas significaban la derrota de los dioses paganos ante el dios verdadero. Pertenecían al César. Eran necesarias como símbolo del poder del nuevo dios. No merecían ningún cuidado.
A partir del siglo XVI, el juicio que merecían las ruinas -casi siempre romanas- cambió. Seguían siendo consideradas como manifestaciones paganas, pero también como de una edad de oro vencida por el tiempo. Las ruinas fueron un símbolo moral sobre el destructor paso del tiempo que derribaba las más altas torres, sobre la fugacidad, la vanidad de la vida. Como las calaveras y los esqueletos, advertían a los hombres de lo que les aguardaba. Debían ser preservadas, sin duda, para que nadie se olvidara de su humana condición, y de la lejanía divina.
En verdad, el gusto por las ruinas es moderno. Quizá fuera Napoleón quien cambió el aprecio por los fragmentos del pasado. Su aprecio no estaba exento de connotaciones morales también. Las ruinas egipcias, sobre todo a finales del siglo XVIII, mantenían cierto porte. Los egipcios habían logrado sobreponerse a la historia. Daban una lección, que Napoleón quería proseguir.
El verdadero sentimiento por las ruinas nace en el siglo XIX. Seguramente no es casual que coincidiera con el nacimiento del nacionalismo que equiparaba nación, raza, cultura, religión y lengua. Las ruinas, en este caso, daban fe del poder legitimo ejercido por unos hombres sobre una tierra -y sobre otros hombres. El colonialismo también estuvo en la raíz del gusto por las piedras gastadas. Cada nación se otorgaba unas raíces que debían ser preservadas, exaltadas o inventadas. Los yacimientos tenían que lucir esplendorosos. No cabía ninguna nostalgia, sino el orgullo de ser los herederos de esos pueblos que levantaron piedra sobre piedra y que probaban que la tierra pertenecía desde la noche de los tiempos a quien la ocupaba - la noción de autoctonía no era nueva, sin embargo: ya la habían cultivado los atenienses y los espartanos para legitimar el rechazo de los extranjeros.
Las ruinas son una construcción política. Se preservan o se destruyen en función de intereses políticos. Los restos de la Barcelona del siglo XVIII bombardeada cuando la Guerra de Sucesión, hallados cuando las obras olímpicas, fueron rápidamente barridas, hoy exaltadas, sin embargo. Del mismo modo, la restauración de las ruinas del monasterio de Sant Pere de Rodas echó abajo los restos barrocos y renacentistas para destacar tan solo los medievales porque la Edad Media es juzgada como la edad fundacional -inventada, legendaria, y por tanto menos inmune al análisis.
Todas las ruinas responden a un imaginario. Las misiones arqueológicas van levantando y estudiando los sucesivos niveles de ocupación, desde los más recientes hasta los "primeros". Pero el estudio de cada nivel implica la destrucción de todos los que le han sucedido. La restauración y preservación de unas ruinas se realiza a costa de la destrucción de todo lo que no casa con la imagen que nos hacemos del supuesto momento de esplendor de unos restos. Pocos yacimientos fueron abandonados súbitamente. Han sido necesarios cataclismos como explosiones volcánicas que han sepultado y congelado ciudades para evitar que las ruinas, desaparecidas de la faz de la tierra, fueran ocupadas durante mucho tiempo. Todo el centro de Roma, ya en ruinas, sirvió de estructura para modestas casas medievales y renacentistas. De algún modo, los edificios en ruinas seguían teniendo cierto sentido. Aun podían servir. El estudio de la Roma imperial conllevó la destrucción de la ciudad medieval asentada entra las ruinas. Y las ruinas lucieron, muertas. Solo se preservó lo que exaltaba el poder imperial. Ni siquiera construcciones tardo-antiguas fueron respetadas. Oscurecían el mármol de la Gran Roma -cuya recuperación, en manos de Mussolini, tenía como fin asentar el poder del dictador, equiparado con el de los emperadores, presentados como los antecesores de Mussolini.
Las ruinas se construyen y se destruyen en función de lo que se quiere contar. Cada época percibe el pasado bajo un determinado filtro. Las ruinas son un medio dúctil ante las fabulaciones históricas. Las piedras no protestar. Si la historia es una losa, las ruinas deberían desaparecer. Aunque, seguramente, su caída final nos arrastraría, Somos humanos porque fabulamos, porque a partir de unas simples piedras nos contamos historias. El problema surge cuando imponemos nuestras historias a los demás y les obligamos a escucharlas como si fueran verdades enraizadas. Pero si las ruinas fueran capaces de advertimos de los peligros del dominio de la tierra y de los hombres, si fuéramos capaces de advertir el peligro de credos y religiones, deberíamos tratarlas como lo que son: restos de sueños desvanecidos que nos hablan de esperanzas y temores, que nos hacen humanos. Si solamente, la política y la religión no aparecieran como negros fantasmas...
La piedras no protestan, y a veces las personas tampoco. Y cuando las personas protestan, a veces, somos tratados igual que las piedras: Molestan, se tapan, en los mejores casos, se destruyen, en los...
ResponderEliminarCuando no podemos dañar a las personas dañamos lo que más quieren -sus casas y los objetos preciados que poseen-, un daño mucho más efectivo porque crea un sentimiento de culpa por no haber podido defender lo que más se valora
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